Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
Cuando, al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo, era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción de necesidades. Con todo, y aun sabiendo que son rarísimas las educaciones perfectas y que incluso los recatos más discretos tienen sus puntos débiles, hay que reconocer que los primeros ciegos traídos a esta cuarentena fueron capaces, con mayor o menor conciencia, de llevar con dignidad la cruz de la naturaleza eminentemente escatológica del ser humano. Pero ahora, ocupados como están todos los camastros, doscientos cuarenta, sin contar los ciegos que duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea en comparaciones, imágenes y metáforas, podría describir con propiedad el tendal de porquería que por aquí hay. No es sólo el estado a que rápidamente llegaron las letrinas, antros fétidos, como deberán ser, en el infierno, los desagües de las almas condenadas, sino también la falta de respeto de unos o la súbita urgencia de otros que, en poquísimo tiempo, convirtieron los corredores y otros lugares de paso en retretes que empezaron siendo de ocasión y acabaron siendo de costumbre. Los despreocupados o los urgidos pensaban, No tiene importancia, nadie me ve, y no iban más allá. Cuando fue imposible, en cualquier sentido, llegar a las letrinas, los ciegos empezaron a utilizar el cercado como aliviadero de todos sus desahogos y descomposiciones corporales. Los que eran delicados por naturaleza o por educación, se pasaban el día encogidos, aguantando como podían hasta la noche, pues se suponía que sería por la noche cuando en las salas habría más gente durmiendo, y entonces iban allá, agarrándose la barriga o apretando las piernas, en busca de tres palmos de suelo limpio, si los había en el inmenso tapiz de excrementos mil veces pisados, y, además, con el peligro de perderse en el espacio infinito del cercado donde no había más señal orientadora que los escasos árboles, cuyos troncos habían sobrevivido a la manía exploratoria de los antiguos locos, y también las pequeñas lomas, casi rasadas ya, que malcubrían a los muertos. Una vez al día, siempre al caer la tarde, como un despertador regulado para la misma hora, el altavoz repetía las conocidas instrucciones y prohibiciones, insistía en las ventajas del uso regular de los productos de limpieza, recordaba que había un teléfono en cada sala para reclamar el suministro necesario cuando faltase, pero lo que allí realmente se necesitaba era un chorro poderoso de manguera que se llevase por delante toda la mierda, y luego una brigada de fontaneros que reparasen las cisternas, las pusieran en funcionamiento, y después agua, agua en cantidad, para llevar a los sumideros lo que al desagüe debía ir, después, por favor, ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí. Estos ciegos, si no les ayudamos, no tardarán en convertirse en animales, peor aún, en animales ciegos. No lo dijo la voz desconocida, aquella que habló de los cuadros y de las imágenes del mundo, lo está diciendo, con otras palabras, muy entrada ya la noche, la mujer del médico, acostada al lado de su marido, cubiertas las cabezas con la misma manta, Hay que poner remedio a este horror, no aguanto más, no puedo seguir fingiendo que no veo, Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir, Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar, Ya es mucho lo que haces, Qué hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que veo, Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores, Tampoco nos ha hecho peores, Vamos camino de serlo, mira lo que pasa cuando llega el momento de distribuir la comida, Precisamente, una persona que viera podría encargarse de repartir los alimentos entre todos los que están aquí, hacerlo con equidad, con criterio, dejaría de haber protestas, acabarían esas disputas que me enloquecen, no sabes lo que es ver a dos ciegos pegándose, Siempre ha habido peleas, luchar fue siempre, más o menos, una forma de ceguera, Esto es diferente, Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica ni conmiseraciones, el mundo caritativo y pintoresco de los cieguitos se ha acabado, ahora es el reino duro, cruel e implacable de los ciegos, Si pudieras ver tú lo que yo estoy obligada a ver, querrías ser ciego, Lo creo, pero no es preciso, ciego ya estoy, Perdona, querido, si supieses, Lo sé, lo sé, pasé mi vida mirando al interior de los ojos de la gente, es el único lugar del cuerpo donde tal vez exista un alma, y si se perdieron, Mañana voy a decirles que veo, Ojalá no tengas que arrepentirte, Mañana les diré, hizo una pausa y añadió, A no ser que al fin también yo haya entrado en ese mundo.
