Ensayo sobre la ceguera (9 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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El aire frío de la madrugada le refrescó la cara. Qué bien se respira aquí fuera, pensó. Le pareció notar que la pierna le dolía mucho menos, pero eso no le sorprendió, ya antes, más de una vez, le había ocurrido lo mismo. Estaba en el rellano exterior, no tardaría en llegar a los escalones, Va a ser complicado, pensó, bajar con la cabeza delante. Levantó un brazo para asegurarse de que la cuerda estaba allí, y avanzó. Tal como había previsto, no era fácil pasar de un escalón al otro, sobre todo por la pierna, que no ayudaba, y la prueba la tuvo inmediatamente, cuando, en medio de la escalera, resbaló una de las manos en un escalón y el cuerpo cayó todo hacia un lado y fue arrastrado por el peso muerto de la maldita pierna. Los dolores volvieron instantáneamente, con las sierras, las brocas y los martillos, y ni él supo cómo consiguió no gritar. Durante largos minutos permaneció tendido de bruces, con la cara pegada al suelo. Un viento rápido, rastrero, lo hizo tiritar. No lleva sobre el cuerpo más que la camisa y los calzoncillos. La herida estaba, toda ella, en contacto con la tierra, y pensó, Puede infectarse, era un pensamiento estúpido, no recordó que la venía arrastrando así desde la sala, Bueno, es igual, ellos van a curarme antes de que se infecte, pensó luego, para tranquilizarse, y se puso de lado para mejor alcanzar la cuerda. No la encontró de inmediato. Había olvidado que estaba en posición perpendicular a ella cuando dio la vuelta y rodó por la escalera, pero el instinto le hizo permanecer donde estaba. Luego fue el raciocinio lo que le orientó para sentarse y moverse lentamente hasta tocar con los riñones el primer peldaño, y con un sentimiento exultante de victoria sintió la aspereza de la cuerda en la mano alzada. Probablemente fue también ese sentimiento lo que le llevó a descubrir, seguidamente, la mejor manera de desplazarse sin que la herida rozase el suelo, ponerse de espaldas hacia donde estaba el portón y, usando los brazos como muletas, como hacían antes los que no tenían piernas, desplazar con pequeños movimientos el cuerpo sentado. Hacia atrás, sí, porque en este caso, como en otros, tirar de algo era más fácil que empujarlo. La pierna, así, no sufría tanto, aparte de que el suave declive del terreno, bajando hacia la salida, le ayudaba. En cuanto a la cuerda, no había peligro de perderla, que casi le tocaba la cabeza. Se preguntaba si aún le faltaría mucho para llegar al portón, no era lo mismo ir por su pie, y mejor aún con los dos, que avanzar a reculones, en desplazamientos de medio palmo o menos. Olvidando por un instante que estaba ciego, volvió la cabeza como para comprobar el espacio que le faltaba por recorrer y encontró delante la misma blancura sin fondo. Será de noche, será de día, se preguntó, bueno, si fuera de día me habrían visto ya, además, sólo hubo un desayuno, y fue hace muchas horas. Le asombraba el espíritu lógico que se iba descubriendo, la rapidez y el acierto de los razonamientos, se veía a sí mismo diferente, otro hombre, y si no fuera por la mala suerte de esta pierna, juraría que nunca en toda la vida se había encontrado tan bien. Sus espaldas golpearon con la parte inferior chapeada del portón. Había llegado. Metido en la garita para protegerse del frío, el soldado de guardia creyó oír un leve rumor que no había conseguido identificar, de todos modos no pensó que nadie pudiera acercarse desde dentro, habría sido el movimiento del ramaje de los árboles, las hojas que el viento hacía rozar contra la reja. Otro ruido le llegó repentinamente a los oídos, pero éste fue diferente, un golpe, un choque, para ser más preciso, que no podía ser obra del viento. Nervioso, el soldado salió de la garita empuñando el fusil automático y miró hacia el portón. No vio nada. Pero el ruido volvió a sonar, más fuerte, ahora como de uñas que rasparan una superficie rugosa. La chapa del portón, pensó. Dio un paso hacia la tienda de campaña donde dormía el sargento, pero lo contuvo el pensamiento de que si daba una falsa alarma le iban a echar una bronca, a los sargentos no les gusta que los despierten, ni cuando hay motivo suficiente. Volvió a mirar hacia el portón, y esperó, tenso. Muy lentamente, en el espacio entre dos hierros verticales, como un fantasma, empezó a aparecer una cara blanca. La cara de un ciego. El miedo le heló la sangre al soldado, y fue el miedo lo que le hizo apuntar su arma y disparar una ráfaga a quemarropa.

