Entrevista con el vampiro (10 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Podía ver la figura de Lestat en la ventana. Estaba presa del pánico.

—Dame esa llave —insistí—. No permitas que nadie entre hasta la caída del sol. Te juro que jamás te haré daño.

—Y si no lo hago..., si creo que tú eres un emisario del demonio... —dijo ella entonces, y quiso volver la cara. Alcancé la vela y la apagué. Me vio de pie dando la espalda a la ventana gris.

—Si no lo haces y crees que soy un emisario del demonio, moriré —dije—. Dame esa llave. Podría matarte ahora si quisiera, ¿no es así?

Y me acerqué a ella y me mostré de cuerpo entero; ella dio un respingo y un paso atrás y se agarró al brazo del sillón.

—Pero no lo haría. Prefiero morir a matarte. Y moriré si no me das esa llave, como te ruego.

Lo logré. No sé lo que pensó. Pero me dio una de las grandes habitaciones-alacena donde se añejaba el vino, y estoy seguro de que nos vio a mí y a Lestat llevando los ataúdes. No sólo cerré la puerta con llave sino que levanté una barricada.

Lestat estaba levantado cuando me desperté al siguiente atardecer.

—Entonces, ella cumplió su palabra.

—Sí; sólo que había hecho algo más: no sólo había respetado nuestra puerta cerrada sino que la había vuelta a cerrar desde afuera.

—¿Y las historias de los esclavos...? Ella las había oído.

—Así fue. No obstante, Lestat fue el primero en notar que estábamos encerrados. Se enfureció. Había pensado irse a Nueva Orleans lo antes posible. Ahora sospechaba de mí.

—Sólo te necesitaba cuando mi padre vivía —dijo, y trató desesperadamente de encontrar una salida; el lugar era una mazmorra—. Ahora no te voy a tolerar nada. Te lo advierto.

Ni siquiera quería darme la espalda. Me quedé sentado tratando de oír las voces en la habitación de arriba, deseando que se callara, sin quererle confiar en ningún instante mis sentimientos por Babette o mis esperanzas.

Asimismo, pensaba en otra cosa. Me preguntaste sobre sentimientos y frialdad. Uno de sus aspectos —distanciamiento y sentimiento, debería decir— es que puedes pensar dos cosas al mismo tiempo. Puedes pensar que no estás seguro y que puedes morir, y puedes pensar en algo muy abstracto y remoto. Y eso fue exactamente lo que me sucedió. En ese momento yo pensaba en silencio y con profundidad en la amistad sublime que podríamos haber tenido con Lestat; qué pocos impedimentos podría haber habido, y todo lo que podríamos haber compartido. Quizá la proximidad de Babette fue lo que me hizo pensar en eso; porque, ¿cómo podría realmente haber conocido a Babette salvo, por supuesto, de una sola manera definitiva; tomarle la vida, unirme a ella en un abrazo mortal, cuando mi alma se uniría con su corazón y se nutriría de él? Pero mi alma quería conocer a Babette sin mi necesidad de matar, sin robarle todo aliento de vida, toda gota de sangre. Pero Lestat, ¡cómo podríamos habernos conocido de haber sido él un hombre de carácter, un hombre aunque sólo fuera de algunos pensamientos! Las palabras del anciano volvieron a mí: Lestat, un alumno brillante, un amante de los libros que habían sido quemados. Yo sólo conocía al Lestat que despreciaba mi biblioteca, que la llamaba una pila de polvo, que ridiculizaba constantemente mis lecturas, mis meditaciones.

