Entrevista con el vampiro (37 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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No lo hice. Fijé la mirada en una de esas pequeñas pinturas encima del escritorio, hasta que cesó de ser la Virgen y el Niño y se convirtió en una armonía de línea y color. Porque yo sabía que lo que él me decía era verdad.

—Detenlos si quieres; diles que no pensamos hacer ningún mal. ¿Por qué no puedes hacer eso? Tú mismo dijiste que no somos sus enemigos, pese a cualquier cosa que hayamos hecho...

Le pude oír suspirar levemente.

—Los he detenido por el momento —dijo—. Pero no tengo todo el poder que sería necesario para detenerlos por completo. Porque, si yo ejercitara semejante poder, entonces tendría que protegerte. Me haría de enemigos. Y tendría que lidiar con esos enemigos cuando lo único que deseo aquí es cierta paz; determinada paz. Si no, no estaría aquí. Acepto la autoridad que me han conferido, pero no para gobernarlos sino únicamente para mantenerlos a distancia.

—Tendría que haberlo sabido —dije, con los ojos aún fijos en la pintura.

—Por tanto, debes mantenerte alejado. Celeste tiene mucho poder, por ser una de las más viejas, y siente celos de la belleza de la niña. Y Santiago sólo está esperando que aparezca una mínima pista que os señale como malhechores.

Me di la vuelta lentamente y lo volví a mirar, allí sentado con su fantasmagórica inmovilidad de vampiro, como si en realidad no tuviera la menor vida. El momento se alargó. Oí sus palabras como si las estuviese repitiendo: "Lo único que deseo aquí es cierta paz, determinada paz. Si no, no estaría aquí". Y sentí tal atracción que me costó refrenarla y poderme quedar allí sentado mirándolo, simplemente. Yo quería que las cosas fueran de la siguiente manera: Claudia a salvo de algún modo entre estos vampiros, inocente de cualquier crimen que le pudieran llegar a imputar, de modo que yo quedase en libertad, en libertad para permanecer para siempre en esa habitación, todo el tiempo en que fuera bienvenido, incluso tolerado, permitido bajo la condición que fuera.

Pude volver a contemplar a ese chico mortal como si no estuviera dormido en la cama sino de rodillas al lado de Armand, con los brazos alrededor de su cuello. Para mí, era una imagen del amor. El amor que yo sentía. No el amor físico, como debes comprender. No hablo de ninguna manera de eso, aunque Armand era hermoso y simple y ninguna intimidad con él podría haber sido repelente. Para los vampiros, el amor físico culmina y es saciado con una sola cosa: la muerte. Hablo de otra clase de amor que jamás había sido Lestat. Armand jamás escondería el conocimiento y yo lo sabía. Pasaba por él como por una vitrina de cristal, de modo que yo me podía aproximar y absorberlo y crecer. Pensé que le oí hablar, tan bajo que no pude estar seguro. Pareció decir:

—¿Sabes por qué estoy aquí?

Volví a levantar la mirada preguntándome si él conocía mis pensamientos, si podía leerlos en realidad, si ésa podía ser concebiblemente la extensión de sus poderes. Ahora, después de tantos años, puedo perdonarle a Lestat el haber sido solamente una criatura mediocre que no pudo enseñarme el uso de mis poderes. Pero aún ansiaba tenerlos, caer en ellos sin la menor resistencia. Una tristeza lo invadía todo; tristeza por mi propia debilidad y por mi propio dilema espantoso. Claudia me esperaba. Claudia, que era mi hija y mi amor.

—¿Qué voy a hacer? —murmuré—. ¿Alejarme de ellos, alejarme de ti? Después de todos estos años...

—Ellos no te importan —dijo él.

Yo sonreí y asentí con la cabeza.

—¿Qué es lo que quieres hacer? —me preguntó. Y su voz asumió ese tono afectuoso, diferente.

