Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
Nadie pareció reparar en lo absurdo de que una ciega diga que no va a olvidar una cara que no ha visto. Los ciegos retrocedieron a toda prisa, en busca de las puertas, poco después estaban los de la primera sala informando de la situación a los compañeros, Por lo que hemos oído, no creo que podamos, de momento, hacer otra cosa que obedecer, dijo el médico, deben de ser muchos, y lo peor es que tienen armas, También nosotros podríamos hacernos con algunas, dijo el dependiente de farmacia, Sí, unas ramas arrancadas de los árboles, si es que quedan ramas a la altura del brazo, unos hierros de las camas, que apenas tendríamos fuerzas para manejar, mientras que ellos disponen, al menos, de una pistola, Yo no doy nada de lo mío a esos hijos de puta ciega, dijo alguien, Ni yo, añadió otro, O damos todos, o nadie, dijo el médico, No tenemos otra alternativa, dijo la mujer, además, la regla, aquí dentro, tendrá que ser la misma que nos han impuesto fuera, quien no quiera pagar, que no pague, está en su derecho, pero entonces no comerá, lo que no puede ser es que alguien esté alimentándose a costa de los otros, Daremos todos y lo daremos todo, dijo el médico, Y quien no tenga nada que dar, preguntó el dependiente de farmacia, Ése sí, comerá de lo que los otros le den, es justamente lo que alguien dijo, de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Se hizo una pausa, y el viejo de la venda negra preguntó, A quiénes designamos como responsables, Yo elijo al doctor, dijo la chica de las gafas oscuras. No fue necesario proceder a la votación, toda la sala estaba de acuerdo. Tendremos que ser dos, recordó el médico, se presenta alguien, preguntó, Yo, si no se presenta nadie más, dijo el primer ciego, Muy bien, comencemos a dar las cosas, necesitamos un saco, una bolsa, una maleta pequeña, cualquier cosa sirve, Yo puedo dar esto, dijo la mujer del médico, y empezó a vaciar un bolso donde había guardado algunos productos de belleza y otras menudencias, cuando no podía ni imaginar en qué condiciones iba a vivir. Entre los frascos, las cajas y los tubos venidos del otro mundo, había unas tijeras grandes de punta fina. No recordaba haberlas metido allí, pero allí estaban. La mujer del médico levantó la cabeza. Los ciegos estaban esperando, el marido había ido hasta la cama del primer ciego y hablaba con él, la chica de las gafas oscuras le decía al niño estrábico que no tardaría en llegar la comida, en el suelo, detrás de la mesita de noche, como si la chica de las gafas oscuras hubiera querido, con pueril e inútil pudor, ocultarlo de la vista de quienes no veían, estaba una compresa higiénica manchada de sangre. La mujer del médico miraba las tijeras, intentaba pensar por qué las estaba mirando así, así cómo, así, pero no encontraba ninguna razón, realmente, no podría hallarse razón alguna en unas simples tijeras grandes, colocadas en sus manos abiertas, con sus dos hojas niqueladas y las puntas agudas y brillantes. Ya lo tienes, preguntaba desde lejos el marido, Ya lo tengo, respondió y tendió el brazo que sostenía el bolso vacío mientras el otro brazo escondía las tijeras en la espalda, Qué pasa, preguntó el médico, Nada, respondió la mujer, como podría haber respondido, Nada que tú puedas ver, debe de haberle extrañado algo en mi voz, fue sólo eso, nada más. Junto con el primer ciego, el médico se acercó a ese lado, cogió el bolso con sus manos vacilantes y dijo, Vayan preparando lo que tengan, empezamos la recogida. La mujer se quitó el reloj, hizo lo mismo con el del marido, echó al bolso los pendientes, un anillo pequeño con rubíes, la cadenilla de oro que llevaba al cuello, la alianza, la del marido, no les costó trabajo sacarlas, Tenemos los dedos más delgados, pensó, fue echándolo todo dentro de la bolsa, el dinero que habían traído de casa, unos cuantos billetes de diferente valor, unas monedas, Está todo, dijo, Estás segura, preguntó el médico, busca bien, De valor, era todo lo que teníamos. La chica de las gafas oscuras había reunido ya sus bienes, no eran muy diferentes, sólo había unas pulseras de más, y, de menos, una alianza. La mujer del médico esperó a que el marido y el primer ciego le dieran las espaldas, y a que la chica de las gafas oscuras se volviera hacia el niño estrábico, Soy como si fuera tu madre, pago por ti y por mí, y luego retrocedió hacia la pared del fondo. Allí, como a lo largo de las otras