Ensayo sobre la ceguera (10 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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Aún bajo la impresión causada por el trágico suceso de la noche, los soldados que llevaban las cajas habían acordado que no las dejarían junto a las puertas que daban a las alas, como más o menos hacían antes, sino que las dejarían en el zaguán, Que esa gente se las arregle como pueda, dijeron. La ofuscación producida por la intensa luz del exterior y la transición brusca a la penumbra del zaguán les impidió, en el primer momento, ver al grupo de ciegos. Los vieron luego, inmediatamente. Soltando gritos de terror, tiraron las cajas al suelo y salieron como locos por la puerta afuera. Los dos soldados de escolta, que esperaban en el descansillo, reaccionaron ejemplarmente ante el peligro. Dominando, sólo Dios sabe cómo, el miedo legítimo que sentían, avanzaron hasta el umbral de la puerta y vaciaron sus cargadores. Empezaron los ciegos a caer unos sobre otros, y al caer seguían recibiendo en el cuerpo balas que ya eran un puro despilfarro de munición, fue todo tan increíblemente lento, un cuerpo, otro cuerpo, que parecía que nunca acabarían de caer, como se ve a veces en las películas y en la televisión. Si los soldados tuvieran que dar cuenta del uso de las balas que disparan, éstos podrían jurar sobre la bandera que actuaron en legítima defensa, y por añadidura en defensa también de sus compañeros desarmados que iban en misión humanitaria y de repente se vieron amenazados por un grupo de ciegos numéricamente superior. Retrocedieron corriendo desatinadamente hacia el portón, cubiertos por los fusiles que los otros soldados del piquete, trémulos, apuntaban entre la reja, como si los ciegos que quedaban vivos estuvieran a punto de hacer una salida vengadora. Lívido, uno de los que habían disparado decía, Yo no vuelvo ahí dentro ni aunque me maten, y, realmente, no volvió. Bruscamente, aquel mismo día, caída ya la tarde, a la hora de arriar bandera, pasó a ser un ciego más entre los ciegos, y de algo le valió ser de la tropa, porque si no habría tenido que quedarse allí, haciendo compañía a los ciegos paisanos, colegas de aquellos a los que había acribillado, y Dios sabe cómo lo recibirían. El sargento dijo, Mejor sería dejarlos morir de hambre, muerto el perro se acabó la rabia. Como sabemos, no falta por ahí quien haya dicho y pensado esto muchas veces, afortunadamente un resto precioso de sentido humanitario le hizo decir a éste, A partir de hoy dejamos las cajas a medio camino, que vengan ellos a buscarlas, estaremos atentos y, al menor movimiento sospechoso, fuego con ellos. Se dirigió al puesto de mando, tomó el micrófono y, juntando las palabras lo mejor que pudo, recurriendo al recuerdo de otras semejantes oídas en ocasiones más o menos parecidas, dijo, El Ejército lamenta vivamente haberse visto obligado a reprimir por las armas un movimiento sedicioso responsable de una situación de riesgo inminente, cuya culpa directa o indirecta en modo alguno puede hacerse recaer sobre las fuerzas armadas, se advierte en consecuencia que a partir de hoy los internos recogerán la comida fuera del edificio, quedan advertidos que sufrirán las consecuencias de cualquier tentativa de alteración del orden, como ha acontecido ahora y como aconteció la pasada noche. Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo tenía que terminar, había olvidado las palabras adecuadas, que las había, sin duda, y no hizo más que repetir, No hemos tenido la culpa, no hemos tenido la culpa.

