Entrevista con el vampiro (35 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Retrocedí hasta la puerta, me alejé de su rostro perplejo, con su mano moviéndose por sus labios, y sus dedos escarbando en sus palmas.

—No te vayas. Vuelve... —susurró.

—No, ahora no. Déjame irme un momento... Nada ha cambiado. Es todo lo mismo. Permíteme que tome conciencia de ello. Déjame marcharme.

Volví la mirada antes de cerrar la puerta. El rostro de Claudia estaba vuelto hacia el mío, aunque seguía sentada como antes, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Entonces hizo un gesto, sutil como su sonrisa, que estaba manchada por la tristeza más leve, para que yo siguiera mi camino.

Mi deseo era irme de ese teatro, encontrar las calles de París y vagabundear, dejando que la gran carga de experiencias se fuera agotando poco a poco. Pero cuando subía por el pasaje de piedra, me sentí confuso. Quizás era incapaz de dominar mi propia voluntad. Me pareció más absurdo que nunca que Lestat pudiera haber muerto si en realidad eso le había pasado; y, recordándolo, como lo hice en ese momento, lo vi con más cariño que antes. Perdido como el resto de nosotros. No como el celoso protector de un conocimiento que no quería compartir. No sabía nada. No había nada que saber.

Únicamente que ésa no era la idea que gradualmente se apoderaba de mí. Lo había detestado por razones equivocadas, sí, eso era verdad. Pero aún no lo comprendía por completo.

Confundido, finalmente me encontré sentado en esos escalones; la luz del salón proyectaba mi propia sombra en el suelo rústico, tenía la cabeza entre las manos, y el cansancio me abrumaba. Mi mente decía: duerme. Pero, más profundamente, mi mente decía: sueña. Y, sin embargo, no hice el menor movimiento para retornar al Hotel Saint-Gabriel, que ahora me pareció un sitio muy seguro y despejado, un sitio de consuelo mortal lujoso y sutil, donde me podía echar en un sillón de terciopelo, poner un pie en un sofá y contemplar el fuego que lamería el suelo de mármol y buscar el mundo en mí mismo en esos grandes espejos, como un humano pensativo. "Escapa —pensé—, escapa a eso que te llama." Y una vez más volvió esa idea: "Me he portado mal con Lestat; lo he odiado por razones equivocadas". Lo susurré tratando de sacarlo del pozo oscuro y desarticulado de mi mente; y el susurro resonó con un roce en la bóveda de piedra sobre las escaleras.

Pero, entonces, una voz me llegó, muy leve, por el aire, demasiado baja para los mortales.

—¿Cómo es eso? ¿Qué mal le hiciste?

Me di la vuelta tan rápidamente que me quedé sin aliento. Un vampiro estaba sentado a mi lado, tan próximo que casi me tocaba el hombro con la punta de sus botas, con sus piernas cruzadas, y sus manos alrededor de ellas. Por un instante, pensé que los ojos me engañaban. Era el vampiro actor a quien Armand había llamado Santiago.

No obstante, ningún gesto suyo indicó la anterior actitud de ese ser demoníaco y egoísta que yo había visto unas pocas horas antes, cuando me atacó y Armand le había pegado. Me contemplaba por encima de sus rodillas dobladas, con el pelo desordenado y la boca tranquila y sin mala intención en su mirada.

—No tiene la menor importancia para nadie —le contesté, y se me fue el miedo.

—Pero tú pronunciaste un nombre. Te oí decir un nombre —me dijo.

—Un nombre que no volveré a repetir —le contesté, y desvié la mirada. Pude ver cómo me había engañado, por qué su sombra no se había cruzado con la mía; se escondía en mi sombra. Su visión bajando esos escalones de piedra detrás de mí y sentándose allí fue bastante perturbadora. Todo en él era perturbador, y recordé que no se le podía confiar nada. Me pareció que Armand, con su poder hipnótico, buscaba la máxima verdad en su propia presentación; había sacado de mí, sin palabras, mi estado espiritual. Pero este vampiro era un mentiroso. Y podía sentir su poder, un poder rudo y elemental que era casi tan fuerte como el de Armand.

—Habéis venido a París en nuestra búsqueda y luego te sientas a solas en las escaleras... —dijo con tono conciliador—. ¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Por qué no nos hablas y nos cuentas de esa persona de quien hablaste? Yo sé quién era; conozco su nombre.

—Tú no lo sabes, no podrías saberlo. Era un mortal —mentí entonces, más por instinto que por otra cosa. La idea de Lestat me molestaba; la idea de que esta criatura pudiera saber de la muerte de Lestat.

—¿Has venido aquí para hablar de mortales, de que se haga justicia a los mortales? —preguntó, pero no hubo reproche ni burla en sus palabras.

—Vine para estar solo y no quiero ofenderte. Es un hecho —murmuré.

—Pero sólo con esos pensamientos..., cuando ni siquiera oyes mis pasos... Tú me gustas. Quiero que subas conmigo.

Y cuando dijo esto, me levantó lentamente hasta ponerme a su lado.

