Entrevista con el vampiro (19 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Ella dijo:

—Lo mataré.

Me quedé inmóvil al final de la calleja. Sentí que se movía en mis brazos; bajó como si lograra algo liberándose de mí sin la torpe ayuda de mis manos. La puse en la acera de piedra. Le dije que no, sacudí la cabeza. Tuve la sensación que te he descrito antes de que los edificios a mi alrededor —el cabildo, la catedral, los apartamentos a lo largo de la plaza— eran todos como la seda, y una ilusión, y se rasgarían de repente, con un viento horrible, y una grieta se abriría en la tierra, que era la única realidad.

—Claudia —le dije, apartando mi mirada.

—¿Y por qué no matarlo? —dijo ahora, alzando la voz hasta que chilló—. ¡No me sirve para nada! ¡No le puedo sacar nada! Y él me causa dolor, ¡algo que no toleraré!

—¿Y si no es tan inútil? —le dije. Pero la vehemencia era falsa. Desesperada. ¡Estaba tan alejada de mí, con sus pequeños hombros erguidos y decididos, y su paso rápido, como una niñita que, al salir los domingos con sus padres, quiere caminar adelante y simular que está sola!—. ¡Claudia! —llamé, y la alcancé de inmediato; le toqué la pequeña cintura y sentí que se endurecía como el hierro—. ¡Claudia, tú no lo puedes matar! —le susurré; ella dio unos pasos atrás, saltando, resonando en las piedras y salió a la calle abierta. Un cabriolé pasó a nuestro lado y oímos unas carcajadas y el ruido de los caballos y las ruedas. Luego la calle quedó en silencio. La seguí por ese espacio inmenso hasta las puertas de la plaza Jackson, donde se aferró a las rejas. Me acerqué a ella.

—No me importa lo que sientas, lo que digas; no puedes hablar seriamente de matarlo —le dije.

—¿Y por qué no? ¿Piensas que es tan fuerte? —me preguntó, con los ojos fijos en la estatua, como dos inmensos pozos de luz.

—¡Es más fuerte de lo que te imaginas! ¡Más fuerte de lo que sueñas! ¿Cómo piensas matarlo? No puedes competir con su destreza. ¡Tú lo sabes! —le dije, casi rogándole, pero pude darme cuenta de que estaba absolutamente imperturbable, como un niño que mira fascinado la vitrina de una tienda de juguetes.

Movió de pronto la lengua entre los dientes y se tocó el labio inferior con una rápida lamida que me provocó un pequeño sobresalto. Saboreé sangre. Sentí algo palpable e indefenso en mis manos. Quería matar. Podía oír y oler a los humanos en los senderos de la plaza, moviéndose en el mercado, caminando por el muelle. Estaba a punto de cogerla, hacerla que me mirase, sacudirla, de ser necesario, obligarla a escucharme, cuando se volvió hacia mí con sus grandes ojos líquidos.

—Te quiero, Louis —me dijo.

—Entonces, escúchame, Claudia, te lo ruego —susurré, aferrándome a ella, alerta de pronto por una cercana serie de susurros, y la lenta y creciente articulación de las conversaciones humanas por encima de los sonidos entremezclados de la noche—. Te destruirá si tratas de matarlo. No hay manera de que puedas hacer eso con seguridad. No conoces la manera. Y, poniéndote en su contra, lo perderás todo. Claudia, no puedo soportar eso.

Hubo una sonrisa casi imperceptible en sus labios.

—No, Louis —murmuró—. Lo puedo matar. Y ahora te quiero contar algo más, un secreto entre tú y yo.

Sacudí la cabeza, pero ella se apretó aún más contra mí y bajó los párpados, de modo que sus frondosas cejas casi me acariciaban las mejillas.

—El secreto es, Louis, que deseo matarlo. Lo disfrutaré.