—¿No lo sabes tú? ¿No tienes el poder? —pregunté—. ¿Acaso no puedes leer mis pensamientos como si fueran palabras?

Él sacudió la cabeza.

—No como tú te crees. Lo único que sé es que el peligro en que están tú y la criatura es real porque es real para ti. Y sé que tu soledad, pese a tu amor, es casi más terrible de lo que puedes soportar.

Entonces me puse de pie. Parecería algo fácil de hacer, levantarse, ir a la puerta, apresurarme por el corredor. Y, sin embargo, necesité de todas mis fuerzas, cada pizca de esa cosa tan curiosa que yo llamaba distanciamiento.

—Te pido que los mantengas alejados de nosotros —le dije cuando llegué a la puerta, pero no pude volver la mirada; ni siquiera quise la suave intrusión de su voz.

—No te vayas —dijo.

—No tengo otra posibilidad.

Yo ya estaba en el pasillo cuando lo sentí tan próximo a mí que me quedé atónito. Estaba a mi lado, sus ojos a la altura de mis ojos y en su mano tenía una llave que puso en la mía.

—Aquí hay una puerta —dijo, señalando el fondo a oscuras que yo pensaba que era nada más que una pared—. Y una escalera que da a la calle lateral que sólo uso yo. Vete por aquí y podrás evitar a los otros. Estás ansioso y ellos se darían cuenta —agregó. Me di la vuelta para irme de inmediato, aunque cada poro de mi cuerpo me pedía que me quedara—. Pero déjame que te diga lo siguiente —dijo, y levemente posó la palma de su mano contra mi corazón—: Usa el poder interior que tienes. ¡No lo rechaces más! ¡Usa ese poder! Y cuando te vean arriba en la calle, usa ese poder para hacer una máscara de tu rostro, y cuando los mires a ellos, o a cualquiera, piensa: cuidado. Lleva esa palabra como si fuera un amuleto que te hubiera dado para que lo uses atado al cuello. Y cuando tus ojos se crucen con los de Santiago o con los ojos de cualquier otro vampiro, dile amablemente lo que se te ocurra, pero piensa en esa palabra y en esa palabra únicamente. Te hablo de esta forma simple porque sé que tú respetas la sencillez. Tú la comprendes. Ésa es tu fortaleza.

Me llevé la llave y no recuerdo haberla puesto en la cerradura ni haber subido los escalones; o dónde estaba o lo que él hizo, salvo que, cuando pisé la oscura calleja detrás del teatro, le escuché decirme en voz muy baja en algún sitio cerca de mí:

—Ven aquí, a mí, cuando puedas.

Eché una mirada a mi alrededor y no me sorprendió no verlo. En algún momento, también me había dicho que no abandonara el Hotel Saint-Gabriel, que no debía darles a los otros un solo indicio de la culpabilidad que ellos buscaban.

—¿Ves? —me dijo—, matar a otros vampiros es algo muy excitante y por eso está prohibido, bajo pena de muerte.

Y entonces me pareció despertar: a las calles de París brillantes con la lluvia, a los edificios cerrados para constituir otra vez una sólida pared oscura a mis espaldas, y a que Armand ya no estaba allí.

Y aunque Claudia me esperaba, aunque pasé por el hotel y vi las ventanas iluminadas, y ella, una figura diminuta, estaba de pie entre flores de pétalos de cera, me alejé de la avenida; dejé que me tragaran las calles más tenebrosas, como lo habían hecho con tanta frecuencia aquellas calles de Nueva Orleans.

No se trataba de que yo no la amara; más bien fue que la quería mucho y que mi pasión era tan grande como la pasión por Armand. Y ahora escapé de ambos, dejando que el deseo de matar creciera en mí como una fiebre esperada, una conciencia amenazadora, un dolor amenazador.