No fue esta vez. Cuando despertó a la mañana siguiente, muy temprano, como solía, sus ojos veían tan claramente como antes. Los ciegos de la sala dormían aún. Pensó en cómo decirles que veía, si convocarlos a todos y anunciarles la novedad, quizá fuese preferible hacerlo de una manera discreta, sin alardes, contarles, por ejemplo, como sin darle importancia, Ya ven, quién había de pensar que iba yo a conservar la vista en medio de tantos que no la tienen, o quizá fuera más conveniente declarar que había estado realmente ciega y que de repente había recuperado la visión, sería hasta una manera de darles algo de esperanza, Si ella ha vuelto a ver, se dirían unos a otros, tal vez también nosotros, pero igualmente podría suceder que le respondieran, Si es así, váyase, en tal caso, objetaría que no podía irse de allí sin su marido, y como el ejército no dejaba salir a ningún ciego de la cuarentena, no tendrían más remedio que consentir que se quedase. Algunos ciegos se revolvían en los camastros, aliviaban los gases como todas las mañanas, pero la atmósfera no se tornó por eso más nauseabunda, seguro que había alcanzado ya el nivel de saturación. No era sólo el olor fétido que llegaba de las letrinas en vaharadas, en exhalaciones que daban ganas de vomitar, era también el hedor acumulado de doscientas cincuenta personas, cuyos cuerpos, macerados en su propio sudor, no podían ni sabrían lavarse, que vestían ropas cada día más inmundas, que dormían en camas donde no era raro que hubiera deyecciones. De qué servían el jabón, las lejías, los detergentes por ahí olvidados, si las duchas, muchas de ellas, estaban atascadas o rotas las cañerías, si los desagües devolvían el agua sucia, que salía de los cuartos de baño impregnando la madera del piso de los corredores, infiltrándose por las juntas de las tablas. En qué locura me voy a meter, dudó entonces la mujer del médico, aunque no exigiesen que los sirviera, cosa que podría suceder, yo misma no aguantaría sin ponerme a lavar, a limpiar, cuánto tiempo me durarían las fuerzas, ése no es trabajo para una persona sola. Su valor, que antes le había parecido tan firme, comenzaba a desmoronarse, a romperse en mil pedazos ante la realidad abyecta que invadía sus narices y ofendía sus ojos, ahora que se presentaba el momento de pasar de las palabras a los actos. Soy cobarde, murmuró exasperada, para eso más me valdría estar ciega, no andaría con veleidades de misionera. Se habían levantado tres ciegos, uno era el dependiente de farmacia, iban a tomar posiciones en el zaguán para recoger la parte de comida que correspondía a la primera sala. Faltando los ojos, no se podía decir que el reparto se hiciera a ojo, paquete más, paquete menos, al contrario, daba pena ver cómo se equivocaban al contar y volvían al principio, alguno, más desconfiado, quería saber exactamente lo que se llevaban los otros, siempre terminaban discutiendo, algún empujón, un sopapo a ciegas, como tenía que ser. En la sala ya todos estaban despiertos, dispuestos para recibir su parte, con la experiencia habían establecido un sistema bastante cómodo de hacer la distribución, empezaban por llevar toda la comida hasta el fondo de la sala, donde estaban los camastros del médico y de su mujer, y los de la chica de las gafas oscuras y el chiquillo que llamaba a su madre, y allí la iban a buscar, dos de cada vez, empezando por las camas más próximas a la entrada, uno derecha e izquierda, dos derecha e izquierda, y así sucesivamente, sin enfados ni atropellos, se tardaba más, es cierto, pero la tranquilidad compensaba la espera. Los primeros, es decir aquellos que tenían la comida al alcance de la mano, eran los últimos en servirse, excepto el niño estrábico, claro está, que siempre acababa de comer antes de que la chica de las gafas oscuras recibiese su parte, de lo que resultaba que una porción que debía ser de ella acababa invariablemente en el estómago del pequeño. Los ciegos estaban todos con la cabeza vuelta