En ese momento, la puerta de Armand lanzó un largo foco de luz en el corredor. Lo oí, y Santiago me dejó en libertad de movimientos. Me quedé de pie, perplejo. Armand apareció al pie de la escalera con Claudia en los brazos. Ella tenía en la cara la misma expresión opaca que había tenido durante toda mi conversación con Armand. Era como si estuviera sumergida en las profundidades de sus propias consideraciones y no viera nada a su alrededor; recuerdo haberlo notado, aunque sin saber qué pensar de ello, y eso aún persiste hasta ahora. La salvé rápidamente de los brazos de Armand, y sus miembros suaves se apretaron contra mí como si estuviéramos en el ataúd, entrando en nuestro sueño paralítico.

Y entonces, con un poderoso empujón del brazo, Armand dio un golpe a Santiago. Pareció caerse hacia atrás, pero volvió sólo para que Armand lo empujara hasta el rellano de la escalera. Todo esto sucedió con tal velocidad que pude ver el agitar de su ropa y oír los ruidos de sus botas. Luego Armand quedó solo, arriba de la escalera, y yo subí hacia él.

—No puedes abandonar el teatro esta noche con seguridad —me susurró—. El sospecha de ti. Y al haberte traído yo aquí, él cree que tiene derecho a saber más. Nuestra seguridad depende de eso.

Me guió lentamente hacia el salón. Pero entonces se dio media vuelta y me dijo al oído:

—Debo avisarte. No contestes preguntas. Pregunta y abrirás una puerta tras otra a la verdad. Pero no des nada, en especial algo que se refiera a tus orígenes.

Se alejó de nosotros, pero nos indicó que lo siguiéramos en la oscuridad, donde los demás estaban reunidos, reunidos como remotas estatuas de mármol, con sus caras y manos demasiado iguales a las nuestras. Entonces tuve la fuerte sensación de descubrir hasta qué punto proveníamos todos del mismo material, una idea que sólo se me había ocurrido de vez en cuando en todos los largos años de Nueva Orleans; y me preocupó en especial cuando vi a dos más de ellos reflejados en los largos espejos que rompían la densidad de esos horribles murales.

Claudia pareció despertarse cuando encontré una silla de roble tallado y allí me senté. Se inclinó hacia mí y dijo algo extrañamente incoherente que me dio la sensación de significar que debía hacer lo que había dicho Armand: no decir una palabra sobre nuestros orígenes. Quise hablar con ella, pero pude ver al vampiro de alta estatura, Santiago, vigilándonos, con sus ojos moviéndose lentamente de Armand a nosotros. Varias vampiras se reunieron alrededor de Armand y sentí un tumulto de sentimientos cuando las vi pasar, abrazándolo por la cintura. Y lo que me dejó perplejo no fue su forma exquisita, sus facciones delicadas y sus manos graciosas, endurecidas como el cristal por su naturaleza vampírica, ni sus ojos perturbadores que ahora se fijaron en mí en súbito silencio; lo que me dejó perplejo fueron mis propios celos descomunales. Tenía miedo cuando las vi tan cerca de él, temí cuando él se dio vuelta y besó a cada una. Y, a medida que las acercaba a mí, me sentí inseguro y confuso.

Estelle y Celeste son los nombres que recuerdo. Bellezas de porcelana que acariciaron a Claudia con la licencia de los ciegos; pasaban sus manos sobre el radiante pelo, tocaban sus labios, mientras ella, aún brumosa y distante, lo toleraba todo, sabedora de lo que yo también sabía y que ellas parecían no comprender: que una mente de mujer tan madura y penetrante como las propias vivía dentro de ese cuerpo pequeño. Me pregunté mientras ella era mimada y les mostraba sus faldas y sonreía fríamente ante su adoración, cuántas veces yo también debía haberme olvidado; cuántas veces le debía haber hablado como a una niña, llevado a mis brazos con el abandono de un adulto. Mi mente se disparó en tres direcciones: la última noche en el Hotel Saint-Gabriel, que parecía un año atrás, cuando ella habló de amor con rencor; mi lacerante sorpresa ante las revelaciones de Armand o su carencia de revelaciones, y, en una quieta absorción, en los vampiros a mi alrededor, quienes susurraban en la oscuridad debajo de los grotescos murales.

Porque yo podía aprender mucho de los vampiros sin hacerles una sola pregunta; la vida vampírica en París quizás era todo lo que me temía que era, todo lo que nos había indicado ese pequeño espectáculo en el teatro.

Las luces mortecinas eran obligadas, y las pinturas, apreciadas en su totalidad, eran aumentadas casi cada noche cuando un vampiro traía un nuevo grabado o pintura hecho por un artista contemporáneo. Celeste, con una mano fría sobre mi brazo, habló de los hombres con desprecio como creadores de esas imágenes; y Estelle, que ahora tenía a Claudia en sus rodillas, me puso de manifiesto, a mí, el inocente criollo, que los vampiros no habían hecho esos horrores sino que, simplemente, los habían coleccionado, confirmando una y otra vez que los hombres eran capaces de un mal mucho mayor que los vampiros.

