Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (7 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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El descontento del pueblo, del clero y del ejército cada vez era más notorio. Pocos entendían este cambio tan radical y aparentemente tan absurdo en sus costumbres. Le empezaron a llamar el «faraón hereje», el faraón iluminado.

Uno de los símbolos del nuevo culto fue el Gran Himno a Atón, posiblemente compuesto por el propio monarca, de un alto valor poético y religioso, con estrofas tan simbólicas como la siguiente:

Hermoso es tu centelleo en el confín del universo

¡Oh, Atón viviente, que has existido desde toda la eternidad!

Cuando te alzas por el borde oriental del cielo

Colmas con tu belleza todos los países

Pues tu brillo y tu hermosura son inmensos.

El país iba perdiendo prestigio. Akhenaton no quería emprender ninguna campaña militar contra sus enemigos, era un pacifista convencido y no le interesaba cuidar las relaciones con sus antiguos arados, como era el rey de Babilonia. Se había aislado de lo que sucedía dentro y fuera de su imperio. Se perdió Nubia y con ella la mayor fuente de oro. El pueblo, sin embargo, le quería, y Akhenaton no era consciente de las conspiraciones que se estaban preparando a sus espaldas.

El inicio de su declive fueron las desavenencias que tuvo con su esposa, la reina Nefertiti. Ella no le había dado descendientes varones, sino seis hijas y en el año 12 de su reinado Akhenaton decide repudiarla y ella tiene que refugiarse en el palacio del Norte, un rugar exclusivo donde acabó sus días. Dos bandos enfrentados surgen entonces: los que siguen adictos a la bella Nefertiti y los fieles a Akhenaton, que sigue adelante con sus iluminados proyectos. Los días de vino y rosas se van terminando para la pareja real y muy pronto para la nueva capital y, sobre todo, para el culto al dios Atón. El egiptólogo Philipp Vandenberg insinuó que la propia reina, retirada en su palacio, habría preparado un golpe de Estado restaurador.

Lo cierto es que el faraón, llevado por la desesperación y la furia, mandó destruir todos los cartuchos e inscripciones en que aparecía el nombre de Nefertiti. El clero de Amón, siempre al acecho, junto con generales como Horemheb, se conjuran para derrocarlo, como así sucede. Akhenaton, el faraón solar, murió, joven aún, en el 1347 a.C.

Con la desaparición del faraón hereje, del «buen rey que amaba su pueblo», desaparece todo un periodo singular en la historia de Egipto.

Nada quedó tras su muerte, nada de su obra, nada salvo el recuerdo de un faraón que creyó poder cambiar el destino de su país. Se borró su nombre de la lista de los gloriosos soberanos del valle del Nilo. Amón, «el dios carnero», volvió a ocupar el puesto de dios supremo. A Akhenaton le sucede su yerno Smenker, al que reemplazó en el trono Tutankamon, el «faraón niño»…

¿Y si la historia no fuera como nos la han contado? Aquí surgen los que dan una reinterpretación a este periodo histórico basándose en la revolución monoteísta y en la cronología. Unos dicen que en realidad Akhenaton fue el patriarca Abraham. Esa es la tesis de dos hermanos investigadores franceses, Roger y Messod Sabbat, expuesta a finales del año 2000 en su libro
Los secretos del Éxodo
. Para ellos, el famoso éxodo bíblico fue la expulsión de Egipto de los habitantes monoteístas de Akhetaton, ya saben, la ciudad de Akhenaton. Cuando el faraón Ay sucede a Tutankamon, que remó del 1331 al 1326 a.C. como un furibundo politeísta, decide dar la orden de expulsar del país a los seguidores de Akhenaton (Abraham) hacia Canaán, provincia situada a diez días de marcha desde el valle del Nilo. No se llamaban hebreos, sino yahuds (adoradores del faraón) y, años después, fundaron el reino de Yahuda (Judea). No es todo. El protagonista del éxodo, según los hermanos Sabbat, fue el general egipcio Mose (Ramesu), que después se convertiría en Ramsés I, quien inicia la dinastía XIX, una nueva identidad para el camaleónico Moisés.

Si les parece fantástica esta hipótesis, la que mantiene el investigador egipcio Ahmed Osman les dejará patidifusos. Célebre por haber identificado al abuelo de Akhenaton, Yuya, con la figura del José del Génesis, ataca de nuevo y expone en otro de sus libros,
Moisés, faraón de Egipto
(1991), que para él Akhenaton fue el Moisés del Antiguo Testamento. Como lo leen. Y dando un salto en el vacío, casi de vértigo, en su siguiente obra,
La casa del Mesías
(1992), asegura que Tutankamon fue nada menos que Jesús de Nazaret.