Me di cuenta entonces de que la casa se aquietaba. De tanto en tanto sonaban unos pasos y crujían los tablones, por cuyas hendeduras se filtraba una claridad fantástica e irreal. Podía ver a Lestat tocando las paredes de ladrillo con su duro rostro de vampiro convertido en una máscara retorcida de frustración humana. Yo estaba seguro de que ahora debíamos separarnos; de que, si fuera necesario, yo debía poner un océano entre los dos. Y me di cuenta de que lo había tolerado todo ese tiempo debido a mis dudas. Me engañé pensando que me quedaba por el anciano y por mi hermana y su marido. Pero me quedé con Lestat porque temía no conocer secretos esenciales que, como vampiro, yo solo debía descubrir, y, lo que es más importante, porque él era el único de mi especie que yo conocía. Jamás me había contado su conversión en vampiro o dónde podía encontrar a alguien de mi especie. Esto entonces me afligía mucho. Del mismo modo que lo había hecho durante cuatro años. Lo odiaba y quería abandonarlo; sin embargo, ¿podía hacerlo?

En el ínterin, mientras yo pensaba todo esto. Lestat continuó con sus diatribas: no me necesitaba; no iba a tolerar más nada, y mucho menos una amenaza de los Freniere. Teníamos que estar listos para cuando se abriera esa puerta.

—Recuerda —me dijo finalmente—: Velocidad y fortaleza; no nos pueden igualar en eso. Y el miedo. Recuerda siempre dar miedo. ¡Ahora no seas un sentimental! ¡Nos harás perder todo!

—¿Quieres continuar a solas después de esto? —le pregunté. Quería que él dijese que sí. Yo no tenía la valentía. O al menos, no conocía mis sentimientos.

—¡Quiero ir a Nueva Orleans! —dijo—. Simplemente te advertía que no te necesito más. Pero, para escapar de aquí, nos necesitamos. ¡Ni siquiera sabes empezar a usar tus poderes! ¡No tienes un sentido innato de lo que eres! Usa tus poderes persuasivos si viene esa mujer. Pero si viene acompañada de otros, entonces, prepárate a actuar como lo que eres.

—¿Qué soy? —le pregunté, porque eso nunca me había parecido tan misericordioso como en ese momento—. ¿Qué soy?

Él se disgustó totalmente. Se llevó las manos a la cabeza.

—Prepárate... —dijo, ahora, haciendo relucir sus magníficos dientes— ¡a matar! —De improviso, miró los tablones del techo—. Se van a dormir, ¿los oyes?

En un silencio prolongado, Lestat seguía caminando y yo continuaba sentado allí meditando, devanándome los sesos acerca de lo que debía hacer o decirle a Babette; o, aún más profundamente, buscando la respuesta a una pregunta más difícil: ¿qué sentía yo por Babette? Después de largo rato, una luz relumbró debajo de la puerta. Lestat estaba a punto de saltar encima de quien apareciera. Era Babette, que entró sola, con una lámpara. No vio a Lestat, que se quedó detrás de ella y mirándome fijamente.

Jamás la había visto como entonces: tenía el pelo arreglado para acostarse, y era una masa de ondas oscuras detrás de su camisón blanco. Y su cara estaba llena de tensión y terror. Esto le daba una apariencia febril, y sus grandes ojos castaños parecían aún más intensos. Como te he dicho, yo amaba su fortaleza y su honestidad, la grandeza de su alma. Y no sentía pasión por ella tal como podrías sentirla tú. Pero la encontré más atractiva que ninguna mujer que conociera en mi vida mortal. Incluso en el severo camisón, sus brazos y sus pechos eran redondos y suaves y más me pareció un alma fascinante vestida que una carne rica y misteriosa. Yo, que soy duro y preciso y concentrado en un solo propósito, me sentí atraído irresistiblemente por ella: sabiendo que sólo culminaría en la muerte, me alejé al instante, preguntándome si cuando miraba a mis ojos, ella los encontraba muertos y examines.

—Tú eres quien se acercó anteriormente a mí —dijo ella como si no hubiera estado segura—. Y eres el amo de Pointe du Lac. ¡Lo eres!

Yo sabía, cuando ella habló, que debía haber oído las historias más generosas sobre la noche anterior y que no me sería posible convencerla de ninguna mentira. Había utilizado mi aparición sobrenatural en dos ocasiones para presentarme a ella; ahora no podía ocultar ese hecho ni restarle importancia.