El estruendo seco de las detonaciones hizo surgir de dentro de las tiendas, inmediatamente, medio vestidos aún, a los soldados que componían el pelotón encargado de la guardia del manicomio y de los que dentro de él estaban. El sargento ya estaba al mando de sus hombres, Qué coño pasa, Un ciego, un ciego, balbuceó el soldado, Dónde, Allí, e indicó el portón con el cañón del arma, No veo nada, Estaba allí, lo vi. Los soldados habían acabado de equiparse y esperaban alineados, fusil en mano. Encended el proyector, ordenó el sargento. Uno de los soldados subió a la plataforma del vehículo. Segundos después, el foco deslumbrante iluminó el portón enrejado y la fachada del edificio. No hay nadie, animal, dijo el sargento, y se disponía a soltar unas cuantas amenidades militares del mismo estilo cuando vio que por debajo del portón se extendía, bajo la violenta luz del foco, un charco negro. Le diste de lleno, amigo, dijo. Después, recordando las órdenes rigurosas que había recibido, gritó, Atrás, eso se pega. Los soldados retrocedieron, medrosos, pero continuaron mirando el charco que lentamente asomaba por entre las junturas de las piedras de la acera. Crees que el tipo ese está muerto, preguntó el sargento, Tiene que estarlo, le solté una ráfaga de lleno en la cara, respondió el soldado, contento ahora con su obvia demostración de puntería. En ese momento, otro soldado gritó nervioso, Sargento, sargento, mire ahí. En el rellano exterior de la escalera se veían unos cuantos ciegos, más de diez. Quietos, no avancen, gritó el sargento, un paso más y los achicharro a todos. En las ventanas de las casas de enfrente, algunas personas, arrancadas del sueño por los disparos, miraban asustadas a través de los cristales. Entonces, el sargento gritó, Que vengan cuatro a recoger el cuerpo. Como no podían ver ni contar, fueron seis los ciegos que se movieron, He dicho cuatro, gritó el sargento histéricamente. Los ciegos se tocaron, volvieron a tocarse, dos se quedaron atrás. Los otros empezaron a andar a lo largo de la cuerda.

6

Vamos a ver si hay por aquí una pala o un azadón, algo, cualquier cosa que sirva para cavar, dijo el médico. Llevaron con gran esfuerzo el cadáver al cercado interior, lo dejaron en el suelo, entre la basura y las hojas caídas de los árboles. Ahora, había que enterrarlo. Sólo la mujer del médico conocía el estado en que se encontraba el muerto, la cara y el cráneo destrozados por la descarga, tres orificios de bala en el cuello y en la parte del esternón. También sabía que en todo el edificio no encontrarían nada con lo que se pudiera abrir una sepultura. Después de recorrer el espacio que les había sido destinado, no halló más que una vara de hierro, Ayudará, pero no será suficiente. Había visto, detrás de las ventanas cerradas del corredor que continuaba a lo largo del ala reservada a los posibles contagiados, más bajas de este lado de la cerca, rostros atemorizados de gente esperando su hora, el momento inevitable en que tendrían que decirles a los otros, Me he quedado ciego, o cuando, si hubieran intentado ocultar lo sucedido, se denunciasen con un gesto equivocado, con un movimiento de cabeza en busca de una sombra, un tropezón injustificado en quien tiene ojos. Todo esto lo sabía también el médico, la frase que había dicho formaba parte de la comedia pactada entre los dos, a partir de ahora ya podría decir la mujer, Y si pidiésemos a los soldados que nos traigan una pala, Buena idea, vamos a probar, y todos se mostraron de acuerdo, que sí, que era una buena idea, sólo la chica de las gafas oscuras se quedó en silencio, sin decir nada sobre la pala o el azadón, su manera de hablar eran, por ahora, lágrimas y lamentos, Tuve yo la culpa, lloraba, y era verdad, no se podía negar, pero también es cierto, si eso le sirve de consuelo, que si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla, Lo será, pero este hombre