A veces es difícil ligar la historia con la coherencia.

La piedra de Rosetta

Agosto de 1799, nos encontramos en Rachid (Rosetta), una localidad egipcia sita a unos cuarenta y cinco kilómetros de Alejandría; son los tiempos de la expedición napoleónica al país del Nilo y la patrulla del teniente Bouchard trabaja bajo un implacable sol en el refuerzo de algunas defensas de la plaza. De repente, en plena faena, surge ante ellos majestuosa una piedra de setecientos cincuenta kilos de peso con 1.20 metros de altura. La mole está llena de inscripciones misteriosas y los soldados ponen el hallazgo en conocimiento de sus superiores; todavía no lo saben, pero han encontrado la llave que permitirá acceder a más de tres mil años de historia del antiguo Egipto.

Sus inscripciones en idioma jeroglífico, griego y demótico se convirtieron en el diccionario ideal para adentrarse en los caminos de esta antigua cultura, y un joven lingüista llamado Jean François Champollion fue el artífice de la prodigiosa traducción que nos permitió acceder a ese enigmático universo.

Fue algo más que una piedra de basalto, fue la que abrió los secretos de los jeroglíficos.

Este héroe de la cultura nació el 23 de diciembre de 1790 en circunstancias sumamente peculiares. Su madre, paralizada por una extraña enfermedad, estuvo a punto de morir meses antes del parto. Lo cierto es que los médicos no eran muy optimistas. Sin embargo, el padre, librero de profesión, quiso recurrir a todas las posibilidades y mandó llamar, en un último intento por salvar a su esposa, a Jacqou, un famoso curandero visionario de Figéac, ciudad en la que residían los Champollion. El sanador examinó a la mujer y, tras unos segundos de meditación, se retiró al bosque para conseguir unas hierbas especiales. Con ellas confeccionó un lecho que luego calentó, y acto seguido mandó a la futura madre que se recostara tres días con sus noches sobre la improvisada cama; en ese periodo le suministró vino caliente y algunos brebajes. De forma incomprensible, la joven se levantó sin ayuda y empezó a caminar por la estancia. El señor Champollion no daba crédito y Jacqou, sonriente, le dijo: «Tendrá un hijo sano y de imperecedero recuerdo, tanto que dará luz a la humanidad». El viejo curandero no se equivocó, aunque algo llamaría la atención en el recién nacido cuando fue examinado por los doctores: el bebé tenía las córneas amarillas, cosa muy frecuente entre los orientales, pero no en un centroeuropeo, y a esto se sumaba su tez oscura, casi parda. Paradójicamente, el pequeño Jean François recibió desde su infancia el apelativo de «egipcio», asunto que iría parejo con su personalidad el resto de su vida.

Desde bien temprano mostró interés por la Antigüedad, acaso alentado por la figura de su hermano mayor, Jacques Joseph, un bibliotecario especializado en el estudio de las culturas ancestrales. Estudió en Grenoble y en París, donde aprendió idiomas tan complejos como el árabe, copto, hebreo, caldeo, sirio, etíope o chino antiguo.

En 1802 la piedra de Rosetta fue enviada al Museo Británico, y comenzó la fiebre entre la comunidad de investigadores por descubrir su significado; mientras tanto el joven Champollion seguía fomentando su afición por Egipto.

En 1814 publicó su obra
Egipto bajo los faraones y
siete años más tarde se dedicó por entero a desencriptar los símbolos de la piedra y elaboró con tenacidad una teoría que a la postre resultó definitiva para conseguir la solución del caso. Hasta entonces se pensaba que los jeroglifos anunciaban sonidos, sílabas o ideas, Champollion unió en una sola las diferentes corrientes, dando como resultado que el antiguo idioma de los faraones era una mezcla de diferentes conceptos. El 14 de septiembre de 1822, un alocado Champollion se plantaba en el despacho de su hermano gritando: «Ya lo tengo». Tras decir esto cavó desplomado y permaneció casi en coma varios días. El esfuerzo había sido agotador, pero Jean François tenía la clave del misterio encerrada en sus famosos cartuchos dedicados a Ptolomeo y Cleopatra. Desde ese momento, Francia se rindió a sus conocimientos, fue agasajado recibiendo cátedras, subvenciones y el ansiado viaje a Egipto, que se produjo entre 1828 y 1830. En esta aventura catalogó 864 jeroglifos de los aproximadamente mil que se conocen y visitó templos como Dendera, donde confirmó sus tesis acerca de la escritura egipcia.

Fueron dos años que vivió con una intensidad fuera de lo común, escribiendo, dibujando y trazando nuevas líneas de trabajo.