Dentro del edificio, el estruendo de los disparos, con resonancia ensordecedora en el espacio limitado del zaguán, había causado pavor. En los primeros momentos se creyó que los soldados iban a irrumpir en las salas barriendo a balazos todo lo que encontraran en su camino, que el Gobierno había cambiado de idea, optando por la liquidación física en masa, hubo quien se metió debajo de la cama, algunos, de puro miedo, no se movieron, pensando que era mejor no hacerlo, para poca salud más vale ninguna, si hay que acabar, que sea rápido. Los primeros en reaccionar fueron los contagiados. Al oír los disparos, huyeron pero, luego, el silencio los alentó a volver, y se acercaron de nuevo a la puerta que daba acceso al zaguán. Vieron los cuerpos amontonados, la sangre sinuosa arrastrándose lentamente por las losas como si estuviese viva, y las cajas de la comida. El hambre los empujó hacia fuera, allí estaba el ansiado alimento, verdad es que iba destinado a los ciegos, que luego traerían el que les correspondía a ellos, de acuerdo con el reglamento, pero a la mierda el reglamento, nadie nos ve, y vela que va delante alumbra por dos, ya lo dijeron los antiguos de todo tiempo y lugar, y los antiguos no eran lerdos. No obstante, el hambre sólo tuvo fuerza suficiente para hacerles avanzar tres pasos, la razón se interpuso y les advirtió que el peligro acecha a los imprudentes, en aquellos cuerpos sin vida, sobre todo en la sangre, quién podría saber qué vapores, qué emanaciones, qué venenosos miasmas estarían desprendiéndose ya de la carne destrozada de los ciegos. Están muertos, no pueden hacernos nada, dijo alguien, la intención era tranquilizarse a sí mismo y a los otros, pero fue peor el remedio, era verdad que los ciegos estaban muertos, que no podían moverse, fijaos, ni se mueven ni respiran, pero quién nos dice que esta ceguera blanca no será precisamente un mal del espíritu, y si lo es, partamos de esta hipótesis, los espíritus de aquellos ciegos nunca habrían estado tan sueltos como ahora, fuera de los cuerpos, y por tanto libres de hacer lo que quieran, sobre todo el mal, que, como es de conocimiento general, siempre ha sido lo más fácil de hacer. Pero las cajas de comida, allí expuestas, atraían irresistiblemente sus ojos, son de este calibre las razones del estómago que no atienden a nada, aunque sea para su bien. De una de las cajas se derramaba un líquido blanco que se iba acercando lentamente al charco de sangre, tiene todos los visos de ser leche, es un color que no engaña. Más valerosos, o más fatalistas, que no siempre es fácil la distinción, dos de los contagiados avanzaron, y estaban ya casi tocando con sus manos golosas la primera caja cuando en el vano de la puerta que daba al ala de los ciegos aparecieron unas cuantas personas. Puede tanto la imaginación, y en circunstancias mórbidas como ésta parece que lo puede todo, que, para aquellos dos que habían ido de avanzada, fue como si los muertos, de repente, se hubieran levantado del suelo, tan ciegos como. antes, ahora, pero mucho más dañinos, porque sin duda estaría incitándoles el espíritu de venganza. Retrocedieron prudentemente en silencio hasta la entrada de su sección, podía ser que los ciegos comenzasen a ocuparse de los muertos, que eso era lo que mandaban la caridad y el respeto, o, si no, que dejaran allí, por no haberla visto, alguna de las cajas, por pequeña que fuese, que realmente los contagiados no eran muchos, quizá la mejor solución fuese ésta, pedirles, Por favor, tengan compasión, dejen al menos una cajita para nosotros, puede que no traigan más comida hoy, después de lo que ha sucedido. Los ciegos se movían como ciegos que eran, a tientas, tropezando, arrastrando los pies, no obstante, como si estuviesen organizados, supieron distribuir las tareas eficazmente, algunos de ellos, resbalando en la sangre pegajosa y en la leche, empezaron de inmediato a retirar y transportar los cadáveres hacia el cercado, otros se ocuparon de las cajas, una a una, las ocho que habían sido arrojadas al suelo por los soldados. Entre los ciegos se encontraba una mujer que daba la impresión de estar al mismo tiempo en todas partes, ayudando a cargar, haciendo como si guiara a los hombres, cosa evidentemente imposible para una ciega, y, fuese por casualidad o a propósito, más de una vez volvió la cara hacia el ala de los contagiados, como si los pudiera ver o notase su presencia. En poco tiempo el zaguán quedó vacío, sin más señal que la mancha grande de sangre, y otra pequeña rozándola, blanca, de la leche derramada, aparte de esto, sólo las huellas cruzadas de los pies, pisadas rojas o simplemente húmedas. Los contagiados cerraron resignadamente la puerta y fueron en busca de las migajas, era tanto el desaliento que uno de ellos llegó a decir, y esto muestra bien lo desesperados que estaban, Si vamos a quedarnos ciegos, si es ése nuestro destino, mejor sería irnos ya a la otra parte, al menos tendríamos qué comer, Es posible que los soldados traigan todavía lo nuestro, dijo alguien, Ha hecho usted el servicio militar, preguntó otro, No, Ya me lo parecía.

