Entrevista con el vampiro (11 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¡Lo sé! —me dijo.

Pero con eso ella quería decir que no podía confiar más en mí que en el mismo demonio. Me acerqué, pero ella retrocedió. Levanté la mano y ella se encogió, aferrándose a la barandilla.

—Pues bien, entonces —dije, sintiendo una profunda exasperación—. ¿Por qué me protegiste anoche? ¿Por qué has venido a verme a solas?

Lo que vi en su rostro era astucia. Tenía una razón, pero no me la revelaría de ningún modo. Le era imposible hablarme libre y abiertamente, brindarme la comunicación que yo deseaba. Me sentí afligido al mirarla. Ya era tarde y yo podía ver y oír que Lestat había entrado en el sótano y retirado nuestros ataúdes. Y yo necesitaba irme. Aparte de sentir otras necesidades... La necesidad de matar y de beber. Pero no era eso lo que me afligía. Era algo más, algo mucho peor. Era como si esa noche fuera la única de miles de noches, un mundo sin fin, una noche encorvándose sobre otra noche hasta hacer un gran arco del que no podía ver el final, una noche en la que yo andaba bajo el frío y las estrellas insensibles. Pienso que desvié la mirada y me puse una mano sobre los ojos. De improviso me sentí débil y oprimido. Pienso que hacía algún sonido en contra de mi voluntad... Y entonces, en ese paisaje vasto y desolado de la noche, donde yo estaba a solas y Babette sólo era una ilusión, vi súbitamente una posibilidad que jamás había considerado, una posibilidad de la cual había huido, absorto como estaba con el mundo, con todos mis sentidos de vampiro, enamorado del color, la forma, el sonido, el canto y la suavidad y las variaciones infinitas. Babette se movía, pero no le presté atención. Sacaba algo del bolsillo, y era su gran llavero. Subía los escalones. "Déjala, ir", pensé.

—Criatura del demonio —susurró—. Aléjate de mí, Satán —repitió. La miré. Estaba inmovilizada en los escalones, mirándome con sus grandes ojos suspicaces. Había alcanzado la lámpara que colgaba de la pared y la tenía en sus manos, mirándome, cogiéndola como a una cartera valiosa.

—¿Piensas que vengo de parte del demonio? —le pregunté.

Ella movió rápidamente los dedos de la mano izquierda alrededor de la manija de la lámpara y con la mano derecha hizo la señal de la cruz, y pronunció las palabras latinas apenas audibles para mí; su rostro emblanqueció y se arquearon sus cejas cuando no se produjo el menor cambio debido a eso.

—¿Esperabas que me deshiciera en una nube de humo? —le pregunté, acercándome, porque ahora la veía objetivamente debido a mis pensamientos—. ¿Y adónde me iría? —le pregunté—. ¿Al infierno de donde vine? ¿Con el demonio a quien represento? —Me quedé al pie de la escalinata—. Suponte que te diga que no sabes nada del demonio. ¡Suponte que ni siquiera sabes si existe!

En el paisaje de mis pensamientos, yo había visto al demonio y ahora yo pensaba en el demonio. Desvié la mirada. Ella no me escuchaba tal como tú ahora me escuchas. Ella no escuchaba. Miré las estrellas. Lestat estaba listo, yo lo sabía. Era como si hiciera años que estaba listo con el carruaje. Tuve la súbita sensación de que mi hermano estaba allí y hacía años que estaba y que me hablaba en voz baja, pero excitada. Y lo que me decía era desesperadamente importante, pero se alejaba de mí con la misma rapidez con que lo decía, como el ruido de las ratas en los tablones de una casa inmensa. Hubo un sonido crujiente y un estallido de luz.

—¡No sé si vengo o no del infierno! ¡No sé quién soy! —le grité a Babette, y mi voz ensordeció mis propios oídos—. ¡Voy a vivir hasta el fin de los tiempos y ni siquiera sé quién soy!

Pero la luz relumbró delante de mí; era la lámpara que ella había encendido con una cerilla y que ahora alzaba de modo que no le podía ver la cara. Por un instante, sólo pude ver la luz y luego el gran peso de la lámpara me golpeó en el pecho con mucha fuerza, y el vidrio se hizo añicos en los ladrillos, y las llamas rugieron en mi cara, en mis piernas. Lestat gritaba en la oscuridad:

—¡Apágalas, apágalas, idiota! ¡Te consumirán!

Y sentí que algo me arropaba violentamente en mi ceguera. Era la chaqueta de Lestat. Me había caído indefenso contra el pilar, tan indefenso del fuego y del golpe recibido como del conocimiento de que Babette quería destruirme y del conocimiento de que yo no sabía en absoluto quién era.

Todo esto sucedió en cuestión de segundos. El fuego se apagó y yo quedé de rodillas en la oscuridad con mis manos en los ladrillos. En las escaleras, Lestat tenía nuevamente a Babette, y salí disparado en su dirección cogiéndolo del cuello y empujándolo hacia atrás. Se volvió hacia mí, enfurecido, y me pateó; pero me agarré a él y lo empujé hasta el pie de la escalinata. Babette estaba petrificada. Vi su silueta oscura contra el cielo y el brillo de sus ojos.

