Entrevista con el vampiro (15 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¿Estamos listos para continuar?

—¿Le hizo eso a la pequeña nada más que para que usted no lo abandonara? —preguntó el muchacho.

—Eso es difícil de precisar. Fue una declaración. Estoy convencido de que Lestat era una persona que prefería no pensar ni hablar de sus motivaciones o creencias, ni siquiera consigo mismo. Una de esas personas que deben actuar. Una persona de ésas debe ser golpeada bastante antes de que se abra y confiese que hay un método y un pensamiento en su manera de vivir. Eso es lo que sucedió esa noche con Lestat. Había sido arrinconado hasta donde tuvo que descubrir, incluso a sí mismo, por qué vivía y cómo lo hacía. El mantenerme a su lado, eso sin duda era parte de lo que lo arrinconó. Pero, sin duda, quería que yo me quedara. Conmigo vivía de una forma en la que jamás podría haber vivido solo. Y, como te he dicho, siempre tuve el cuidado de no darle el título de ninguna propiedad; algo que lo enfurecía. No podía convencerme de que lo hiciera. —De repente, el vampiro se rió—. ¡Mira todas las demás cosas de las que me convenció! Qué extraño. Me podía convencer de que matara a un niño, pero no de compartir mi dinero. —Sacudió la cabeza—. Pero no se trató en realidad de avaricia, como puedes ver. El miedo que le tenía era lo que me volvía tan avaro con él.

—Usted habla de él como si estuviera muerto. Usted dice que Lestat fue esto o era aquello. ¿Está muerto? —preguntó el muchacho.

—No lo sé —dijo el vampiro—. Pienso que tal vez lo esté. Pero ya llegaré a eso. Estábamos hablando de Claudia, ¿verdad? Hay algo más que quisiera contarte sobre los motivos que esa noche tuvo Lestat. Él no confiaba en nadie. Era como un gato, según su propia confesión, un depredador solitario. No obstante, esa noche se había tenido que comunicar conmigo; hasta cierto punto se había descubierto al decirme la verdad. Había abandonado su tono de burla, de condescendencia. Por un momento había olvidado su furia perpetua. Y esto para Lestat era exponerse. Cuando estábamos solos en las calles oscuras, sentí con él una comunión como no la había sentido desde mi muerte. Más bien pienso que metió a Claudia en el vampirismo por venganza.

—Venganza no sólo contra usted sino contra el mundo entero —comentó el muchacho.

—Sí. Como he dicho, los motivos de Lestat para cualquier cosa siempre giraban en torno a la venganza.

—¿Empezó con su padre? ¿En la escuela?

—No lo sé. Lo dudo —dijo el vampiro—. Pero quiero continuar hablando.

—Oh, por favor, continúe. ¡Tiene que continuar! Quiero decir, que son apenas las diez —el entrevistador mostró su reloj.

El vampiro lo miró y luego sonrió al muchacho. El rostro del joven sufrió un cambio. Palideció como si hubiera sido víctima de un ataque.

—¿Aún me tienes miedo? —preguntó el vampiro.

El muchacho no dijo nada, pero se alejó un poco del borde de la mesa. Estiró el cuerpo, sus pies rozaron las tablas y luego se contrajeron.

—Yo pensaría que serías un tonto si no lo tuvieras —dijo el vampiro—. Pero no lo tengas. ¿Continuamos?

—Por favor —dijo el muchacho. Hizo un gesto en dirección a la grabadora.

—Pues —dijo el vampiro— nuestra vida sufrió un gran cambio con
mademoiselle
Claudia, como te puedes imaginar. Su cuerpo murió, pero sus sentidos se despertaron tanto como los míos. Y busqué en ella señales de esto. Pero durante los primeros días no me di cuenta de cuánto la quería, de cuánto quería hablar con ella y estar con ella. Al principio, sólo pensaba en protegerla de Lestat. La metía en mi ataúd todas las mañanas, no le quitaba la vista de encima y trataba de que estuviera con él lo menos posible. Eso era lo que Lestat quería y dio muy pocas señales de que le pudiera llegar a hacer algún daño.