hacia el lado de la puerta, esperando oír los pasos de los compañeros, el rumor inseguro, inconfundible, de quien lleva una carga, pero el sonido que se oyó no fue ése, más bien parecía como si vinieran a la carrera, si tal proeza es posible tratándose de gente que no puede ver dónde pone los pies. Y, con todo, nadie podría decir otra cosa cuando ellos aparecieron jadeantes en la puerta. Qué habrá pasado para que hayan venido así, corriendo, y estén los tres intentando entrar al mismo tiempo para dar la inesperada noticia, No nos han dejado traer la comida, dijo uno, y los otros repitieron, No nos han dejado, Quién, los soldados, preguntó una voz cualquiera, No, los ciegos, Qué ciegos, aquí todos somos ciegos, No sabemos quiénes eran, dijo el dependiente de farmacia, pero creo que deben ser de aquellos que vinieron juntos, los últimos que llegaron, Y cómo es eso, por qué no os dejaron traer la comida, preguntó el médico, hasta ahora no ha habido ningún problema, Ellos dicen que eso se ha acabado, que a partir de hoy, quien quiera comer, tendrá que pagar. De todos los lugares de la sala saltaron las protestas, No puede ser, Quitarnos la comida, Cuadrilla de ladrones, Una vergüenza, ciegos contra ciegos, nunca pensé que viviría para ver una cosa así, Vamos a quejarnos al sargento. Alguno, más decidido, propuso que se juntaran todos para ir a reclamar lo que era suyo, No será fácil, fue la opinión del dependiente de farmacia, son muchos, me quedé con la impresión de que era un grupo grande, y lo peor es que están armados, Armados, cómo, Palos al menos tienen, todavía me duele este brazo del estacazo que me pegaron, dijo uno, Vamos a tratar de resolver todo esto por las buenas, dijo el médico, voy con vosotros a hablar con esa gente, aquí debe de haber un malentendido, Bien, doctor, lo acompaño, pero, por los modos que tienen, dudo mucho que consigamos convencerlos, dijo el dependiente de farmacia, De cualquier manera, tenemos que ir, la cosa no puede quedarse así, Yo voy contigo, dijo la mujer del médico. Salió de la sala el pequeño grupo, menos el que se quejaba del brazo, ése creía que había cumplido ya con su obligación, y se quedó contando a los otros la arriesgada aventura, la comida allí, a dos pasos, y una muralla de cuerpos defendiéndola, Con palos, insistía.
Avanzando juntos, como una piña, emprendieron el camino entre los ciegos de las otras salas. Cuando llegaron al zaguán, la mujer del médico comprendió que no iba a ser posible ningún acuerdo diplomático, y que, probablemente, no lo sería nunca. En medio del zaguán, cubriendo las cajas de comida, un círculo de ciegos armados de palos y hierros arrancados de las camas, apuntando hacia delante como bayonetas o lanzas, hacía frente a la desesperación de los ciegos que los rodeaban y que, con torpes intentonas, procuraban entrar en la línea defensiva, algunos, con la esperanza de encontrar una abertura, un postigo mal cerrado, aguantaban los golpes en los brazos extendidos, otros se arrastraban a gatas hasta tropezar con las piernas de los adversarios, que los recibían a palos y puntapiés. Golpe ciego, se suele decir. No faltaban en el cuadro las protestas indignadas, los gritos furiosos, Exigimos nuestra comida, Reclamamos el derecho al pan, Bribones, Golfos, Esto es un robo, sinvergüenzas, Parece imposible, hubo incluso un ingenuo o distraído que dijo, Llamad a la policía, tal vez allí los hubiera, policías, la ceguera, ya se sabe, no mira oficios y menesteres, pero un policía ciego no es lo mismo que un ciego policía, y en cuanto a los dos que conocíamos, ésos están muertos y, con mucho trabajo, enterrados. Impelida por la esperanza absurda de que una autoridad viniera a restaurar en el manicomio la paz perdida, a fortalecer la justicia, a devolver la tranquilidad, una ciega se acercó como pudo a la puerta principal y gritó a los aires, Ayúdennos, que éstos nos quieren robar la comida. Los soldados hicieron oídos sordos, las órdenes que el sargento