Me arrodillé a su lado, mudo, y sus ojos me estudiaban como lo habían hecho con tanta frecuencia en el pasado; y, luego, ella dijo:

—Mato a seres humanos todas las noches. Los seduzco, los acerco a mi lado con un hambre insaciable, una constante búsqueda sin fin de algo..., algo que no sé lo que es... —Se puso los dedos sobre los labios y los apretó, y su boca se abrió a medias y pude ver el brillo de sus dientes—. No me importa nada de dónde vienen, ni a dónde van, si no los he encontrado en mi camino. ¡Pero él no me gusta! Quiero que muera y lo tendré muerto. Lo disfrutaré.

—Pero, Claudia, no es mortal. Es inmortal. Ninguna enfermedad lo puede afligir. La edad no lo abruma. ¡Amenazas una vida que puede llegar al fin del mundo!

—¡Ah, sí, eso es precisamente! —dijo ella con un miedo reverencial—. Una vida que podría haber vivido durante siglos. ¡Qué sangre, qué poderío! ¿Piensas que tendré su poder y el mío cuando se lo arrebate?

Entonces, me enfurecí. Me puse de pie súbitamente y me separé de ella. Podía oír el susurro de los humanos a mí alrededor. Susurraban del padre y de la hija, de esa frecuente visión de devoción amorosa. Me di cuenta de que hablaban de nosotros.

—No es necesario —le dije a ella—. Supera cualquier necesidad, todo sentido común, toda...

—¡Qué! ¿Humanidad? Es un asesino —murmuró—. Un depredador solitario —repitió el propio término de Lestat, burlándose—. No interfieras conmigo ni quieras saber cuándo pienso hacerlo ni te interpongas entre nosotros... —Entonces levantó las manos para hacerme callar y tomó las mías con mucha fuerza, con sus pequeños dedos apretando, torturando mi piel—. Si lo haces, ocasionarás mi destrucción con tu interferencia. No se me puede desalentar.

Y se alejó en un remolino de lazos de sombrero y ecos de pasos. Me di vuelta, sin prestar atención a la dirección que tomaba, deseando que la ciudad me tragara, consciente ahora del hambre que crecía hasta abrumar mi razón. Casi detesté tener que ponerle punto final. Necesitaba dejar que la lujuria y la excitación destruyeran toda mi conciencia, y pensé en matar una y otra vez, caminando lentamente por esa calle y la siguiente, moviéndome inexorablemente hacia la muerte, diciendo: "Es un hilo que me empuja por el laberinto. No tiro del hilo. El hilo tira de mí...". Me quedé inmóvil en la rué Conti, escuchando un rugido sordo, un sonido conocido. Eran los esgrimistas, arriba, en el salón, avanzando en el piso de madera, precipitándose, adelante, atrás, y el entrechocar plateado de las espadas. Me apoyé en una pared desde donde los podía ver a través de las altas ventanas desnudas: los jóvenes batiéndose en la noche, el brazo izquierdo curvo como el brazo de un bailarín, la gracia acercándose a la muerte, la gracia lanzándose al corazón; las imágenes del joven Freniere empuñando ahora hacia adelante la hoja de plata, o siendo empujada por ella hasta el infierno. Alguien había llegado a la calle por los angostos escalones de madera; un chico, un chico tan joven que estaba colorado y encendido por la esgrima, y bajo su elegante abrigo gris y su camisa de seda flotaba el dulce aroma de la colonia y las sales. Pude sentir su calor cuando salió a la luz mortecina de la calle. Se reía consigo mismo, hablando casi imperceptiblemente, con su pelo castaño cayéndosele sobre los ojos mientras caminaba, sacudiendo la cabeza, con los rizos que subían y bajaban. Y entonces se detuvo en seco, con sus ojos fijos en mí. Miró y sus párpados temblaron un poco y se rió nerviosamente.

—Perdóneme —dijo a continuación en francés—. ¡Me asustó!

Y cuando se movió para hacer una reverencia ceremoniosa y quizá pasar a mi lado, se quedó inmóvil y la sorpresa le cruzó el rostro. Pude ver latir su corazón en la carne rósea de sus mejillas, oler el súbito sudor de su cuerpo fuerte y joven.