—Una niña muerta de hambre es un espectáculo horroroso —me dijo—. Y un vampiro muerto de hambre es algo aún peor.

Se oirían sus gritos en París, decía, si la encerraba para que muriese. Pero todo lo decía por mí, para tenerme más atado, con miedo de irme solo. No me imaginaba la posibilidad de irme con Claudia. Era una niña. Necesitaba cuidados.

Y encontraba placer en atenderla. Ella se olvidó de inmediato de sus cincos años de vida mortal. O al menos así lo parecía, ya que era misteriosamente tranquila y reservada. Y, de tanto en tanto, yo temía que hasta hubiese perdido los sentidos, que la enfermedad de su vida mortal, combinada con el gran traumatismo del vampirismo, le pudieran haber robado la razón; pero eso estuvo muy lejos de la realidad. Simplemente, era tan diferente a Lestat o a mí que yo no la podía entender; porque, aunque era pequeña, ya era una fiera asesina capaz de una búsqueda incesante de sangre con la imperiosidad de un niño. Y aunque Lestat aún me amenazaba con hacerle daño, a ella no se lo hacía, sino que era cariñoso, orgulloso de su hermosura, ansioso por enseñarle que debíamos matar para vivir y que nosotros no podíamos morir jamás.

Entonces la plaga fulminó la ciudad, como ya te he dicho, y él la llevaba a los cementerios hediondos donde las víctimas de la peste y de la fiebre amarilla yacían apiladas mientras los ruidos de las palas no cesaban ni de día ni de noche.

—Ésta es la muerte —le dijo él, señalando el cuerpo descompuesto de una mujer—, algo que nosotros no podemos sufrir. Nuestros cuerpos permanecerán como ahora, frescos y vivos; pero no debemos vacilar en traer la muerte, porque así vivimos.

Y Claudia lo miraba con sus ojos inescrutables.

Si en esos primeros años no hubo comprensión, tampoco hubo la posibilidad del miedo. Muda y hermosa, asesinaba. Y yo, transformado por las órdenes de Lestat, ahora salía a cazar seres humanos en grandes cantidades. Pero no era su muerte por sí sola la que me aliviaba del dolor que había sentido en las quietas y negras noches de Pointe du Lac, cuando me sentaba a solas con la compañía de Lestat y de su padre; eran sus grandes y cambiantes posibilidades en las calles, que jamás se silenciaban, con los centros nocturnos que nunca cerraban las puertas, las fiestas que duraban hasta el alba, la música y las risas que salían de todas las ventanas; la gente que me rodeaba en todas partes, mis víctimas llenas de latidos, ya no vistas con el gran amor que yo había sentido por mi hermana y por Babette sino con necesidad e indiferencia a la vez. Y los mataba, matanzas infinitamente variadas y a grandes distancias, cuando caminaba con la visión y los ligeros movimientos de un vampiro por su ciudad aburguesada y alegre. Mis víctimas me rodeaban, seduciéndome, invitándome a sus cenas, sus carruajes, sus burdeles. Sólo me quedaba un poco, lo suficiente para tomar lo que debía tomar, tranquilizado por la gran melancolía con que la ciudad me entregaba una infinidad de magníficos desconocidos.

Porque de eso se trataba. Me alimentaba de desconocidos. Me acercaba únicamente lo suficiente para ver su belleza latente, la expresión única, la voz nueva y apasionada. Y luego mataba antes de que esos sentimientos pudieran aparecer en mí, y ese miedo, esa pena.

Claudia y Lestat podían cazar y seducir, permanecer largo tiempo en compañía de la víctima condenada, gozando el espléndido humor en su inocente amistad con la muerte. Pero yo aún no lo podía soportar. Por tanto, para mí la población creciente era una misericordia, un bosque en el que estaba perdido, incapaz de detenerme, girando demasiado rápido para el pensamiento o el dolor, aceptando una y otra vez la invitación a la muerte rápida en vez de prolongarla.