recibiera del capitán que había pasado en visita de inspección eran perentorias, clarísimas, Si se matan entre ellos, mejor, quedarán menos. La ciega se desgañitaba como las locas de antes, casi loca ella también, pero de puro desconsuelo. Al fin, dándose cuenta de la inutilidad de sus llamadas, se calló, sollozando se volvió para dentro y, sin darse cuenta de por dónde iba, recibió en su cabeza desprotegida un estacazo que la derribó. La mujer del médico quiso correr a levantarla, pero la confusión era tal que no pudo dar ni dos pasos. Los ciegos que habían venido a reclamar la comida empezaban a retroceder a la desbandada, perdida toda orientación tropezaban unos con otros, caían, se levantaban, volvían a caer, algunos ni lo intentaban, se dejaban estar, postrados en el suelo, agotados, míseros, retorciéndose de dolor con la cara contra las losetas. Entonces, la mujer del médico, aterrorizada, vio cómo uno de los ciegos cuadrilleros sacaba del bolsillo una pistola y la alzaba bruscamente en el aire. El disparo hizo soltarse del techo una gran placa de estuco que cayó sobre las desprevenidas cabezas, aumentando el pánico. El ciego gritó, Quietos todos ahí, y callados, si alguien se atreve a levantar la voz, tiraré al cuerpo, no al aire, caiga quien caiga, luego no os quejéis. Los ciegos ni se movieron. El de la pistola continuó, Lo dicho, y no hay vuelta atrás, a partir de hoy seremos nosotros quienes nos encarguemos de la comida, están avisados todos, y que no se le ocurra a nadie salir a buscarla, vamos a poner guardias en esta entrada, y quien se acerque las va a pagar, de aquí en adelante, la comida se vende, y quien quiera comer tendrá que aflojar los cuartos, Y cómo vamos a pagar, preguntó la mujer del médico, He dicho que todos callados, ni una palabra, gritó el de la pistola moviendo el arma ante él, Alguien tendrá que hablar, necesitamos saber cómo actuamos, dónde encontraremos la comida, si vamos todos juntos o uno a uno, Ésta se las da de lista, comentó uno del grupo, si le pegas un tiro será una boca menos, Si la viera ya tenía una bala en la barriga. Luego, dirigiéndose a todos, Volved inmediatamente a las salas, ja, ja, cuando hayamos llevado la comida para dentro ya diremos lo que tienen que hacer, Y el pago, volvió a preguntar la mujer del médico, cuánto nos va a costar un café con leche y una galleta, La tía se la está jugando, dijo la misma voz, Déjamela a mí, dijo el otro, y cambiando de tono, Cada sala nombrará dos responsables que se encargarán de recoger todo lo que haya de valor, todo, de cualquier tipo, dinero, joyas, anillos, pulseras, pendientes, relojes, todo lo que tengan, y luego lo llevan a la tercera sala del lado izquierdo, que es donde estamos, y si quieren un consejo de amigo, que no se les pase por la cabeza engañarnos, sabemos que algunos van a esconder parte de lo que tengan de valor, pero les advierto que ésa será una idea pésima, si lo que nos entregáis no nos parece suficiente, simplemente no coméis, tendréis que entreteneros masticando los billetes y los brillantes. Un ciego de la segunda sala, lado derecho, preguntó, Y cómo hacemos, entregamos todo de una vez o vamos pagando conforme vayamos comiendo, Por lo visto no me he explicado bien, dijo el de la pistola riéndose, primero pagáis, después comeréis, y, en cuanto a lo de pagar según vayáis comiendo, eso exigiría una contabilidad muy complicada, lo mejor es que lo llevéis todo de una vez, y ya veremos qué cantidad de comida merecéis, estáis avisados, que no se os ocurra esconder nada, porque a quien lo haga le va a costar muy caro, y para que veáis que actuamos legalmente, os advierto que después de que entreguéis lo que tengáis, haremos una inspección, y ay de vosotros si encontramos algo, aunque sólo sea una moneda, y ahora, fuera de aquí todos, rápido. Alzó el brazo y disparó de nuevo, Cayó un pedazo más de yeso. Y tú, dijo el de la pistola, no olvidaré tu voz, Ni yo, tu cara, respondió la mujer del médico.