Por desgracia no tuvo mucho tiempo para concretarlas, pues falleció el 4 de marzo de 1832 en Quercy víctima de un infarto al corazón. Terminaba así una vida entusiasta y dedicada por completo a resucitar el mágico mundo de los faraones. Antes de morir dijo: «Soy todo para Egipto y él es todo para mí». Hoy en día cualquier amante de la egiptología tiene a Champollion en su especial panteón de ilustres; sin él, nada de lo acontecido en los dos últimos siglos tendría la dimensión actual. A pesar de todo, Egipto sigue constituyendo un maravilloso misterio que aún tardaremos en descifrar por completo. En todo caso, siempre es recomendable una visita al Museo Británico de Londres, donde se encuentra la fascinante piedra de Rosetta. A rúen seguro que su visión nos produce sensaciones tan especiales como las que sintió el padre de la egiptología moderna.

Pirámides, ¿templos o tumbas?

1837. El coronel británico Richard Howard Vyse, ayudado por su colaborador Perring, encontró en la cámara funeraria de la pirámide de Menkaure (Micerinos), excavada en la propia roca a unos seis metros bajo el suelo, un enorme sarcófago de basalto con inscripciones y sin su tapa, cuyo peso era de unas tres toneladas. En su interior no había ninguna momia, pero sí un par de sorpresas: la tapa de otro sarcófago de madera antropomorfa y ¡unos restos humanos!

Aparentemente, correspondían a destrozos de la momia real. Eran huesos y unas pocas tiras de lino con los que la momia habría sido envuelta para el enterramiento. En otra cámara superior de la pirámide descubren algunas piezas de basalto que corresponden a la tapa del sarcófago anterior, algo insólito, pues no hay respuesta a por qué una tapa de un peso extraordinario habría sido llevada hasta allí arriba.

Hasta aquí podríamos deducir dos cosas: que la pirámide de Micerinos fue realmente la tumba del faraón que la mandó construir y que su momia fue expoliada y robada hace siglos y quedan tan sólo pequeños guijarros de la venda y unos huesos reales diseminados por el suelo. Serían los primeros restos humanos de un posible faraón encontrados dentro de una pirámide. Los egiptólogos se frotaron las manos y empezaron las investigaciones con sus respectivas sorpresas, empezando por el hecho de que todo lo encontrado ha tenido un destino muy diferente. El sarcófago de basalto del faraón se envió un año más tarde a Inglaterra, a bordo de la goleta
Beatrice
, que naufragó frente a las costas de Cartagena, en España, y allí sigue hasta el momento. La tapa del sarcófago de madera, muy deteriorada, se expone en la primera planta del Museo Británico de Londres. Se realizaron análisis de este segundo sarcófago y los estudios tipológicos demostraron que databa de la época saíta, es decir, la dinastía XXVI (siglo VI a.C.), claramente reconocible debido a la forma antropomorfa de la tapa. Primer chasco.

Toca el turno a los huesos que se analizaron mediante el sistema de rrrbono-I4… y se confirma que no eran los de Micerinos ni los de ningún faraón saíta: correspondían a un varón del siglo II d.C., es decir, de época cristiana. Segunda desilusión.

Así pues, ¿las pirámides fueron tumbas reales? ¿Qué clase de monumentos son esos que se extienden en la meseta de Gizeh construidos con millones de bloques de piedra en honor a tres faraones?

Parecen dos preguntas de
Trivial Pursuit
y la respuesta es fácil: son tres grandes pirámides (la única de las siete maravillas del mundo que aún se mantiene en pie), junto con la imponente Esfinge y el gigantesco complejo funerario que se extiende a lo largo de toda La meseta.

Y dos nuevas preguntas: ¿todo ese esfuerzo era para honrar la memoria de tres faraones de la dinastía IV? ¿Eran tres tumbas enormes a mayor gloria de tres reyes megalómanos?

En un primer momento, la historia siempre ha otorgado un carácter funerario a las tres pirámides egipcias, y eso porque en su interior se han encontrado cajas de piedra parecidas a sarcófagos, como la de granito rosa que se encuentra en el interior de la cámara del rey de la pirámide de Keops, un curioso receptáculo pétreo que es más grande que la pequeña puerta que da acceso a la estancia, lo cual obliga a suponer que se colocó antes de dar por terminada la cámara real.

Hoy en día son más los egiptólogos e investigadores en general que se inclinan por aceptar una doble finalidad en estos monumentos: no solo tendrían una clara función funeraria, sino también una misión iniciática o mística. Pero las preguntas siguen en el aire: ¿son tumbas? ¿Son lugares de enterramiento?

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