paredes, había unos grandes clavos que utilizarían a los locos para colgar en ellos sabe Dios qué tesoros y manías. Eligió el más alto al que podía llegar y colgó de él las tijeras. Después se sentó en la cama. Lentamente, el marido y el primer ciego caminaban hacia la puerta, recogiendo, de un lado y de otro, lo que cada uno tenía para entregar, algunos protestaban diciendo que aquello era una vergüenza, que les estaban robando, y era la pura verdad, otros se deshacían de sus posesiones con una especie de indiferencia, como si pensasen que, bien vistas las cosas, no hay en el mundo nada que, en sentido absoluto, nos pertenezca, verdad ésta no menos transparente. Cuando llegaron a la puerta de la sala, terminada la colecta, el médico preguntó, Lo han entregado todo, unas cuantas voces resignadas respondieron que sí, hubo quien se quedó callado, a su tiempo sabremos si fue por no mentir. La mujer del médico alzó los ojos hacia donde estaban las tijeras. Le sorprendió verlas tan altas, colgadas por uno de los aros o argollas, como si no hubiera sido ella misma quien las puso allí, después, para sí, pensó que fue una excelente idea traerlas, ahora ya podría arreglarle la barba al marido, dejarlo más presentable, porque, ya se sabe, en las condiciones en que vivimos, es imposible que un hombre pueda afeitarse normalmente. Cuando miró otra vez hacia la puerta, los dos hombres habían desaparecido en la penumbra del corredor, camino de la tercera sala, lado izquierdo, donde tendrían que pagar la comida. La de hoy, la de mañana también, tal vez la de toda la semana, Y después, la pregunta no tenía respuesta, todo lo que teníamos va ahí.
Contra lo que era habitual, los corredores estaban vacíos, en general no era así, cuando se salía de las salas no se hacía otra cosa que tropezar, resbalar y caer, los agredidos echaban pestes, soltaban groseros tacos, los agresores respondían en el mismo tono, pero nadie le daba importancia, uno tiene que desahogarse de alguna manera, mayormente si está ciego. Ante ellos se oía un ruido de pasos y de voces, serían los emisarios de otra sala que iban a la misma obligación. Qué situación la nuestra, doctor, dijo el primer ciego, no bastaba con estar como estamos y vamos a caer en manos de unos ciegos ladrones, hasta parece mi sino, primero el del coche, ahora estos que nos roban la comida, y además a punta de pistola, La diferencia es ésa, el arma, Pero no siempre van a tener balas, no duran eternamente, Nada dura siempre, aunque, en este caso, tal vez sea deseable que sí, Por qué, Si se les acaban las balas será porque las han disparado, y ya tenemos muertos de sobra, Estamos en una situación insostenible, Es insostenible desde que entramos, y a pesar de todo vamos aguantando, Es usted optimista, doctor, No es que sea optimista, es que no puedo imaginar nada peor de lo que estamos viviendo, Pues yo empiezo a pensar que no hay límites para lo malo, para el mal, Quizá tenga razón, dijo el médico, y luego, como si estuviera hablando consigo mismo, Algo tiene que ocurrir aquí, conclusión ésta que supone cierta contradicción, o hay al fin algo peor que esto, o de ahora en adelante todo va a mejorar, aunque por la muestra no lo parezca. Dado el camino recorrido, las esquinas que doblaron, se estaban acercando a la tercera sala. Ni el médico ni el primer ciego habían venido nunca aquí, pero la construcción de las dos alas, lógicamente, obedecía a una estructura simétrica, y quien conociese bien la parte derecha fácilmente podría orientarse en el lado izquierdo, y viceversa, bastaba virar a la izquierda en un lado cuando en el otro se habría girado a la derecha. Oyeron voces, debían de ser los que llegaron antes que ellos, Tendremos que esperar, dijo el médico en voz baja, Por qué, Los de dentro querrán saber exactamente qué es lo que éstos traen, para ellos es igual, como ya han comido no tienen prisa, No debe de faltar mucho para la hora de la comida. Aunque pudieran ver, de nada les serviría, no tienen ya relojes. Un cuarto de hora después, minuto más, minuto menos, acabó el trueque. Los dos hombres pasaron por delante del médico y del primer ciego, por lo que decían llevaban la comida, Cuidado, no la dejes caer, exclamó uno, y el otro murmuraba, Lo que no sé es si llegará para todos, Pues nos apretamos el cinturón. Deslizando la mano por la pared, con el primer ciego tras él, el médico avanzó hasta que sus dedos tocaron las tablas lisas de la puerta, Somos