—No quiero hacerte daño —le dije—. Únicamente necesito un carruaje y unos caballos... Anoche dejé los caballos pastando.

Ella no parecía escuchar mis palabras; se acercó más, decidida a verme en el círculo de su luz.

Y entonces vi a Lestat detrás de ella. Sus sombras se fundían en una sola sobre la pared de ladrillos; estaba ansioso y era peligroso.

—¿Me proporcionarás el carruaje? —insistí. Ahora me miraba con la lámpara en alto; y, cuando quise desviar la mirada, vi que su rostro cambiaba. Quedó inmóvil, en blanco, como si estuviera perdiendo la conciencia. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Se me ocurrió que de alguna manera le había producido un trance sin el menor esfuerzo de mi parte.

—¿Quién eres? —susurró—. Vienes del infierno. ¡Venías de parte del demonio cuando llegaste ante mí!

—¡El demonio! —le contesté. Esto me afligió más de lo que imaginé que podía hacerlo. Si se lo creía, entonces creería que mis consejos habían sido malos; pondría todo en duda otra vez. Su vida era rica y buena, y yo sabía que ella no debía hacer eso. Como toda la gente fuerte, ella sufría, en cierta medida, de soledad; era una marginada, una secreta infiel de alguna índole. Y el equilibrio en que vivía podía trastocarse si ponía en duda su propia bondad. Me miró con un horror manifiesto.

Fue como si, horrorizada, se hubiera olvidado de su propia vulnerabilidad. Y ahora Lestat, que era atraído a la debilidad como un muerto de sed al agua, la cogió de la muñeca, y ella gritó y dejó escapar la lámpara. Las llamas se esparcieron sobre el petróleo derramado, y Lestat la empujó hacia la puerta abierta.

—¡Consigue el carruaje! —le dijo—. Lo consigues ahora mismo, y los caballos también. Estás en peligro mortal; ¡no hables de demonios!

Apagué las llamas con los pies y seguí a Lestat gritándole que la dejara. Él la tenía por las muñecas y ella estaba furiosa.

—Despertarás a toda la casa si no te callas —me dijo él—. ¡Y yo la mataré! Consigue el carruaje... Llévanos; habla con el chico del establo —le dijo, sacándola por la fuerza al aire libre.

Nos movimos lentamente por el patio a oscuras; mi disgusto era casi insoportable; Lestat iba adelante y, entre los dos, Babette, que avanzaba de espaldas, con sus ojos escrutando la oscuridad para vernos.

—¡No os conseguiré nada! —dijo ella.

Yo cogí a Lestat del brazo y le dije que me dejara hacer las cosas a mí.

—Ella revelará nuestra identidad a todo el mundo a menos que me dejes hablar con ella —le susurré.

—Entonces, domínate —dijo disgustado—. Sé fuerte y no te enternezcas.

—Sigue adelante mientras hablo con ella... Vete a los establos y consigue el carruaje y los caballos. ¡Pero no mates a nadie!

Yo no sabía si me obedecería o no, pero se alejó rápidamente cuando me acerqué a Babette. Su rostro expresaba una mezcla de furia y resolución.

Ella dijo:


Aléjate de mí, Satán.

Y entonces me quedé allí ante ella, mudo, mirándola nada más y manteniéndole la mirada tal como ella hacía con la mía. Su odio hacia mí me quemaba como el fuego.

—¿Por qué me dices eso? —le pregunté—. ¿Fueron malos los consejos que te di? ¿Te hice algún daño? Vine a ayudarte, a darte fuerzas. Sólo pensé en ti cuando no tenía la menor necesidad de hacerlo.

Ella sacudió la cabeza.