—¡Vámonos, entonces! —gritó Lestat, poniéndose de pie; Babette se llevó la mano a la garganta. Mis ojos afectados se esforzaron por verla. Sangraba en el cuello.

—¡Recuerda! —le dije—. ¡Podría haberte matado! ¡O permitido que él lo hiciera! No lo hice. Me llamaste demonio. Estás equivocada.

—Entonces, usted detuvo a Lestat justo a tiempo —dijo el joven.

—Así es. Lestat podía matar y beber en un instante. Pero yo había salvado la vida física de Babette. Yo no me iba a enterar de eso sino hasta más tarde.

En una hora y media —estaba contando ahora el vampiro—, Lestat y yo estábamos en Nueva Orleans, con nuestros caballos casi muertos de cansancio y el carruaje estacionado en una callejuela a una manzana del nuevo hotel español. Lestat tenía a un anciano aferrado del brazo y le puso cincuenta dólares en la mano.

—Consíguenos una suite —le ordenó— y pide champán. Di que es para dos caballeros y paga por adelantado. Y cuando regreses te daré otros cincuenta dólares. Te advierto que te estaré vigilando.

Sus ojos relampagueantes tenían petrificado al hombre. Yo sabía que lo mataría tan pronto como regresara con las llaves del hotel. Y lo hizo. Me senté en el carruaje observando cómo el hombre se iba debilitando y finalmente moría; su cuerpo se derrumbó como una bolsa de patatas cuando Lestat lo soltó.

—Adiós, dulce príncipe —dijo Lestat—, y aquí están tus cincuenta dólares.

Y le puso el dinero en el bolsillo como si fuera una broma.

Entonces nos metimos por las puertas traseras del hotel y subimos a la sala lujosa de nuestra suite. El champán relucía en un cubo helado. Había dos copas en la bandeja de plata. Yo sabía que Lestat llenaría una copa y se quedaría mirando el pálido color amarillo. Y yo, un hombre en trance, me senté mirándolo como si nada que él pudiera hacer tuviera la menor importancia. "Tengo que abandonarlo o morir —pensé—. Sería muy dulce morir. Sí, morir." Antes había querido morir. Ahora deseaba morir. Lo vi con una gran claridad, con una calma mortal.

—¡Estás volviéndote un morboso! —dijo súbitamente Lestat—. Es casi el alba.

Abrió las cortinas y pude ver los tejados contra el oscuro cielo azul y, encima, la gran constelación de Orión.

—¡Vete a matar! —dijo Lestat, y abrió la ventana. Se montó sobre el marco y oí que sus pies se posaban suavemente en el techo al lado del hotel. Iba a buscar los ataúdes o, al menos, uno de ellos. Se me despertó la sed como una fiebre y lo seguí. Mi deseo de morir era constante, como un pensamiento puro en la mente, desprovisto de emoción. No obstante, necesitaba alimentarme. Te he señalado que entonces no mataba gente. Caminé por el tejado en busca de ratas.

—Pero, ¿por qué... dijo usted que Lestat no debería haberlo iniciado con seres humanos? ¿Quiso decir..., quiere decir que fue una opción estética, no moral?

—De habérmelo preguntado entonces, te hubiera dicho que era estética, que quería comprender la muerte por etapas. Que la muerte de un animal me brindaba tanto placer y experiencia que sólo había empezado a comprenderla, y que deseaba guardar la experiencia de una muerte humana para mi comprensión madura. Pero era moral. Porque en realidad todas las decisiones estéticas son morales.

—No comprendo —dijo el muchacho—. Yo pensaba que las decisiones estéticas podían ser absolutamente inmorales. ¿Y el dicho común sobre un artista que abandona mujer e hijos para poder pintar? ¿O Nerón tocando el arpa mientras ardía Roma?

—Ambas fueron decisiones morales. Ambas sirvieron a un bien superior en la mente del artista. El conflicto estalla entre la moral del artista y la moral de la sociedad, no entre la estética y la moral. Pero a menudo esto no es comprendido; y entonces aparece la pérdida, la tragedia. Un artista que roba pinturas de una tienda, por ejemplo, se imagina haber tomado una decisión inevitable pero inmortal y luego se ve a sí mismo como caído en desgracia; la consecuencia es la desesperación y una miserable irresponsabilidad, como si la moralidad fuera un gran mundo de cristal que puede ser absolutamente destrozado por un acto. Pero ésta no era mi preocupación máxima en ese entonces. Yo creía que mataba animales nada más que por razones estéticas y enfrentaba el gran interrogante moral de si, por mi propia naturaleza, yo estaba condenado.

Porque, ¿ves?, aunque Lestat jamás me había dicho nada de los demonios o del infierno, yo creía que estaba condenado cuando me fui con él, del mismo modo que Judas debe haberlo creído cuando se puso el nudo alrededor del cuello. ¿Comprendes?