de la sala primera lado derecho. Avanzó un paso, pero su pierna chocó con un obstáculo, se dio cuenta de que era una cama atravesada, puesta allí como si fuera el mostrador de una tienda, Están organizados, pensó, esto no ha nacido improvisadamente. Oyó voces, pasos, Cuántos serán, la mujer le había hablado de unos diez, pero posiblemente serían muchos más, sin duda no estaban todos en el zaguán cuando se apropiaron de la comida. El de la pistola era el jefe, era su voz grosera y áspera la que decía, Vamos a ver las riquezas que nos trae la primera sala lado derecho, y luego, en tono más bajo, hablando con alguien que debía de estar muy cerca, Toma nota. El médico quedó perplejo, qué significa este Toma nota, sin duda hay alguien que puede escribir, por lo tanto hay alguien que no está ciego, ya son dos casos, Tenemos que andar con cuidado, pensó, mañana este individuo puede estar a nuestro lado sin que nos demos cuenta, el pensamiento del médico poco difería de lo que el primer ciego estaba pensando, Con la pistola y un espía, estamos listos, no levantaremos cabeza en nuestra vida. El ciego de dentro, capitán de los ladrones, había abierto ya la bolsa y, con manos hábiles, iba sacando, palpando e identificando los objetos, el dinero, sin duda distinguía por el tacto lo que era oro y lo que no lo era, y también por el tacto el valor de los billetes y de las monedas, es fácil cuando se tiene experiencia. Sólo pasados unos minutos el oído distraído del médico empezó a notar un ruido inconfundible, sin duda allí al lado alguien estaba escribiendo en alfabeto braille, también llamado anagliptografía, se oía el sonido al mismo tiempo sordo y nítido del puntero perforando el papel grueso y batiendo contra la plancha metálica del tablero inferior. Había, pues, un ciego normal entre los ciegos delincuentes, un ciego como todos aquellos a los que antes se daba el nombre de ciegos, evidentemente había sido atrapado en la red con los demás, pero no era el momento de hacer averiguaciones, Oiga, es usted de los ciegos modernos o de los antiguos, a ver, explíquenos su manera de no ver. Qué suerte han tenido éstos, aparte de tocarles un escribano, también podrán aprovecharlo como guía, un ciego entrenado es otra cosa, vale su peso en oro. Continuaba el inventario, de tiempo en tiempo el de la pistola pedía la opinión del contable, Qué crees que es esto, y el otro interrumpía el registro para dar un parecer, decía, Baratija, y en este caso el de la pistola comentaba, Muchas como ésta y no coméis, Es bueno, y entonces el comentario era, No hay como tratar con gente honrada. Al fin colocaron tres cajas encima de la cama, Os lleváis esto, dijo el de la pistola. El médico las contó, No son suficientes, dijo, recibíamos cuatro cuando la comida era sólo para nosotros, en el mismo instante notó la frialdad del cañón de la pistola en la garganta, para estar ciego no había sido mala puntería, Cada vez que reclames te quitaremos una caja, ahora largo de aquí, te llevas ésas, y da gracias a Dios por poder comer todavía. El médico murmuró, Está bien, recogió dos cajas, el primer ciego cargó con la otra, y, más lentos ahora porque llevaban peso, rehicieron el camino que los llevaría a la sala. Cuando llegaron al zaguán, donde parecía que no había nadie, el médico dijo, No volveré a tener una oportunidad así, Qué quiere decir, preguntó el primer ciego, Me puso la pistola en el cuello, podría habérsela quitado de las manos, Sería arriesgado, No tanto como parece, yo sabía dónde estaba la pistola y él no sabía dónde estaban mis manos, Aun así, Estoy seguro, en aquel momento él era el más ciego de los dos, fue una pena que no se me ocurriera, o quizá lo pensé y no tuve valor, Y luego, preguntó el primer ciego, Y luego, qué, Vamos a suponer que realmente conseguía quitarle el arma, estoy seguro de que no iba a ser capaz de usarla, Si tuviera la certeza de que se resolvía la situación, sí, Pero no está seguro, No, realmente no lo estoy, Entonces es mejor que las armas estén del lado de ellos, al menos mientras no las usen contra nosotros, Amenazar con un arma es ya atacar, Si le hubiese quitado la pistola, comenzaría la verdadera guerra, y lo más probable es que ni siquiera hubiésemos salido de allí, Tiene razón, dijo el médico, olvidaré todo esto, Lo que sí tiene que recordar es lo que me dijo antes, Qué le dije, Que algo va a ocurrir, Ocurrió ya, y no aproveché la ocasión, Otra cosa será, y no ésta.