Mientras tanto, vivíamos en una de mis residencias españolas en la Rué Royale, un piso extenso y lujoso sobre una tienda que alquilaba a un sastre; detrás había un jardín escondido; una pared nos aseguraba contra la calle, con persianas fijas de madera y una puerta enrejada y firme; era un lugar de mucho más lujo y seguridad que Pointe du Lac. Nuestros sirvientes eran gente de color, libertos que nos dejaban a solas antes del amanecer y se iban a sus propios hogares. Y Lestat compraba las últimas importaciones de Francia y España: lámparas de cristal y alfombras orientales, biombos de seda con pájaros del paraíso pintados, canarios que trinaban en grandes jaulas doradas con cúpulas y delicados dioses griegos de mármol, y vasos chinos hermosamente dibujados. Yo no necesitaba el lujo más de lo que antes lo había necesitado, pero quedé fascinado con esta nueva inundación de arte y artesanía; podía contemplar los intrincados diseños de las alfombras durante horas, o mirar cómo el brillo de una lámpara cambiaba los sombríos colores de un cuadro holandés.

Claudia encontraba maravilloso todo eso; lo hacía con la tranquila reverencia de una niña nada malcriada, y quedó encantada cuando Lestat contrató a un pintor para que hiciera en las paredes de su dormitorio un bosque mágico de unicornios y pájaros dorados y árboles llenos de frutos por encima de ríos deslumbrantes.

Un desfile incontable de sastres, zapateros y modistas venían a nuestro piso a vestir a Claudia con lo mejor en la moda infantil; en consecuencia, ella siempre estaba como una visión, no sólo de belleza infantil, con sus cejas pobladas y su glorioso pelo rubio, sino del buen gusto de bonetes finamente acabados y pequeños guantes de lazo, fantásticos abrigos y capas de terciopelo y vestidos blancos de grandes mangas. Lestat jugaba con ella como si fuera una magnífica muñeca; y yo jugaba con ella de la misma forma; y fueron sus ruegos los que me obligaron a abandonar mis colores negros y adoptar chaquetas de dandy y corbatines de seda y suaves abrigos grises y guantes y capas negras. Lestat opinaba que el color más indicado para vampiros era siempre el negro; posiblemente fue el único principio estético que mantuvo con firmeza, pero no se oponía a nada que trasluciera estilo y exceso. Le encantaba el aspecto que los tres teníamos en nuestro palco en la nueva Frenen Opera House o en el Théàtre d'Orleans, a los que concurríamos con la mayor asiduidad posible. Lestat sentía tal pasión por Shakespeare que me sorprendía, aunque a menudo dormitaba en las óperas y se despertaba justo a tiempo para invitar a alguna dama encantadora a una cena tardía, durante la cual usaría toda su habilidad para conseguir que ella se enamorara locamente de él; y luego la despachaba violentamente al cielo o al infierno y regresaba a casa con su anillo de diamantes para Claudia.

Y en toda esa época, yo educaba a Claudia, susurrándole en su pequeño oído como una concha marina que toda nuestra vida eterna era inútil si no veíamos la belleza a nuestro alrededor, la creación de los mortales; yo sondeaba constantemente la profundidad de su mirada quieta cuando leía los libros que le daba, murmuraba la poesía que le enseñaba y tocaba con un toque leve pero confiado sus propias canciones extrañas pero coherentes en el piano. Podía quedarse horas mirando las imágenes de un libro o escuchándome leer, con tal quietud que su visión me irritaba, me hacía bajar el libro y mirarla a través de la habitación iluminada; entonces, se movía, era una muñeca que se vivificaba y decía con su voz más suave que siguiera leyendo.

Y entonces empezaron a suceder cosas extrañas. Porque aunque todavía era una pequeña niña tranquila, yo la encontraba aferrada al brazo de un sillón leyendo las obras de Aristóteles o Boecio o una nueva novela que acababa de llegar allende el Atlántico. O intentando una música de Mozart que habíamos escuchado la noche anterior, con un oído infalible y una concentración que la hacía fantasmagórica cuando se sentaba allí hora tras hora descubriendo la música; la melodía, luego el bajo y finalmente uniendo todo. Claudia era un misterio. No era posible saber lo que sabía y lo que no sabía. Y observarla era algo escalofriante. Se sentaba solitaria en la esquina oscura, esperando al caballero o a la mujer amable que la encontrasen, con sus ojos más indiferentes que los de Lestat. Como una niña petrificada de miedo, susurraba sus ruegos de ayuda a los mecenas gentiles y admirativos, y, cuando la sacaban de la plaza, sus brazos se fijaban alrededor de sus cuellos, con la lengua entre los dientes y la visión congelada por el hambre consumidor. Ellos encontraban pronto la muerte en esos primeros años, antes de que aprendiera a jugar con ellos, a guiarlos a la tienda de muñecas o al café donde la obsequiaban con humeantes tazas de chocolate o de té para colorear sus pálidas mejillas, tazas que ella tiraba, esperando, como si celebrase silenciosamente sus amabilidades terribles.

