Entre nosotros (20 page)

Read Entre nosotros Online

Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

BOOK: Entre nosotros
3.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando bajé a la cocina Gabriel y Arisa estaban charlando sentados a la mesa. Además del café, había una bandeja con donuts y tostadas. Al ver aquella comida, mi estómago rugió, supongo que para recordarme que en la últimas dieciséis horas solamente le había proporcionado un triste sándwich, insuficiente para cubrir el gasto energético al que había sometido a mi cuerpo, física y mentalmente. No sé quién de los dos, Gabriel o yo, devoramos lo que nos había preparado Arisa con más rapidez, pero de lo que estoy seguro es que ella se limitó al café. No porque no tuviera hambre, que seguro la tenía, ya que no había cenado, sino porque nosotros nos comportamos como dos leones peleando por una presa que había cazado nuestra leona.

Al acabar aquel desayuno temprano o aquella cena tardía, nos dispusimos a ponernos en marcha camino de Syracuse. Ya estábamos los tres en el coche, cuando Gabriel dijo que se había olvidado una cosa y salió camino de la cabaña. Un par de minutos después regresó con lo que se había olvidado, el dibujo que le había hecho a su madre, llevando la cinta azul. Cuando Arisa lo vio, se ve que no pudo contenerse y entre lágrimas besó a Gabriel, que esta vez no se puso rojo. Yo me la quedé mirando con carita de pena, y creo que entendió enseguida que, aunque mi situación no era como la de nuestro amigo, yo también necesitaba una pequeña muestra de cariño y me besó a mí también. Creo que ejerció de madre sustituta con nosotros al hacer aquello.

Llegamos a Syracuse cuando ya estaba amaneciendo. Seguramente los vampiros que había secuestrado al seños Shine ya estaría a estas horas en sus refugios neoyorkinos. Antes de entrar en el hotel que estaba junto al aeropuerto, Gabriel nos dijo que cogiéramos solamente ropa para cambiarnos al levantarnos, ya que era una tontería sacar el equipaje del coche si sólo íbamos a descansar unas horas antes de ir a comprar los billetes de los primeros aviones que nos pudiesen llevar a Nashville o a Memphis y a Boston.

En la recepción del hotel, Gabriel se registró como Daniel Berger, enseñando un carnet de conducir en el que aparecía su foto y ese nombre. Supongo que había decidido seguir el plan de fuga ideado por su padre y no quería dejar rastro. Lo de llamarse Berger —apellido nórdico— colaba con su aspecto físico, ya que Gabriel era bastante alto y muy rubio, aunque sus padres fueran ambos morenos. Cosas de la genética rebotada, supongo.

Pidió una habitación doble para él y para mí, y una individual para Arisa, pero ella comentó que prefería dormir con nosotros. No le preguntamos la razón, pero fuera cual fuese seguro que estaba muy justificada. Supongo que era porque necesitaba tener a alguien cerca, después de lo mal que lo había pasado aquel día, para sentirse más segura y tranquila. Gabriel preguntó si había habitaciones triples y el recepcionista le dijo que estaban todas ocupadas, pero que había dobles que tenían un sofá nido y que nos podía dar una de esas, aunque nosotros tendríamos que encargarnos de hacer esa tercera pseudocama, ya que no había servicio de habitaciones a esas horas de la madrugada.

Arisa y yo nos acostamos en las camas convencionales y Gabriel en la falsa del sofá. No tardé mucho en dormirme, aunque lo hice un poco más tarde que el otro hombre de la habitación, que se puso a roncar dos minutos después de darnos las buenas noches, aunque ya era de día. La única que parecía no poder dormir era Arisa, ya que me despertó poco después de que me hubiese dormido, con la mítica frase: «¿Estás despierto?». Cuando te despiertan con esa pregunta, te imaginas que la otra persona la ha estado repitiendo cien veces hasta que deja de ser una pregunta para convertirse en una comprobación empírica. Eso es lo que piensas porque sueles tener aprecio a esa persona, ya que lo más seguro es que solamente hace esa pregunta dos veces; la primera para comprobar si es cierto y la segunda después de haberte movido violentamente, soplado en el oído, etcétera. Me pidió que saliéramos un momento al pasillo, para poder charlar sin despertar a Gabriel.