De entre la bruma que siguió a la lluvia, apareció un hombre y caminó hacia mí. Puedo recordarlo como caminando en un paisaje de ensueño, porque la noche a mi alrededor era oscura e irreal. Ese lugar podría haber estado en cualquier parte del mundo y las luces suaves de París eran un resplandor amorfo en la niebla. Con los ojos hundidos y borracho, él caminaba ciegamente a los brazos de la misma muerte, y sus dedos vivos se extendieron para tocar los huesos de mi rostro.

Yo aún no estaba en el límite, todavía no sentía una sed desesperada. Le podría haber dicho: "Pasa". Creo que mis labios formaron la palabra que me había dicho Armand: "Cuidado". Y, sin embargo, le permití que me pasara sus brazos borrachos por la cintura; cedí ante sus ojos adoradores, ante la voz que me rogaba que me dejase pintar, y que habló con cariño del olor rico y dulce de los óleos que manchaban su camisa abierta. Lo seguí a través de Montmartre y le susurré:

—Tú no eres un miembro de los muertos.

Me guió por un jardín descuidado, a través de las hierbas fragantes y mojadas y se rió cuando le dije:

—Estás vivo, vivo...

Su mano me tocó las mejillas, la cara, y por último el mentón, mientras me guiaba hacia la luz del portal bajo y su cara enrojecida se iluminó súbitamente con la luz de la lámpara y el calor cuando se cerró la puerta.

Vi los grandes globos chispeantes de sus ojos, las diminutas venas rojas que llegaban a los centros oscuros, la mano cálida que hacía arder mi hambre helado cuando me guió hasta la silla. Entonces, en todas partes vi rostros brillantes, caras que se elevaban por encima del humo de las lámparas, o de las ascuas de la cocina; una maravilla de colores en telas que nos rodeaban bajo el techo bajo e irregular; un brillo de belleza que latía y palpitaba.

—Siéntate, siéntate... —me dijo, con esas manos febriles sobre mi pecho, estrechadas por las mías, pero apartándose, mientras crecía en mí el hambre en oleadas.

Luego lo vi a distancia, con los ojos concentrados, la paleta en una mano, la tela enorme oscureciendo el brazo que se movía. Y sin pensar e indefenso, me quedé allí sentado, descansando con sus pinturas, descansando con esos ojos adoradores, dejando que todo continuara hasta que recordé los ojos de Armand, y Claudia, que corría por aquel pasillo de piedra y se alejaba con pasos resonantes, se alejaba de mí...

—Estás vivo —murmuré.

—Huesos —me contestó—. Huesos...

Y los vi amontonados, sacados de esas fosas de Nueva Orleans tal como están allí, puestos en cámaras detrás del sepulcro para poder poner otros en esos angostos espacios. Sentí que se me cerraban los ojos; el hambre se me transformó en agonía, y mi corazón clamó por un corazón vivo; entonces sentí que se me acercaba, con las manos extendidas hacia mi cara..., ese paso fatal, ese impulso fatal. Un suspiro se escapó de mis labios.

—Sálvate —susurré—. Cuidado.

Entonces algo sucedió en el resplandor húmedo de su rostro, algo desangró las venas rotas de su frágil piel. Se separó de mí y se le cayó el pincel de las manos. Me puse de pie sintiendo los dientes contra los labios, sintiendo que se me llenaban los ojos con los colores de su cara, mis oídos llenos con su grito apagado, mis manos llenas con esa carne firme, rebelde hasta que lo acerqué a mí, indefenso, y le rasgué la carne y tuve la sangre que le daba vida.

—Muere —susurré cuando lo dejé en libertad de movimientos, con su cabeza apoyada en mi abrigo—, muere —insistí, y sentí que luchaba por levantar la cabeza y mirarme. Y volví a beber y él volvió a removerse hasta que, por último, se dejó caer, sin fuerzas, espantado y próximo a la muerte, al suelo. No obstante, no cerró los ojos.

Me puse ante su tela, debilitado, en paz, mirando sus vagos ojos grises, mis propias manos rosadas, mi piel tan lujosamente cálida.