está muerto y hay que enterrarlo. Fueron, pues, el médico y su mujer a parlamentar, la chica de las gafas oscuras, inconsolable, dijo que iba con ellos. Por remordimientos de conciencia. Apenas estuvieron a la vista, en la entrada de la puerta, un soldado les gritó, Alto, y como si temiera que la intimidación verbal, aunque enérgica, no fuera suficiente, disparó al aire. Asustados, retrocedieron buscando protección en las sombras del zaguán, tras las gruesas maderas de la puerta abierta. Luego, avanzó sola la mujer del médico, desde donde estaba podía ver los movimientos del soldado y resguardarse a tiempo si fuese necesario, No tenemos con qué enterrar al muerto, dijo, necesitamos una pala. En el portón, pero del lado opuesto a aquel donde había caído el ciego, apareció otro militar. Sargento era, pero no el de antes, Qué quieren, gritó, Necesitamos una pala o un azadón, No tenemos, venga, fuera, lárguense, Tenemos que enterrar el cuerpo, Pues no lo entierren, déjenlo pudrirse ahí, Si lo dejamos, contaminará la atmósfera, Pues que la contamine, y que os aproveche, La atmósfera no se está quieta, tanto está aquí como va para donde estáis. La pertinencia de la argumentación obligó a reflexionar al militar. Había venido a sustituir al otro sargento, que se quedó ciego y lo trasladaron al lugar donde estaban siendo concentrados los enfermos pertenecientes al Ejército de Tierra, ni que decir tiene que la Marina y la Aviación disponían cada una de sus propias instalaciones, pero éstas de menor tamaño e importancia por ser más reducidos sus efectivos. Tiene razón la mujer, reconsideró el sargento, en un caso como éste no hay duda de que todas las precauciones son pocas. Como prevención, dos soldados, con máscaras antigás, habían lanzado ya sobre la sangre dos botellas de amoníaco, cuyos últimos vapores aún hacían lagrimear al personal e irritaban las mucosas de la garganta y de la nariz. Al fin, el sargento dijo, Voy a ver si se puede arreglar, Y la comida, la mujer del médico aprovechó la ocasión para recordarlo, La comida, aún no ha llegado, Somos más de cincuenta sólo en nuestra ala, tenemos hambre, lo que nos traen no es suficiente, Eso de la comida no es cosa del Ejército, Pero alguien tendrá que remediar la situación, el Gobierno se comprometió a alimentarnos, Se acabó, vuelvan dentro, no quiero ver a nadie en la puerta, El azadón, gritó aún la mujer del médico, pero el sargento se había retirado ya. Iba mediada la mañana cuando se oyó el altavoz de la sala, Atención, atención, los internos se alegraron creyendo que era el anuncio de la comida, pero no, se trataba de la pala, Que venga alguien a recoger el azadón, pero nada de grupos. Por la posición y por la distancia en que se encontraba, más cerca del portón que de la escalera, debieron tirarla desde fuera, No tengo que olvidar que estoy ciega, pensó la mujer del médico, Dónde está, preguntó, Baja la escalera, ya te iré guiando, respondió el sargento, muy bien, sigue ahora andando en esa misma dirección, así, así, alto ahora, vuélvete un poco hacia la derecha, no, a la izquierda, menos, menos, ahora adelante, si no te desvías te darás de narices con ella, caliente, que te quemas, mierda, ya te dije que no te desviases, frío, frío, vas calentándote otra vez, caliente, cada vez más caliente, ya está, da ahora media vuelta y vuelvo a guiarte, no quiero que te quedes ahí como una burra en la noria, dando vueltas, y acabes junto al portón, No te preocupes, pensó ella, iré desde aquí a la puerta en línea recta, a fin de cuentas, es igual, aunque sospechase que no soy ciega, a mí qué me importa, no va a venir a buscarme. Se echó el azadón al hombro, como un viñador que va al trabajo, y se dirigió a la puerta sin desviarse un paso, Mi sargento, ve eso, exclamó uno de los soldados, para mí que ésa tiene ojos, Los ciegos aprenden muy rápido a orientarse, explicó, convencido, el sargento.