—He pensado que podríamos quedarnos un par de días más con Gabriel —empezó diciendo Arisa—. El pobre debe de estar destrozado y no tiene a nadie.

—Supongo que irá a ver al señor ese al que le tiene que dar la carta de su padre.

—Ya, pero eso no es lo mismo. No es lo que estoy intentando decirte. Esta noche han secuestrado a su padre y a lo mejor ya lo han matado. Además ha descubierto que a su madre la asesinaron unos vampiros y que está en ese sitio que descubristeis y que debe de ser horrible.

—Horrible es poco, Arisa.

—Pues imagina que te enteras de que te pasa a ti eso. Que a tu padre se lo llevan unos vampiros o lo que sea, da igual, y que a tu madre le pasó lo mismo, que no está enterrada donde ibas a llorarla.

—Mi madre también murió, Arisa.

—¿Ah, sí? No lo sabía, lo siento.

—Murió de leucemia, hace cuatro años y pico.

—Lo siento, de verdad, pero eso quizá te haga entender mejor lo que te estoy diciendo. Piensa que esta noche es como si hubiese muerto su madre otra vez y que, encima, puede que haya muerto su padre también. No tiene a nadie y lo va a pasar muy mal.

—¿Quieres que nos quedemos hasta que se recupere?

—No, tanto tiempo no, pero deberíamos retrasar nuestro viaje unos días para estar a su lado, y si tiene que llorar, desahogarse o lo que sea, que tenga un amigo cerca.

—Tengo muchas ganas de volver a casa, Arisa.

—Ya, lo entiendo, pero solamente serán un par de días.

—Creo que tienes razón, Él es un buen tipo y me ha tratado muy bien. Vale casi me matan por su culpa, pero es un amigo, al menos así lo considero yo.

—Para mí también es un amigo y ahora nos necesita.

Arisa y yo pensamos que Gabriel no estaría de acuerdo con que nos quedásemos con él unos cuantos días más, así que no le dijimos nada. Una vez en el aeropuerto, comprobamos que había dos vuelos a media tarde que salían de Syracuse rumbo a Boston y Memphis; no había ninguno a Nashville. Gabriel se alegró mucho de que ese mismo día pudiésemos regresar a casa. Entonces nosotros pusimos en marcha nuestro plan y le pedimos que nos dejara dinero para comprar nuestros respectivos billetes mientras él podía ir al restaurante del aeropuerto a pedir mesa para tres, ya que tampoco habíamos comido nada desde las tostadas y los donuts de la cena-desayuno de Ithaca. Gabriel picó el anzuelo, nos dio dinero y Arisa y yo compramos los billetes de esos mismos vuelos pero para volver a casa tres días después. Cuando le dijimos la verdad se enfadó muchísimo y nos pidió que cambiásemos los billetes inmediatamente, pero nos negamos.

—¿Sois idiotas o qué os pasa? ¿No entendéis que estáis en peligro? —nos preguntó muy alterado.

—No somos idiotas, Gabriel, lo que ocurre es que no queremos dejarte solo —le contestó Arisa.

—¿Pensáis que esto se ha acabado? No, ni por asomo, esto acaba de comenzar —dijo Gabriel, con una sonrisa que demostraba incredulidad ante nuestra decisión—. Estoy seguro de que van a seguir buscándonos. A lo mejor esta tarde se presentan aquí.

—No pueden saber dónde estamos —dije yo—. Has registrado la habitación con un nombre falso. ¿Van a buscarnos habitación por habitación por todos los hoteles de la zona?

—Tú quizá no seas consciente de lo que te ocurre, Gabriel —apuntó Arisa.

—A mí no me ocurre nada —dijo él.

—Mira, una cosa es que te quieras hacer el fuerte o que creas que debes seguir lo que tu padre ha dicho, pero nosotros pesamos que no puedes estar bien del todo —dijo Arisa.