Teniendo en cuenta que los muertos pertenecían a una y otra sala, se reunieron los ocupantes de la primera y de la segunda con la finalidad de decidir si comían primero y enterraban a los cadáveres después, o lo contrario. Nadie parecía tener interés en saber quiénes eran los muertos. Cinco de ellos se tuvieron en la sala segunda, no se sabe si ya se conocían de antes o, en caso de que no, si tuvieron tiempo y disposición para presentarse unos a otros e intercambiar quejas y desahogos. La mujer del médico no recordaba haberlos visto cuando llegaron. A los otros cuatro, sí, a ésos los conocía, habían dormido con ella, por así decir, bajo el mismo techo, aunque de uno no supiera más que eso, y cómo podría saberlo, un hombre que se respeta no va a ponerse a hablar de asuntos íntimos a la primera persona que aparezca, decir que había estado en el cuarto de un hotel haciendo el amor con una chica de gafas oscuras, la cual, a su vez, si es de ésta de quien se trata, ni se le pasa por la cabeza que estuvo y está tan cerca de quien la hizo ver todo blanco. Los otros muertos eran el taxista y los dos policías, tres hombres robustos, capaces de cuidar de sí mismos, y cuyas profesiones consistían, aunque en distinto modo, de cuidar de los otros, y ahí están, segados cruelmente en la fuerza de la vida, esperando que les den destino. Van a tener que esperar a que estos que quedan acaben de comer, no por causa del acostumbrado egoísmo de los vivos, sino porque alguien recordó sensatamente que enterrar nueve cuerpos en aquel suelo duro y con un solo azadón era trabajo que duraría al menos hasta la hora de la cena. Y como no sería admisible que los voluntarios dotados de buenos sentimientos estuvieran trabajando mientras los otros se llenaban la barriga, se decidió dejar a los muertos para después. La comida venía en raciones individuales y era, en consecuencia, fácil de distribuir, toma tú, toma tú, hasta que se acababa. Pero la ansiedad de unos cuantos ciegos, menos sensatos, vino a complicar lo que en circunstancias normales habría sido cómodo, aunque un maduro y sereno juicio nos aconseje admitir que los excesos que se dieron tuvieron cierta razón de ser, bastará recordar, por ejemplo, que al principio no se podía saber si la comida iba a llegar para todos. Verdad es que cualquiera comprenderá que no es fácil contar ciegos ni repartir raciones sin ojos que los puedan ver, a ellos y a ellas. Añádase que algunos ocupantes de la segunda sala, con una falta de honradez más que censurable, quisieron convencer a los otros de que su número era mayor del que realmente era. Menos mal que para eso estaba allí, como siempre, la mujer del médico. Algunas palabras dichas a tiempo valen más que un discurso que agravaría la difícil situación. Malintencionados y rastreros fueron también aquellos que no sólo intentaron, sino que consiguieron, recibir comida dos veces. La mujer del médico se dio cuenta del acto censurable, pero creyó prudente no denunciar el abuso. No quería ni pensar en las consecuencias que resultarían de la revelación de que no estaba ciega. Lo mínimo que le podría ocurrir sería verse convertida en sierva de todos, y lo máximo, tal vez, sería convertirse en esclava de algunos. La idea, de la que se había hablado al principio, de nombrar un responsable de sala, podría ayudar a resolver esos aprietos y otros por desgracia aún peores, a condición, sin embargo, de que la autoridad de ese responsable, ciertamente frágil, ciertamente precaria, ciertamente puesta en causa en cada momento, fuera claramente ejercida en bien de todos y como tal reconocida por la mayoría. Si no lo conseguimos, pensó, acabaremos por matarnos aquí unos a otros. Se prometió a sí misma hablar de estos delicados asuntos con el marido, y continuó repartiendo las raciones.

