Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
—¿Lo maté o no lo maté? —me hizo la pregunta, señalándome con un dedo—. ¿Qué opinas?
—No lo hiciste —dije torpemente—. Porque me invitaste a ir contigo y jamás compartes conmigo tus muertes.
—Ah, pero... ¡lo maté porque me enfureciste rechazando mi invitación! —dijo, y levantó de un golpe la tapa del teclado.
Pude ver que continuaría en esa vena hasta la madrugada. Estaba excitado. Lo miré tocando la música, pensando, ¿Puede morir? ¿Puede realmente morir? ¿Y ella piensa hacerlo? En un momento, quise ir a verla y decirle que abandonara todo, incluso el proyectado viaje, y que viviéramos como hasta entonces. Pero tuve la sensación de que ya no habría marcha atrás. Desde el día en que ella había empezado a hacerle preguntas, esto —fuera lo que fuese— era inevitable. Y sentí un peso encima de mí clavándome en la silla.
Hizo dos acordes con las manos. Tenía un gran alcance y, en una vida mortal, hubiera sido un buen pianista. Pero tocaba sin sentimiento, siempre estaba fuera de la música, sacándola del piano como por arte de magia, por el virtuosismo de sus sentidos y su dominio de vampiro; la música no salía a través de él, no era arrancada por él mismo.
—Y bien, ¿lo maté o no lo maté? —volvió a preguntarme.
—No, no lo hiciste —le respondí, aunque fácilmente podría haber asegurado lo contrario. Me concentraba en mantener la máscara.
—Tienes razón. No lo hice —dijo—. Me excita estar a su lado, pensarlo una y otra vez: lo puedo matar y lo haré, pero no ahora. Y luego lo dejaré y encontraré a alguien que se le parezca lo más posible. Si tuviera hermanos..., los mataría uno a uno —dijo, con una especie de rugido burlón—. A Claudia le gustan las familias. Hablando de familias, supongo que lo has oído. Se supone que la casa Freniere está encantada; no pueden conservar ningún superintendente y los esclavos se escapan inevitablemente uno tras otro.
Esto era algo de lo que yo no quería oír hablar. Babette había muerto joven, demente; al final, no le permitían caminar por las ruinas de Ponte du Lac, porque ella insistía en que allí había visto al diablo y que lo debía encontrar; oí hablar de ello. Y luego vinieron las noticias del funeral. Yo había pensado de tanto en tanto ir a verla, tratar de encontrar algún medio de rectificar lo que había hecho; en otras ocasiones, pensé que el tiempo todo lo curaría. En mi nueva vida de matanzas nocturnas, me había alejado de la intimidad sentida con ella o con mi hermana o con cualquier mortal. Y observé la tragedia finalmente como desde un palco del teatro, emocionado de tanto en tanto, pero nunca lo suficiente como para bajarme por las barandillas y sumarme a los actores en el escenario.
—No hables de ella —le dije.
—Muy bien. Hablaba de la plantación. No de ella. ¡Ella! Tu dama amorosa, tu fantasía —me sonrió—. ¿Sabes?, al final todo salió como yo quería, ¿no es así? Pero te cuento de mi joven amigo y cómo...
—Ojalá tocaras su música —dije en voz baja, sin agresividad, pero lo más persuasivo posible.
A veces esto funcionaba con Lestat. Si yo le decía algo específicamente correcto, se ponía a hacerlo. Y entonces lo hizo; con una leve mueca, como diciendo: "Tú, tonto", empezó a tocar la música. Oí las puertas de la sala trasera y los pasos de Claudia por el corredor. "No vengas, Claudia —pensé yo, sintiéndola—, aléjate antes de que todos quedemos destrozados." Pero ella vino y se detuvo ante el espejo del pasillo. Pude oírla abrir la pequeña mesa tocador y luego el susurro de su peine. Tenía un perfume floral. Me di vuelta lentamente para verla cuando apareciese en la puerta, aún de blanco, y se encaminara por la alfombra hacia el piano en silencio. Se quedó al lado del teclado, con sus manos sobre la madera, su mentón sobre las manos y los ojos fijos en Lestat.