—La verdad es que no quiero ni pensar en cómo me siento. No quiero pararme ni un segundo a compadecerme, a enfadarme o a asustarme —dijo Gabriel, reconociendo que, como decía Arisa, estaba muy tocado anímicamente.

—Solamente serán un par de días. A nosotros nos vendrá bien descansar antes de volver, y la verdad es que si te dejamos tal como estás ahora, no estaremos tranquilos —dijo Arisa, mirándome todo el tiempo para que asintiera y así dejara claro que yo secundaba sus palabras.

—Aquí no corremos peligro, Gabriel, y creo que podemos aprovechar el tiempo para descansar y pensar en qué vamos a hacer a partir de ahora —añadí yo.

—Yo iré a llevarle la carta que me dio mi padre a aquel hombre —dijo Gabriel—. Es lo que tenía pensado hacer hoy mismo.

—Deja que te acompañemos y si aquel hombre te da con la puerta en las narices, entonces te puedes venir conmigo y hablar con mi padre —propuso Arisa.

—O te puedes venir conmigo a Tennessee —añadí yo.

—Vale, si así os quedáis más tranquilos, haré lo que decís —acabó aceptando Gabriel.

—Genial, pero creo que podríamos ir mañana a buscar a ese hombre y hoy descansar como Dios manda —dijo Arisa—. ¿Dónde vive ese señor?

—En Nueva York, cerca del campus de Columbia —contestó Gabriel.

—¿Otra vez Nueva York? Voy a acabar cogiéndole manía a esa ciudad de las narices —dije yo—. Al menos espero que ese tipo no sea un vampiro camuflado u otro bicho de esos.

Al salir del aeropuerto nos topamos con el padre Karras. Me reconoció enseguida y yo también a él, aunque en mi caso era más fácil porque yo no tenía pinta de exorcista ni tenía una cicatriz cruzándome la cara. Le presenté a Arisa y a Gabriel, pero teniendo la delicadeza de no decir su nombre, pues sabía que no se llamaba Karras, me limité a decir: «Padre, estos son mis amigos Arisa y Gabriel». Esperaba que él al saludar a sus nuevos conocidos dijera su nombre, pero no lo hizo, así que para mí sigue siendo el padre Karras, aunque descubriese ese día que no era exorcista.

—¿Vuelves a casa, Abel? —me preguntó, deduciendo que si estaba en el aeropuerto es porque iba a volver a Tennessee.

—No, padre, aún no. Voy a quedarme un par de días más por aquí.

—Muy bien, hijo, que disfrutes.

—¿Y usted viaja de nuevo a Memphis?

—No, esta vez he de ir a Seatle.

—¿A hacer algún exorcismo? —le pregunté, el mismo tiempo que me daba cuenta de que acababa de meter la pata.

—¿Un exorcismo? ¿Cómo se te ha podido ocurrir tal cosa?

—¿No es usted exorcista?

—No, hijo, no lo soy. ¿Por qué has pensado eso?

—Pues por el maletín, el traje negro…

—Ves demasiadas películas.

—Bueno, también lo he pensado por lo de la cicatriz.

—No entiendo por qué una cicatriz te ha hecho pensar eso.

—Ya, es porque me imaginé que se la había hecho algún endemoniado en mitad de un exorcismo.

—Pues vaya uñas debía de tener.

—¡Vaya imaginación! No, esta cicatriz me la hizo una novia a la que dejaron plantada en el altar.

—Pues vaya uñas debía de tener.

—No, me lo hizo con un adorno en forma de flecha que había en un candelabro de pie de la iglesia. Fue algo muy triste. Pasó hace unos dieciocho años. Yo entonces era párroco en un pueblo de Ohio. La pobre mujer estaba embarazada y el canalla del padre de la criatura ni se presentó. Entonces le dio un ataque de nervios e intentamos calmarla, pero no hubo manera. Le abrió la cabeza al fotógrafo con el candelabro y a mí me hizo esta cicatriz. El sacristán también recibió lo suyo, una patada en sus partes. El pobre estaba en el suelo retorciéndose de dolor y ella, mientras el pobre se quejaba, le decía: «Todos los hombre sois iguales». Luego se volvió a la gente que estaba en la ceremonia y añadió: «Y los de Ohio peores que los demás». Ahora me hace gracia, pero lo pasé muy mal ese día. Solamente espero que su hija, porque recuerdo que me dijo que estaba embarazada de una niña a la que quería llamara Lucy, sea una jovencita feliz a la que Dios la llene de gracias para compensar las penas de su madre.