—Me viste a la luz del farol —le dije—. Y mi cara te pareció la máscara de la muerte.

Abrió los labios y los cerró e, involuntariamente, asintió, con los ojos deslumbrados.

—¡Vete! —le dije—. ¡Rápido!

El vampiro hizo otra pausa, y luego se movió como si quisiera continuar. Pero estiró sus largas piernas debajo de la mesa y, echándose para atrás, se llevó las manos a la cabeza haciendo una gran presión en sus sienes.

El entrevistador, que estaba acurrucado y con los brazos cruzados, se relajó. Miró las cintas y luego al vampiro.

—Pero usted mató a alguien esa noche.

—Todas las noches —dijo el vampiro.

—¿Por qué lo dejó ir, entonces? —preguntó el chico.

—No lo sé —dijo el vampiro, pero no empleó el tono de no saberlo, realmente, sino de no querer comentarlo—. Pareces cansado —dijo el vampiro—. Pareces tener frío.

—No tiene importancia —dijo rápidamente el muchacho—. La habitación está un poco destemplada. No me importa. Usted no tiene frío, ¿verdad?

—No. —El vampiro sonrió y, entonces, sus hombros se sacudieron con una súbita risa.

Pasó un momento en el que el vampiro pareció estar pensando y el muchacho estudiando el rostro del vampiro. Los ojos del vampiro se posaron en el reloj del entrevistador.

—Ella no tuvo éxito, ¿no es así? —preguntó en voz baja el muchacho.

—¿Qué te imaginas, honestamente? —preguntó el vampiro. Se había vuelto a apoyar en el respaldo de la silla. Miró fijamente al muchacho.

—Que ella..., como usted dice..., fue destruida —dijo el muchacho, y pareció sentir las palabras, de modo que tragó saliva después de haber dicho
destruida
—. ¿Fue así?

—¿No piensas que ella lo pudiera lograr? —preguntó el vampiro.

—Él era tan poderoso... Usted mismo dijo que nunca supo el poder que tenía, los secretos que conocía. ¿Cómo podía ella estar segura de matarlo? ¿Cómo lo intentó?

El vampiro miró al muchacho largo rato, con una expresión ilegible para el joven entrevistador, que se encontró mirando para otro lado como si los ojos del vampiro fueran luces ardientes.

—¿Por qué no bebes de la botella que tienes en el bolsillo? —preguntó el vampiro—. Te dará calor.

—Oh, eso... —dijo el muchacho—. Estaba a punto de...

El vampiro se rió.

—¡Y pensaste que sería una falta de educación! —dijo, y se dio una súbita palmada en la pierna.

—Es verdad —dijo el muchacho, y se encogió de hombros, ahora sonriente. Sacó un pequeño frasco del bolsillo de su chaqueta, abrió la tapa dorada y tomó un trago. Levantó la botella en dirección al vampiro.

—No —dijo el vampiro e hizo un gesto con la mano para rechazar la oferta.

Entonces volvió a ponerse serio y continuó hablando.

—Lestat tenía un músico amigo en la rué Dumaine. Lo habíamos visto en un recital en casa de Madame LeClair, que también vivía allí, pues en aquel entonces era una calle que estaba muy de moda; y esta Madame LeClair, con quien también Lestat se divertía de vez en cuando, le había encontrado al músico una habitación en una mansión cercana, donde Lestat lo visitaba a menudo. Te conté que jugaba con sus víctimas, se hacía amigo de ellas, las seducía hasta que confiaban en él y le tenían simpatía, antes de matarlas. Aparentemente, jugaba con este muchacho, aunque su amistad había durado más que ninguna de las anteriores que yo había visto. El joven componía buena música y a menudo Lestat traía nuevas partituras a casa y tocaba las canciones en el gran piano de nuestra sala. El chico tenía talento, pero se podía ver que su música no tendría éxito porque era demasiado perturbadora. Lestat le daba dinero y se pasaba las tardes con él; con frecuencia lo llevaba a restaurantes a los que el joven no podría haberse permitido el lujo de ir por su cuenta, y le compraba todas las partituras y los lápices para que escribiera su música.