Pude ver el perfil de Lestat y la pequeña cara de Claudia más allá, mirándolo.
—¿Qué pasa ahora? —dijo él, doblando la página y dejando que su mano le cayera sobre la pierna—. Me irritas. ¡Tu mera presencia me irrita!
Volvió la vista a la página.
—¿De verdad? —dijo ella con su voz más dulce.
—Sí. Y te diré algo más. He conocido a alguien que sería mucho mejor vampiro que tú.
Esto me dejó perplejo. Pero no tuve necesidad de decirle que continuara.
—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió.
—¿Se supone que lo dices para asustarme? —preguntó ella.
—Eres una malcriada porque eres la única niña —dijo él—. Necesitas un hermano. O, más bien, yo necesito un hermano. Me aburrís vosotros dos. Unos vampiros egoístas, meditabundos, que agobiáis nuestras propias vidas. No me gusta.
—Supongo que podríamos poblar el mundo de vampiros, sólo nosotros tres —dijo ella.
—¿Lo crees? —dijo él, sonriente, y en su voz hubo una nota de triunfo—. ¿Piensas que lo podrías hacer? Supongo que Louis te ha contado cómo se hace o lo que él piensa que se debe hacer. Vosotros no tenéis ese poder. Ninguno de los dos.
Esto pareció perturbarla. Era algo que ella no había previsto. Lo estudiaba. Pude ver que no se lo creía por completo.
—¿Y quién te dio ese poder? —preguntó ella en voz baja, pero con un dejo de sarcasmo.
—Eso, querida mía, es algo que jamás sabrás. Porque hasta el Erebus en que vivimos debe tener su aristocracia.
—Eres un mentiroso —dijo ella con una corta carcajada y, en el instante en que él volvió a posar los dedos en el teclado, prosiguió—: Pero tú dificultas mis planes.
—¿Tus planes?
—Vine en son de paz a ti, aunque seas el padre de las mentiras. Tú eres mi padre —dijo ella—. Quiero hacer las paces contigo. Quiero que las cosas sean como antes.
Entonces él fue el incrédulo. Me echó una mirada, luego la miró a ella.
—Eso puede ser. Pero entonces deja de hacerme preguntas. Deja de seguirme. Deja de buscar vampiros en todas las callejuelas. ¡No hay otros vampiros! Aquí es donde vives y aquí es donde debes quedarte. —Pareció confuso un momento, como si el volumen de su propia voz lo confundiera—. Cuidaré de ti. Tú no necesitas nada.
—Y tú no sabes nada y, por eso, detestas mis preguntas. Todo está en claro. Por tanto, tengamos paz porque no podemos tener nada más. Tengo un regalo para ti.
—Espero que sea una mujer hermosa con unos atractivos que tú jamás tendrás —dijo él, y la miró de arriba abajo.
Ella cambió de cara. Fue como si casi perdiera un dominio que jamás la había visto perder. Pero entonces movió la cabeza y, estirando un brazo pequeño y redondo, le tiró de la manga.
—He hablado en serio. Estoy harta de discutir contigo. El infierno es odio, gente que vive en odio eterno. Nosotros no estamos en el infierno. Puedes aceptar el regalo o no. No me importa. Pero terminemos de una vez por todas con este problema. Antes de que Louis, disgustado, nos abandone a ambos.
Lo obligó a que dejara el piano, bajó la tapa de madera sobre el teclado e hizo girar el taburete para que los ojos de Lestat le siguieran hasta la puerta.
—Hablas en serio. Un regalo. ¿Qué quieres decir con un regalo?
—No te has alimentado lo suficiente. Lo puedo ver por tu color, por tus ojos. Nunca estás lo bastante alimentado a esta hora. Digamos que te puedo hacer disfrutar mucho. Dejad que los niños vengan a mí —susurró ella y se fue. Él me miró. Yo no dije nada. Era como si hubiera estado intoxicado. Noté la curiosidad en su rostro, la sospecha. La siguió por el pasillo. Y luego oí que emitía un largo y consciente gemido, una mezcla perfecta de hambre y lujuria.