Fue algo decepcionante saber que al padre Karras no le había hecho aquella cicatriz alguna poseída escupidora de mocos gigantes, aunque su aventura con aquella loca preñada tampoco estaba mal. No sé por qué, pero lo que me había contado me sonaba de algo, quizá porque alguien había hecho un telefilme o alguna otra sandez televisiva basada en algún caso similar.

Volvimos al hotel y Gabriel dijo en la recepción que íbamos a quedarnos un par de noches más. Los tres dormimos una pequeña siesta de un par de horas, para sumarlas de alguna manera a las cuatro o cinco que habíamos dormido por la mañana.

Al despertar, fuimos a dar una vuelta por Syracuse y me pareció muy similar a Ithaca; supongo que cada zona tiene un modelo de ciudad estándar que van aplicando después de comprobar que funciona. Cenamos en un restaurante italiano —Dino’s, Gino’s no recuerdo— y durante la cena no hablamos en ningún momento ni de vampiros ni de ataúdes vacíos ni de nada que nos recordase lo que había pasado y que nos hiciese pensar en lo que podía pasar a partir de entonces. Éramos tres amigos cenando en un italiano, hablando de cosas normales: música, cine, de la decoración del local, de que la camarera parecía que tenía una teta más grande que la otra, de que si aquello era una tapadera para la mafia, etcétera.

Después de cenar nos dimos una vuelta por el puerto. Los de Syracuse tienen el lago Ontario que no está mal, pero el Cayuga, al menos desde el montículo de la tumba vacía de la madre de Gabriel, le daba cien vueltas a simple vista. Después del paseo, volvimos al hotel.

Con las tonterías era ya medianoche y teníamos pensado levantarnos a eso de las ocho de la mañana para llegar a Nueva York al mediodía, por eso me metí en la cama nada más entrar en la habitación y no me di cuenta de que tenía una llamada perdida de mi padre. Al despertarme, le llamé y jamás le conté tantas mentiras en menos espacio de tiempo.

—¿Papá, me llamaste anoche?

—Sí, Abel, ¿pasa algo, hijo?

—¿A qué te refieres con algo?

—¿Tú estás bien?

—Sí, un poco cansado tal vez, pero estoy bien.

—Pero sigues en Ithaca, en el seminario ese, ¿no?

—Sí, aquí, labrándome un porvenir en el mundo de las letras.

—Es que anoche vinieron unos hombres preguntando por ti.

—¿Quiénes eran?

—Se identificaron como agentes del FBI.

—No me jodas. ¿En serio?

—En serio, hijo.

—¿Y estás seguro de que preguntaban por mí?

—Sí, por ti, no hay duda. Yo ya me había acostado y llamaron a la puerta a eso de las once de la noche. Me dijeron que querían localizarte porque querían hablar contigo sobre no sé qué historia de algo que pasó en Nueva York. ¿Pasó algo en Nueva York?

—No, ni siquiera he ido a la ciudad. ¿Les dijiste dónde estaba?

—Sí, les dije que estabas en Ithaca, en casa del señor Shine, que era un escritor. No recordaba la dirección. Me pidieron el número de tu teléfono, pero no se lo di; quería hablar contigo antes.

Other books

The Extra by Kenneth Rosenberg
Ghost in the Wires: My Adventures as the World’s Most Wanted Hacker by Mitnick, Kevin, Steve Wozniak, William L. Simon
It Begins with a Kiss by Eileen Dreyer
The Fabric of America by Andro Linklater
The Savior by Eugene Drucker
Larque on the Wing by Nancy Springer
Threats by Amelia Gray
Rapunzel Untangled by Cindy C. Bennett