Fue trabajoso abrir la tumba. La tierra estaba dura, apretada, había raíces a un palmo del suelo. Cavaron el taxista, los dos policías y el primer ciego. Ante la muerte, lo que se espera de la naturaleza es que los rencores pierdan su fuerza y su veneno, cierto es que se dice que odio viejo no cansa, y de eso no faltan pruebas en la literatura y en la vida, pero esto, la verdad, no era realmente odio, y de viejo no tenía nada, pues qué vale el robo del coche al lado del muerto que lo había robado, y menos en el mísero estado en que se encuentra, que no son precisos ojos para saber que esta cara no tiene nariz ni boca. Sólo pudieron cavar tres palmos. Si el muerto fuera gordo, le habría quedado asomando la barriga, pero el ladrón era flaco, un auténtico palo de escoba, y más aún después del ayuno de tres días, cabrían en aquella tumba dos como él. No hubo oraciones. Podríamos ponerle una cruz, recordó la chica de las gafas oscuras, los remordimientos hablaron por ella, pero nadie tenía noticia de lo que el difunto pensaba en vida de tales historias de Dios y de la religión, lo mejor era callar, si es que otro procedimiento tiene justificación ante la muerte, además, téngase en consideración que hacer una cruz es algo mucho menos fácil de lo que parece, por no hablar del tiempo que iba a sostenerse, con todos estos ciegos que no ven dónde ponen los pies. Volvieron a la sala. En los sitios más frecuentados, salvo en el campo abierto, como el cercado, ya no se pierden aquellos ciegos, que con un brazo tendido hacia delante y unos dedos moviéndose como antenas de insectos se llega a todas partes, incluso es probable que los ciegos más dotados no tarden en desarrollar eso que llamamos visión frontal. La mujer del médico, por ejemplo, es asombroso cómo consigue moverse y orientarse por ese procedimiento entre aquel rompecabezas de salas, desvanes y corredores, cómo sabe doblar una esquina en el punto exacto, cómo se detiene ante una puerta y abre sin vacilar, cómo no tiene que ir contando las camas hasta llegar a la suya. Está sentada ahora en la cama del marido, habla con él, muy bajito, como de costumbre, se ve que es gente de educación, y tienen siempre algo que decirse el uno al otro, no son como el otro matrimonio, el primer ciego y su mujer, después de aquellas conmovedoras efusiones del reencuentro casi no han conversado, y es que, en ellos, probablemente, ha podido más la tristeza de ahora que el amor de antes, con el tiempo se acostumbrarán. Quien no se cansa de repetir que tiene hambre es el niño estrábico, pese a que la chica de las gafas oscuras se quita prácticamente la comida de la boca para dársela a él. Hace muchas horas que el mozalbete no pregunta por su madre, pero seguro que volverá a echarla de menos después de haber comido, cuando el cuerpo se encuentre liberado de servidumbres brutales y egoístas que resultan de la simple, pero imperiosa, necesidad de mantenerse. Sería por causa de lo ocurrido de madrugada, o por motivos ajenos a nuestra voluntad, la verdad es que no habían llegado las cajas con el desayuno. Ahora se aproxima la hora de comer, es ya la una en el reloj que la mujer del médico acaba de consultar a hurtadillas, no es, pues, extraño que la impaciencia de los jugos gástricos haya empujado a unos cuantos ciegos, tanto de ésta como de la otra sala, a esperar en el zaguán la llegada de la comida, y esto por dos excelentes razones, la pública, de unos, porque así se ganaría tiempo, y la reservada, de otros, porque sabido es que quien llega primero, mejor se sirve. En total, no serán menos de diez los ciegos atentos al ruido que hará el portón enrejado al ser abierto, a los pasos de los soldados que han de traer las benditas cajas. A su vez, temerosos de una súbita ceguera que pudiese resultar de la proximidad inmediata de los ciegos que esperaban en el zaguán, los contaminados del ala izquierda no se atreven a salir, pero algunos de ellos atisban por la rendija de la puerta, ansiosos de que les llegue su turno. Fue pasando el tiempo. Cansados de esperar algunos ciegos se han sentado en el suelo, más tarde dos o tres regresaron a las salas. Fue poco después cuando se oyó el rechinar inconfundible del portón. Excitados, los ciegos, atropellándose, empezaron a moverse hacia donde, por los ruidos de fuera, calculaban que estaba la puerta, pero, de súbito, presos de una vaga inquietud que no tendrían tiempo de definir y explicar, se detuvieron y luego confusamente retrocedieron, justo cuando empezaron a oír con nitidez los pasos de los soldados que traían la comida y de la escolta armada que los acompañaba.

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