Pero cuando eso terminaba, ella era mi compañera, mi pupila; y las prolongadas horas pasadas a mi lado consumían cada vez con más rapidez el conocimiento que yo le brindaba. Compartía conmigo una comprensión tranquila que no podía incluir a Lestat. A la madrugada, se echaba a mi lado, con su corazón latiendo contra el mío. Y, en muchas oportunidades, cuando la miraba —cuando ella estaba sumergida en su música o en su pintura y no sabía que yo estaba presente—, pensaba en esa singular experiencia que había tenido con ella y con nadie más; que yo la había asesinado, le había arrebatado la vida, había bebido toda la sangre de su vida en un abrazo fatal que había dado a tantos otros, otros que ahora yacían moldeados por la tierra húmeda. Pero ella vivía, vivía para pasarme los brazos por el cuello y apretar su pequeña frente contra mis labios y poner sus ojos brillantes delante de los míos hasta que nuestras cejas se confundían; y, riéndonos, bailábamos por la habitación como en un vals violento. Padre e Hija. Amante y Amada. Te puedes imaginar lo satisfactorio que era que Lestat no nos envidiara, que simplemente sonriera desde lejos, esperando a que ella se acercara a él. Entonces la sacaba a la calle y me saludaban desde el pie de la ventana y se iban a compartir lo que compartían: la cacería, la seducción, la matanza.

Pasaron años de esta manera. Años y años y años. No obstante, tuvo que pasar algún tiempo antes de que me percatase de un hecho obvio acerca de Claudia. Supongo, por la expresión de tu cara, que ya sabes de qué se trata y te preguntas por qué yo no lo había supuesto. Sólo te puedo decir que el tiempo no es lo mismo para mí ni lo era entonces para nosotros. Un día no se unía a otro formando una fuerte cadena; más bien la luna se elevaba encima de olas superpuestas.

—¡Su cuerpo! —exclamó el entrevistador—. No crecería jamás.

El vampiro asintió.

—Sería una niña demoníaca para siempre —dijo, y su voz fue suave como si se sorprendiese de ello—. Igual que yo soy el mismo hombre joven que cuando morí. ¿Y Lestat? Lo mismo. Pero su mente... era la mente de un vampiro. Y yo traté de saber cómo se acercaba a la madurez femenina. Empezó a hablar más, aunque jamás dejó de ser una persona reflexiva, y podía escucharme pacientemente durante horas sin interrupción. Sin embargo, más y más su cara de muñeca pareció poseer dos ojos absolutamente adultos; y la inocencia pareció perderse de algún modo entre muñecas olvidadas, y la pérdida de una cierta paciencia. Había algo fatalmente sensual en ella cuando se tiraba en el sofá con un camisón pequeñito de lazo y perlas; se convirtió en una seductora fantasmal y poderosa; su voz se volvió más cristalina y dulce que nunca, aunque tenía una resonancia que era de mujer, una agudeza que a veces impresionaba. Después de días de acostumbrada quietud, de repente se oponía a las predicciones de Lestat acerca de la guerra; o, bebiendo sangre de una copa de cristal, decía que no había libros en la casa, que deberíamos conseguir más aunque tuviéramos que robarlos; y luego, fríamente, me hablaba de una librería de la que había oído hablar, en una mansión palaciega en el Faubourg Sainte-Marie. Allí había una mujer que coleccionaba libros como si fueran piedras o mariposas disecadas. Me preguntaba si yo me podía meter en el dormitorio de la mujer.

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