Como te dije, esa amistad había durado mucho más que cualquiera de las anteriores de Lestat. Y yo no podía saber si en realidad se había hecho amigo de un mortal, pese a sí mismo, o si simplemente planeaba una gran traición y una crueldad especiales. Varias veces había indicado a Claudia y a mí que pensaba matar directamente al muchacho, pero no lo había hecho. Y, por supuesto, nunca le hice esa pregunta porque no valía la pena el escándalo que hubiera armado. ¡Lestat, encariñado con un mortal! Probablemente hubiera roto los muebles de la sala en un ataque de furia.

A la noche siguiente —después de la que acabo de describirte—, me irritó miserablemente pidiéndome que fuera con él al piso del músico. Estaba evidentemente simpático, en uno de esos días en que quería mi compañía. Cuando se divertía, le sucedía eso. Deseaba ver una buena obra de teatro, una ópera, un ballet, y siempre quería que lo acompañase. Pienso que debo de haber visto
Macbeth
con él unas quince veces, íbamos a cada actuación, incluso a las de aficionados, y Lestat luego caminaba a casa, repitiendo líneas conmigo e incluso gritando a los transeúntes con un dedo estirado: "Mañana, y mañana, y mañana", hasta que nos evitaban como si estuviésemos ebrios.

Pero esta efervescencia era febril y muy susceptible de terminar en un santiamén; nada más que una o dos palabras de simpatía de mi parte, alguna sugerencia de que había encontrado agradable su compañía, podían borrar esas situaciones durante meses. Incluso años. Pero ahora se acercó a mí muy simpático y me pidió que lo acompañara al cuarto del joven. Hasta me apretó el brazo cuando me lo pidió. Y yo, aburrido, paralizado, le di una excusa miserable —pensando únicamente en Claudia, en el agente, en el desastre inminente—. Lo podía sentir y me pregunté si él no lo sentía. Y, por último, recogió un libro del suelo y me lo arrojó, gritando:

—¡Lee entonces tus malditos poemas! ¡Púdrete!

Y se alejó hecho una furia.

Esto me preocupó. No te puedes imaginar lo que me preocupó. Quería que él siguiera frío, impasible, distante. Resolví rogarle a Claudia que se olvidara del asunto. Me sentí impotente y terriblemente cansado. Pero la puerta de Claudia estuvo cerrada hasta que salió y yo sólo la había visto un segundo mientras Lestat hablaba, una visión de lazos y hermosura mientras se ponía el abrigo; nuevamente las mangas anchas y un lazo violeta en el pecho, sus medias blancas de hilo bajo el dobladillo de su pequeño vestido y sus zapatitos de un blanco inmaculado. Me lanzó una mirada distante al salir.

Cuando regresé más tarde, saciado y por un rato demasiado perezoso como para que me molestaran mis pensamientos, empecé a sentir gradualmente que ésa sería la noche. Ella lo intentaría esa noche.

No te puedo decir cómo lo supe. Había cosas en el piso que me molestaban, me alertaban. Claudia se encerró en la sala trasera. Y me pareció escuchar otra voz, un susurro. Claudia jamás traía a nadie al piso; nadie, salvo Lestat, lo hacía. Él sí traía a sus mujeres. Pero supe que allí había alguien; sin embargo, no me llegó ningún olor, ningún sonido preciso. Luego, hubo aromas de comida y bebida. Y los crisantemos estaban en la jarra de plata; flores que para Claudia significaban la muerte.

Luego vino Lestat, cantando algo entre dientes. Su bastón hizo un ruido continuo en la barandilla de la escalera de caracol. Vino por el largo pasillo, con su rostro encendido por la matanza, y los labios rojos, y puso su música en el piano.

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