—Soy un mortal nuevamente —dije—. Estoy con vida. Con tu sangre, recupero la vida.

Cerró los ojos. Me apoyé en la pared y me encontré contemplando mi propio rostro.

Lo único que había hecho era un boceto, una serie de líneas negras que, sin embargo, formaban mi cara y mis hombros a la perfección. Y el color ya había comenzado con manchones y pinceladas: el verde de mis ojos, la blancura de mis mejillas. Pero, ¡qué horror el contemplar mi propia expresión! Porque él la había captado perfectamente y allí no había nada de horror. Esos ojos verdes me miraban desde esa forma apenas bocetada con una inocencia simple, con la sorpresa inexpresiva de ese deseo todopoderoso que él no había comprendido. El Louis de hacía cien años, perdido y escuchando el sermón del sacerdote en la misa, con los labios abiertos e inmóviles, el cabello despeinado y una mano cerrada sobre las rodillas. Un Louis mortal. Creo que me reí y me llevé las manos a la cara, y me reí casi hasta el punto de tener los ojos llenos de lágrimas; y cuando bajé los ojos, allí estaba la mancha de las lágrimas mezcladas con la sangre humana. Ya había comenzado en mí el impulso del monstruo que había matado y que volvería a matar, que ahora recogía la pintura y se aprestaba a irse con ella de la pequeña casa, cuando, súbitamente, el hombre se levantó del suelo con un gruñido animal y se aferró a mis botas, con sus manos resbalando por el cuero. Con un espíritu colosal que me desafiaba, alcanzó la pintura y la agarró con fuerza con sus manos blancuzcas.

—¡Devuélvemela! —me gruñó—. ¡Devuélvemela!

Nos la disputamos. Mientras, yo lo miraba y miraba también mis propias manos, que retenían con tanta facilidad lo que él quería arrancarme con tanta desesperación, como si quisiera llevársela al cielo o al infierno; yo, el monstruo que su sangre no podía transformar en humano, y él, el hombre que mi mal no había derrotado. Y entonces, como si no hubiera sido yo, le arranqué la pintura de las manos y levantándolo hasta mis labios con un solo brazo, le abrí la garganta, enfurecido.

Al entrar en las habitaciones del Hotel Saint-Gabriel —prosiguió el vampiro—, puse el cuadro sobre la chimenea y lo contemplé largo rato. Claudia estaba en alguna de las habitaciones. Había otra presencia intrusa, como si en uno de los balcones superiores, un hombre o una mujer estuviera próximo, despidiendo un inconfundible perfume personal. Yo no sabía por qué me había llevado el cuadro, por qué había luchado por él de un modo que ahora me avergonzaba más que el asesinato. Ni por qué lo tenía encima de la chimenea, viéndolo con mi cabeza gacha, mis manos temblando visiblemente. Y entonces, lentamente, volví la cabeza. Quise que las habitaciones tomasen forma a mí alrededor. Quise las flores, el terciopelo, los candelabros, todo en su sitio. Ser mortal y trivial y seguro. Y entonces, como surgiendo de entre brumas, vi allí a una mujer.

Estaba sentada con calma en la mesa lujosa de tocador donde Claudia se peinaba; y estaba sentada tan inmóvil, tan absolutamente sin miedo, con sus grandes mangas de tafetán verde reflejadas en los espejos inclinados, que parecía que no era una mujer inmóvil sino una reunión de mujeres. Su cabello pelirrojo oscuro estaba peinado con la raya al medio, pero no caía todo a los lados, ya que una docena de pequeños rizos se escapaban para formar un marco alrededor de su rostro pálido. Me miraba con ojos serenos y violetas, y su boca de niña parecía obstinadamente suave, obstinadamente niña y sin mancha de pintura. La boca sonrió y dijo mientras los ojos parecían encenderse:

—Sí, él es como tú dijiste, y ya lo quiero. Es como dijiste.

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