Unos por indolencia, otros por tener el estómago delicado, a nadie le apeteció ejercer el oficio de enterrador después de comer. Cuando el médico, que por su profesión se consideraba más obligado que los otros, dijo de mala gana, Bueno, vamos a enterrar a éstos, no se presentó ni un solo voluntario. Tendidos en las camas, los ciegos sólo querían que les dejasen hacer tranquilamente la breve digestión, algunos se quedaron dormidos inmediatamente, cosa que no era de extrañar, después de los sustos y sobresaltos por los que habían pasado, y el cuerpo, pese a estar tan parcamente alimentado, se abandonaba al relajamiento de la química digestiva. Más tarde, cerca ya del crepúsculo, cuando las lámparas mortecinas parecieron ganar alguna fuerza por la progresiva disminución de la luz natural, mostrando así también lo débiles que eran y lo poco que servían, el médico, acompañado de su mujer, convenció a dos hombres de su sala para que los acompañaran al cercado, aunque sólo fuera, dijo, para hacer balance del trabajo que debería ser hecho y para separar los cuerpos ya rígidos, una vez decidido que cada sala enterraría a los suyos. La ventaja de que gozaban estos ciegos era la de algo que podría llamarse ilusión de la luz. Realmente, igual les daba que fuera de día o de noche, crepúsculo matutino o vespertino, silente madrugada o rumorosa hora meridiana, los ciegos siempre estaban rodeados de una blancura resplandeciente, como el sol dentro de la niebla. Para éstos, la ceguera no era vivir banalmente rodeado de tinieblas; sino en el interior de una gloria luminosa. Cuando el médico cometió el desliz de decir que iban a separar los cuerpos, el primer ciego, que era uno de los que concordaran ayudarle, quiso que le explicase cómo iban a reconocerlos, pregunta lógica la del ciego, que desconcertó al doctor. Esta vez la mujer pensó que no tenía que acudir en su auxilio, porque se denunciaría si lo hiciese. El médico salió airosamente de la dificultad, por el método radical del paso adelante, es decir, reconociendo el error, Uno, dijo en el tono de quien se ríe de sí mismo, se acostumbra tanto a tener ojos que cree que los puede utilizar incluso cuando no le sirven para nada, de hecho sólo sabemos que hay aquí cuatro de los nuestros, el taxista, los dos policías y otro que estaba también con nosotros, la solución es, por tanto, coger al azar cuatro de estos cuerpos, enterrarlos como se debe, y así cumplimos con nuestra obligación. El primer ciego se mostró de acuerdo, su compañero también, y de nuevo, relevándose, empezaron a cavar las tumbas. No sabrían estos auxiliares, como ciegos que eran, que los cadáveres enterrados, sin excepción, habían sido precisamente aquellos de los que hablaron, y no será preciso decir cómo trabajó aquí lo que parece el azar, la mano del médico, guiada por la mano de la mujer, tocaba una pierna o un brazo, y decía, Éste. Cuando ya estaban enterrados dos cuerpos, aparecieron al fin, procedentes de la sala, tres hombres dispuestos a ayudar, es probable que no se ofrecieran si alguien les hubiera dicho que ya era noche cerrada. Psicológicamente, incluso estando ciego un hombre, hay que reconocer que existe una gran diferencia entre cavar sepulturas a la luz del día y después de la caída del sol. En el momento en que entraban en la sala, sudados, sucios de tierra, llevando aún en las narices el primer hedor dulzón de la corrupción, repetía el altavoz las instrucciones consabidas. No hubo ninguna referencia a lo que había pasado, no se habló de tiros ni de muertos a quemarropa. Avisos como aquel de Abandonar el edificio sin previa autorización significará la muerte inmediata, o Los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, cobraban ahora, gracias a la dura experiencia de la vida, maestra suprema en todas las disciplinas, pleno sentido, mientras aquel otro que prometía cajas de comida tres