El chico no dijo nada. Quiso hablar pero no lo hizo. Por un instante, sus mejillas se llenaron de rubor.

—¿Y lo estaba? —murmuró.

El vampiro se quedó sentado, sonriente, con una pequeña sonrisa que bailoteó en sus labios como la luz. Ahora el chico lo miraba como si lo viese por primera vez.

—Quizás... —dijo el vampiro echándose para atrás y cruzando las piernas— debiéramos tratar cada cosa por turno. Tal vez debiera continuar con mi historia.

—Sí, por favor —dijo el entrevistador.

—Esa noche, yo estaba agitado, como te dije. Había intuido el interrogante como vampiro y ahora me abrumaba completamente y, en ese estado, no tenía ganas de vivir. Pues eso me produjo, como sucede con los humanos, grandes ganas de satisfacer los deseos físicos. Ya te he dicho lo que matar significa para los vampiros; te puedes imaginar, por lo que te he dicho, la diferencia entre una rata y un ser humano.

Bajé por una calle después de que Lestat y yo caminásemos manzanas enteras. Entonces las calles estaban enlodadas, y toda la ciudad, muy oscura, en comparación con las ciudades actuales. Las luces eran como faros en un mar negro. Incluso con la lenta aparición de la mañana, sólo los tejados y los altos pórticos de las casas salían de la oscuridad y, para un hombre mortal, las calles eran como negros abismos. "¿Estoy condenado? ¿Provengo del infierno? ¿Mi naturaleza es satánica?" Me lo preguntaba una y otra vez. Y si lo era, ¿por qué entonces me rebelaba contra ella, y me disgustaba cuando Lestat mataba? Y todo el tiempo, cuando el deseo de morir me hacía ignorar la sed, ésta se volvía más fuerte; mis venas eran verdaderas redes de dolor en mi carne; me temblaban las sienes y, al final, no lo pude soportar más. Hecho trizas por el deseo de no participar —de morirme de hambre, de deshacerme en pensamientos—, por un lado, y las ganas de matar, por otro, me encontré en una calle vacía y desolada y oí el llanto de una niña.

Ella estaba dentro de una casa. Me acerqué a las paredes tratando, con mi habitual objetividad, de comprender sólo la naturaleza de su llanto. Estaba afligida y doliente y absolutamente sola. Hacía tanto tiempo que lloraba que pronto dejaría de hacerlo de puro agotamiento. Pasé la mano por la ventanilla de la puerta y abrí el picaporte. Allí estaba sentada en la cama, en la oscura habitación, al lado de una mujer muerta, una mujer que hacía días que estaba muerta. El cuarto estaba lleno de maletas y de baúles, como si un montón de gente se hubiese aprestado a viajar; pero la mujer estaba medio vestida, con el cuerpo ya en descomposición, y no había nadie más que la niña. Pasaron unos instantes antes de que me viera, pero cuando lo hizo empezó a decirme que debía hacer algo por ayudar a su madre. Sólo tenía unos cinco años como máximo y su cara estaba manchada por las lágrimas y la suciedad. Era muy delgada. Me rogó que la ayudase. Tenían que tomar un barco, dijo, antes de que llegara la plaga; su padre las esperaba. Empezó a sacudir a su madre y a llorar del modo más patético y desesperado; y luego me volvió a mirar y se puso a llorar a lagrimones.

Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física de beber. No podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había alternativas, las ratas abundaban en las calles y en algún sitio muy cercano aullaba un perro indefenso. Podría haberme ido de esa habitación y me podría haber alimentado y regresado luego. Pero el interrogante me atenazaba: "¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima por ella, por su rostro débil? ¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en mis rodillas con la cabeza contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos cabellos? ¿Por qué hago esto? Si estoy maldito, debo matarla. Sólo tendría que desear transformarla en comida para una existencia maldita, porque, al estar condenado, debo odiarla".

Y, cuando pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio en el momento de tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo odié. Y, sí, me sentí condenado, y eso es un infierno; en ese instante, me agaché y me eché sobre el cuello suave y pequeño y, al oír su débil grito, susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis labios:

—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor.

Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante cuatro años no había saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente conocido y entonces oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: "No moriré, no moriré, no puedo morir, no puedo morir...". Creo que me puse de pie aún aferrado a ella, con el corazón empujando a mi corazón, más rápido y sin esperanza de cesar, con la rica sangre manando demasiado rápida para mí, y la habitación girando. Y entonces, pese a mí mismo, me quedé mirando, por encima de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino de su madre; ¡y, a través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron como si estuviera viva! Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al tratar de escapar de la madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat, que se movió riéndose, con su cuerpo agachado como bailando en la calle enlodada. —Louis, Louis —me dijo burlón y señalándome con un largo y flaco dedo, como si me hubiera pescado en el acto. Y pasó por el marco de la ventana, me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo hediondo de la madre y simuló bailar con ella.

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