Cuando llegué a la puerta, y tardé un rato, él estaba agachado sobre el sofá. Allí había dos niños, echados entre los cojines suaves de terciopelo, totalmente abandonados al sueño como hacen los niños, con las bocas sonrojadas abiertas, sus caras redondas y pequeñas, suaves. Tenían la piel húmeda, radiante; los rizos del más moreno caían sobre su frente, húmedos y pegados a la piel. De inmediato vi, por su ropa idéntica y pobre, que se trataba de huérfanos. Y se habían devorado lo que les habían servido con nuestra mejor vajilla. El mantel estaba salpicado de vino y una pequeña botella estaba en medio de los platos y los cubiertos grasientos. Pero en la habitación había un aroma que no me gustó. Me acerqué, para ver mejor a los dos pequeños dormidos, y pude ver que tenían los cuellos desnudos pero que nadie los había tocado. Lestat se había agachado al lado del más moreno; era, de lejos, el más hermoso. Podría haber sido elevado a la cúpula pintada de una catedral. No tenía más de siete años, pero poseía una belleza perfecta que es asexual y angelical. Lestat le pasó suavemente la mano por el cuello pálido y luego rozó los labios sedosos. Dejó escapar un suspiro que tenía una anticipación deseosa, dulce, dolorosa.
—Oh..., Claudia... —suspiró—. Te has lucido. ¿Dónde los encontraste?
Ella no dijo nada. Se había vuelto a un sillón oscuro y estaba sentada entre dos grandes cojines, con sus piernas estiradas, los tobillos cayendo de modo que no se podían ver las plantas de sus hermosos zapatos sino los costados curvos, sus ornamentos delicados.
Miraba a Lestat.
—Ebrios con brandy —dijo—. Una copita —y señaló la mesa—. Pensé en ti cuando los vi... Pensé que si los compartía contigo, me perdonarías.
Él se quedó encantado con el piropo. La miró, estiró una mano y la tomó del fino tobillo.
—¡Tontita! —susurró, y se rió; pero entonces se calló como no queriendo despertar a los niños condenados. Le hizo a ella un gesto íntimo, seductor—. Ven a sentarte a su lado. Tú coges éste y yo el otro. Ven.
La abrazó cuando ella pasó a su lado y la puso al lado del otro niño. Acarició el pelo húmedo del niño, le pasó los dedos por los párpados redondos y por el borde de las cejas. Y luego puso toda su mano suave sobre la cara del niño y le acarició las sienes, las mejillas y el mentón, masajeando la piel joven. Se había olvidado de que estábamos allí, pero retiró la mano y se quedó inmóvil un instante, como si su deseo lo marease. Miró al techo y luego puso manos a la obra. Dobló lentamente la cabeza del niño sobre el sofá y los párpados del niño se pusieron tensos un segundo y un gemido escapó de sus labios.
Los ojos de Claudia estaban fijos en Lestat, aunque levantó la mano izquierda y lentamente desabrochó los botones del niño que estaba a su lado y metió la mano bajo la mísera camisa y sintió la piel desnuda. Lestat hizo otro tanto; pero súbitamente, su mano cobró vida propia, se deslizó bajo la camisa y rodeó el cuerpo del niño en un cálido abrazo, acercándoselo de modo que su cara quedó hundida en el cuello del niño. Movió los labios por el cuello y el pecho y los diminutos pezones. Entonces, pasó su otro brazo por la camisa abierta, de modo que el niño quedó indefenso, lo apretó aún más entre sus brazos y le hundió los dientes en la garganta. La cabeza del niño cayó hacia atrás, se le soltaron los rizos, y nuevamente dejó escapar un leve gemido y movió los párpados, pero no los abrió. Y Lestat se arrodilló, con el niño apretado contra él, chupando, con su propia espalda arqueada y rígida. Su cuerpo se movía hacia atrás y hacia adelante, transportando al niño, y sus gemidos prolongados subían y bajaban siguiendo el ritmo de su lenta oscilación, hasta que, de repente, todo su cuerpo se puso tenso y sus manos parecieron buscar algún medio para alejarse del niño, como si éste fuese una carga inútil que colgara de él; y por último abrazó al niño nuevamente y, lentamente, lo recostó en los mullidos cojines, chupando menos, ahora casi de forma inaudible.