—Pero, ¿por qué, por qué me hablas así? —preguntó ella—. Sé lo que hiciste en Pointe du Lac; ¡allí has vivido como un demonio! ¡Los esclavos están llenos de historias! Durante todo el día, los hombres han estado en el camino del río de Pointe du Lac; mi marido estuvo allí. Él vio la casa en ruinas, los cuerpos de los esclavos diseminados por los huertos, por los campos. ¿Qué eres tú? ¿Por qué me hablas bondadosamente? ¿Qué pretendes de mí?

Ella se aferró a los pilares del porche y se balanceó para adelante y para atrás en la escalera. Algo se movió arriba en la ventana iluminada.

—Ahora no te puedo dar las respuestas —le dije—. Créeme cuando te digo que vine a ti con la única intención de hacer el bien. Y que anoche no te habría traído preocupaciones ni problemas de haber podido evitarlo.

El vampiro se detuvo.

El muchacho quedó con el cuerpo hacia adelante y los ojos muy abiertos. El vampiro estaba helado, con la mirada en blanco, hundido en sus propios pensamientos, en sus recuerdos. Y, súbitamente, el joven bajó la mirada, como si fuera el acto respetuoso que le correspondía hacer. Volvió a mirar al vampiro y luego desvió sus ojos, con el rostro tan compungido como el del vampiro; y entonces empezó a decir algo, pero se detuvo.

El vampiro lo miró y estudió; de modo que el chico se ruborizó y volvió a desviar la mirada ansiosamente. Pero levantó sus ojos y miró entonces los del vampiro. Tragó saliva, pero le mantuvo la mirada.

—¿Es esto lo que quieres? —susurró el vampiro— ¿Es esto lo que quieres oír?

Sin hacer ruido, apartó su silla y caminó hasta la ventana. El muchacho se quedó como de piedra, mirando sus anchos hombros y la larga capa.

—No me contestas. No te estoy dando lo que quieres, ¿verdad? Querías una entrevista. Algo para la radio.

—Eso no tiene importancia. ¡Tiraré las cintas si usted así lo quiere! —El muchacho se puso en pie—. No puedo decir que comprendo todo lo que usted me dice. Sabría que estoy mintiendo si lo dijera. Por tanto, ¿cómo le puedo pedir que continúe, salvo para decir que lo que comprendo..., lo que comprendo es diferente de todo lo que haya comprendido antes?

Dio un paso en dirección al vampiro. Éste parecía estar mirando la calle Divisadero. Entonces giró la cabeza lentamente y miró al joven y sonrió. Su rostro estaba sereno y casi afectuoso. Y el entrevistador, de improviso, se sintió incómodo. Se metió las manos en los bolsillos y volvió a la mesa. Luego miró vacilante al vampiro y dijo:

—¿Podría... continuar, por favor?

El vampiro dio media vuelta con los brazos cruzados y se apoyó en la ventana.

—¿Por qué? —preguntó.

El muchacho no supo qué contestar.

—Porque quiero escucharle. —Se encogió de hombros—. Porque quiero saber lo que sucedió.

—Muy bien —dijo el vampiro con la misma sonrisa bailoteándole en los labios. Regresó a su silla y se sentó frente al muchacho, cambió un poco la posición del magnetófono y dijo—: Un aparato maravilloso, realmente..., pues permite que continúe.

Debes comprender que lo que entonces sentía por Babette era un deseo de comunicación más fuerte que cualquier otro deseo que sentía..., salvo por el deseo físico de... sangre. Era tan intenso que me podía hacer sentir la profundidad de mi capacidad de soledad. Cuando antes había hablado con ella, había habido una comunicación breve pero directa que era tan simple y satisfactoria como la de dar la mano a una persona, estrechársela, dejándola ir suavemente. Todo eso en un momento de gran necesidad o aflicción. Pero ahora estábamos confundidos. Para Babette, yo era un monstruo y eso me parecía espantoso, y hubiera hecho cualquier cosa para que cambiara de parecer. Le dije que los consejos que le había dado eran correctos, que ningún instrumento del demonio podía hacer algo correcto aunque quisiera,

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