Cuando entraron en la sala y tuvieron que presentar lo poco que llevaban para poner en la mesa, hubo quien creyó que la culpa era de ellos, por no haber reclamado y exigido más, para eso habían sido nombrados representantes del colectivo. Entonces, el médico explicó lo que había pasado, habló del ciego escribiente, de los modos insolentes del ciego de la pistola, de la pistola también. Los descontentos bajaron el tono, acabaron por concordar, sí señor, la defensa de los intereses de la sala está en buenas manos. Distribuyeron al fin la comida, hubo quien recordó a los impacientes que poco es más que nada, aparte de eso, por la hora que debía de ser, estaría a punto de llegar la comida del mediodía, Lo malo es si nos ocurre lo que al caballo del cuento, que murió cuando ya estaba acostumbrado al ayuno, dijo alguien. Los otros sonrieron pálidamente, y otro añadió, No sería mala idea, si es que el caballo, cuando muere, no sabe que va a morir.
El viejo del ojo vendado había entendido que su radio portátil, tanto por la fragilidad de su estructura como por la información conocida sobre su tiempo de vida útil, quedaba excluida de la lista de valores a entregar como pago de la comida, considerando que el funcionamiento del aparato dependía, en primer lugar, de tener o no tener pilas dentro, y, en segundo lugar, del tiempo que durasen. Por el sonido catarroso de la voz que aún salía de la cajita, era evidente que no debía esperarse mucho de ella. Decidió, pues, el viejo de la venda negra no repetir las audiciones públicas, pensando también que podían aparecer por allí los ciegos de la tercera sala, lado izquierdo y tener una opinión diferente, no por el valor material del aparato, prácticamente nulo a corto plazo, como quedó demostrado, sino por su valor de uso inmediato, que ése es sin duda altísimo, sin hablar ya de la plausible posibilidad de que haya pilas donde, al menos, hay una pistola. Anunció el viejo de la venda negra que oiría las noticias oculto bajo la manta, con la cabeza tapada, y que si hubiera alguna novedad interesante, avisaría de inmediato. La chica de las gafas oscuras le pidió que la dejase oír de vez en cuando un poquito de música, Sólo para no perder el recuerdo, justificó, pero el viejo fue inflexible, argumentando que lo importante era saber lo que estaba pasando fuera, que quien quisiera música la oyera dentro de su propia cabeza, que para algo bueno nos ha de servir la memoria. Tenía razón el viejo de la venda negra, la música de la radio rasguñaba como sólo es capaz de herir un mal recuerdo, y por eso la mantenía en el mínimo volumen sonoro que le era posible, mientras llegaban las noticias. Entonces avivaba un poco el sonido y apuraba el oído para no perder una sílaba. Luego, con palabras suyas, resumía la información y la transmitía a los vecinos más próximos. Así, de cama en cama, iban las noticias circulando por la sala, desfiguradas cada vez que pasaban de un receptor al receptor siguiente, disminuida o agravada la importancia de las informaciones, conforme al grado personal de optimismo o pesimismo propio de cada emisor. Hasta que llegó el momento en que las palabras se callaron y el viejo de la venda negra se encontró sin nada que decir. Y no fue porque la radio se hubiera averiado o se agotaran las pilas, la experiencia de la vida y de las vidas cabalmente demuestra que al tiempo no hay quien lo gobierne, parecía que este aparatito iba a durar poco, y alguien tuvo que callarse antes que él. A lo largo de todo el primer día vivido bajo la garra de los ciegos malvados, el viejo de la venda negra había estado oyendo las noticias y pasándoselas a los otros, rebatiendo por su cuenta la obvia falsedad de lo o amistas vaticinios oficiales, y ahora, avanzada la noche, con la cabeza al fin fuera de la manta, aplicaba el oído a la ronquera en que la débil alimentación eléctrica de la radio convertía la voz del locutor, cuando, de súbito, lo oyó gritar, Estoy ciego, después el ruido de algo que chocaba violentamente contra el micrófono, una secuencia precipitada de rumores confusos, exclamaciones, y, de repente, el silencio. Se había callado la única emisora de radio que se podía captar desde allí dentro. Durante mucho tiempo se mantuvo el viejo de la venda negra con la oreja pegada a la caja ahora inerte, como si esperara el regreso de la voz y el resto de las noticias. Sin embargo, adivinaba, sabía, que la voz no regresaría. El mal blanco no cegó sólo al locutor. Como un reguero de pólvora, había alcanzado, rápida y sucesivamente, a todos cuantos en la emisora se encontraban. Entonces, el viejo de la venda negra dejó caer el aparato al suelo. Los ciegos malvados, si viniesen a la rebatiña, buscando joyas escondidas, encontrarían confirmada la razón, si en tal cosa habían pensado, de por qué no habían incluido las radios portátiles en la lista de objetos de valor. El viejo de la venda negra se cubrió la cabeza con la manta, para poder llorar a gusto.