Se apartó. Sus manos presionaron al niño. Se arrodilló con la cabeza hacia atrás, y sus largos cabellos rubios cayeron despeinados. Y entonces, lentamente, se echó en el suelo, doblándose, la espalda contra la pata del sillón.
—Ah..., Dios —susurró con la cabeza hacia atrás y los párpados semicerrados. Pude ver que el color le subía por las mejillas, le llegaba a las manos. Una mano se apoyó en su rodilla, temblorosa y luego cayó inmóvil.
Claudia no se había movido. Permanecía como un ángel de Botticelli al lado del niño ileso. El cuerpo del otro niño ya se había encogido, el cuello como un tallo fracturado, la cabeza pesada cayendo ahora en un ángulo torpe, el ángulo de la muerte, sobre el almohadón.
Pero algo estaba mal. Lestat miraba al techo. Pude ver su lengua entre los dientes. Estaba demasiado inmóvil, como si intentase decir algo, pasar la barrera de los dientes y tocarse los labios. Pareció temblar de forma convulsiva... Entonces se relajó pesadamente; no obstante, no se movió. Un velo había caído sobre sus claros ojos grises. Miraba al techo. Y un sonido partió de su garganta. Salí de las sombras del corredor, pero Claudia dijo con tono decidido:
—¡Vuelve atrás!
—... Louis... —dijo él, por fin lo pude oír—, Louis..., Louis...
—¿No te gusta, Lestat? —le preguntó ella.
—Algo está mal —murmuró él, y abrió los ojos como si hablara con un esfuerzo colosal; no se podía mover, no se podía mover para nada—. ¡Claudia! —Aspiró aire nuevamente y sus ojos rodaron en dirección a ella.
—¿No te gusta la sangre de los niños?... —preguntó ella en voz baja.
—Louis... —susurró él, levantando por último la cabeza por un instante: volvió a caer en el sofá—. Louis, es..., es... ajenjo. Demasiado ajenjo. Me ha envenenado. Louis... —trató de levantar una mano. Me acerqué más y sólo la mesa nos separó.
—¡Atrás! —repitió ella; y entonces saltó del sofá y se acercó a él, mirándolo a la cara como él había mirado a los niños—. Ajenjo, padre —dijo ella—. ¡Y láudano!
—¡Demonio! —le dijo él—. Louis..., ponme en mi ataúd. —Trató de levantarse—. ¡Ponme en mi ataúd!
Su voz fue ronca, apenas audible. La mano tembló, se levantó y cayó.
—Yo te pondré en tu ataúd, padre —dijo ella como si lo estuviera calmando—. Te pondré allí para siempre.
Y entonces, de abajo de los almohadones del sofá, sacó un cuchillo de cocina.
—¡Claudia! ¡No hagas eso! —le dije yo. Pero ella me miró con una virulencia como nunca le había visto en su expresión. Y, mientras yo me quedaba paralizado, ella le abrió la garganta y él dejó escapar un grito agudo y sofocado.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios!
La sangre manó sobre su camisa, por el abrigo. Manó como jamás podría haberlo hecho de un ser humano; toda la sangre con que se había alimentado antes del niño y la del niño; y movía la cabeza haciendo un sonido burbujeante. Ella le hundió el cuchillo en el pecho y él se agachó hacia adelante, con la boca abierta, sus colmillos al descubierto, las dos manos tratando, convulsivas, de asir el cuchillo, revoloteando alrededor del mango. Levantó la vista hasta mí, con el pelo sobre los ojos.