veces al día resultaba grotesco sarcasmo o ironía aún más difícil de soportar. Cuando la voz calló, el médico, solo, porque empezaba a conocer los rincones de la casa, fue hasta la puerta de la otra sala para informar, Los nuestros están enterrados ya, Si enterraron a unos, también podían haber enterrado a los otros, respondió desde dentro una voz de hombre, Lo acordado fue que cada sala enterraría a sus muertos, nosotros contamos cuatro y los enterramos, Está bien, mañana enterraremos a los de aquí, dijo otra voz masculina, y luego, cambiando de tono, preguntó, No ha llegado más comida, No, respondió el médico, Pero el altavoz dijo que llegaría comida tres veces al día, Dudo que cumplan la promesa, Entonces habrá que racionar los alimentos que vayan llegando, dijo una voz de mujer, Parece una buena idea, si quieren, hablamos mañana, De acuerdo, dijo la mujer. Ya se retiraba el médico cuando oyó la voz del hombre que había hablado primero, A ver quién manda aquí, y se paró aguardando a que alguien respondiera, lo hizo la misma voz femenina, Si no nos organizamos en serio, van a mandar aquí el hambre y el miedo, como si no fuera vergüenza bastante que no haya ido nadie con ellos a enterrar a los muertos, Y por qué no los entierras tú, ya que eres tan lista y hablas tan bien, Sola no puedo, pero estoy dispuesta a ayudar, Mejor no discutir, intervino la segunda voz de hombre, mañana por la mañana trataremos de eso. El médico suspiró, la convivencia iba a ser difícil. Se dirigía ya a la sala cuando sintió una fuerte urgencia de evacuar. Desde el sitio donde se encontraba no tenía seguridad de dar con las letrinas, pero decidió aventurarse. Esperaba que alguien se hubiera acordado de llevar el papel higiénico que trajeron con las cajas de comida. Se equivocó dos veces de camino, angustiado porque apretaba la necesidad cada vez más, y ya estaba en las últimas, cuando, por fin, pudo bajarse los pantalones y ponerse en cuclillas sobre el agujero. Le asfixiaba el hedor. Tenía la impresión de haber pisado una pasta blanda, los excrementos de alguien que no acertó con el agujero o que había decidido aliviarse sin más. Intentó imaginar cómo sería el lugar donde se encontraba, para él era todo blanco, luminoso, resplandeciente, lo eran las paredes y el suelo que no podía ver y, absurdamente, concluyó que la luz y la blancura, allí, olían mal. Nos volveremos locos de horror, pensó. Luego quiso limpiarse, pero no había papel. Palpó la pared detrás de él, donde podrían estar los soportes de los rollos o los clavos en los que, a falta de algo mejor, habrían sujetado algunos papeles cualquiera. Nada. Se sintió desgraciado, desgraciado a más no poder, allí, con las piernas arqueadas, amparando los pantalones que rozaban el suelo repugnante, ciego, ciego, ciego, y, sin poder dominarse, empezó a llorar en silencio. Tanteando, dio algunos pasos hasta que resbaló y se golpeó contra la pared de enfrente. Extendió un brazo, extendió el otro, al fin dio con una puerta. Oyó los pasos arrastrados de alguien que debía de andar también buscando los retretes y tropezaba, Dónde estará esa mierda, murmuraba con voz neutra, como si, en el fondo, nada le importase saberlo. Pasó a dos palmos del médico sin apercibirse de su presencia, pero no tenía importancia, la situación no llegó a resultar indecente, podría serlo, realmente, un hombre con aquella pinta, descompuesto, pero, en el último instante, movido por un desconcertante sentimiento de pudor, el médico se había subido los pantalones. Luego, cuando pensó que no había nadie, volvió a bajárselos, demasiado tarde, estaba sucio, sucio como no recordaba haberlo estado nunca en su vida. Hay muchas maneras de convertirse en un animal, pensó, y ésta es sólo la primera. Pero no se podía quejar mucho, aún tenía alguien a quien no le importaba limpiarlo.

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