—¿Es un mal hacer esas imágenes? —preguntó suavemente Claudia.

Celeste tiró hacia atrás sus rizos negros y se rió:

—Lo que podemos imaginarnos, puede realizarse —contestó rápidamente, pero sus ojos reflejaron cierta hostilidad contenida—. Por supuesto, nosotros competimos con los hombres en crímenes de toda laya. ¿O no es así? —Se inclinó hacia adelante y tocó la rodilla de Claudia; pero Claudia simplemente la miró, observando cómo se reía nerviosamente, y la dejó continuar.

Santiago se acercó y sacó el tema de nuestras habitaciones en el Hotel Saint-Gabriel; terriblemente inseguro, dijo, con un exagerado gesto escénico de sus manos. Y demostró un conocimiento de esas habitaciones que fue aterrador. Conocía el armario en el que dormíamos; le parecía vulgar.

—Venid aquí —me dijo con la simplicidad casi infantil que había mostrado en la escalera—. Vivid con nosotros y esas pantallas no os serán necesarias. Nosotros tenemos nuestros guardias. Y decidme; ¿de dónde venís? —preguntó poniéndose de rodillas, con una mano sobre el brazo de mi sillón—. Tu voz..., yo conozco ese acento. Vuelve a hablar.

Me sentí vagamente horrorizado de que mi francés tuviera ese acento, pero ésa no fue mi preocupación inmediata. Él tenía una voluntad poderosa y era extremadamente posesivo, y me arrojó encima una imagen de esa posesión que brotó en mí de inmediato. Y, mientras tanto, los vampiros a nuestro alrededor continuaban hablando; Estelle explicó que el negro era el color de la ropa de los vampiros; que el encantador vestido de Claudia era hermoso pero carente de gusto.

—Nosotros nos mezclamos con la noche —dijo—. Tenemos un resplandor funéreo.

Y entonces, poniendo su mejilla contra la de Claudia, se rió para amenguar su crítica; y Celeste también se rió, así como Santiago, y la habitación cobró vida con el tintineo sobrenatural de sus risas: las veces sobrenaturales que repiqueteaban contra las paredes pintadas y avivaban las débiles llamas de las velas.

—Ah, pero hay que cubrir estos rizos —dijo Celeste, jugueteando con el pelo rubio de Claudia. Y entonces me di cuenta de algo que era absolutamente obvio: todos se habían teñido de negro sus cabellos con la excepción de Armand. Y eso era lo que junto a las negras vestimentas daba la perturbadora impresión de que éramos estatuas del mismo cincel y de las mismas pinceladas. No puedo decir cuánto me impresionó ese hecho. Pareció tocar algo en mi interior, algo que yo no podía averiguar del todo.

Me encontré mirando uno por uno los espejos angostos y observando a todos por encima de sus hombros. Claudia brillaba como una joya; lo mismo le sucedería a ese chico mortal que dormía en la habitación de abajo. Tomé conciencia de que los encontraba opacos de una manera espantosa: opacos, todos opacos dondequiera que yo mirara; sus brillantes ojos de vampiros se repetían, su ingenio era opaco como una campana de latón.

Únicamente el conocimiento que necesitaba distrajo esos pensamientos.

—Los vampiros del este de Europa... —dijo Claudia—, esas criaturas monstruosas, ¿qué relación tienen con nosotros?

—Unos espectros —contestó suavemente Armand desde lejos, jugando con sus perfectos oídos sobrenaturales, que podían oír lo que era más mudo que un susurro. La habitación quedó en silencio—. Su sangre es diferente, vil. Aumentan como nosotros, pero sin habilidad ni cuidado. En los viejos tiempos...

Abruptamente dejó de hablar. Pude ver su rostro en el espejo. Estaba extrañamente rígido.

—Cuenta de los viejos tiempos —dijo Celeste, con su voz chillona con un tono humano. Había algo sórdido en su voz.

Y entonces Santiago también habló con tono provocador:

—Sí, cuéntanos de los aquelarres y de las hierbas que nos harían invisibles —sonrió—. ¡Y de las cremaciones en la estaca!

Armand fijó sus ojos en Claudia.

—Cuídate de estos monstruos —dijo, y sus ojos, de forma deliberada, pasaron de Celeste a Santiago—. Estos espectros te atacarán como si fueras humana.

Celeste se estremeció, murmurando algo con desprecio; una aristócrata hablando de primos vulgares que llevaban el mismo nombre. Pero yo miraba a Claudia, cuyos ojos parecían tener las mismas brumas que antes. De repente, apartó la vista de Santiago.

Las voces de los otros volvieron a oírse, como si conferenciaran entre ellos sobre las muertes de esa noche, describiendo este o aquel encuentro sin un indicio de emoción; los desafíos a la crueldad surgían de vez en cuando como relámpagos de luz blanca: un vampiro alto y delgado estaba arrinconado por una inútil narración de vida humana, carente de espíritu, que le impedía hacer lo más entretenido que se podía hacer en ese momento. Era simple, opaco, de palabra lenta, y caía en largos períodos de silencio estupefacto, como si, casi ahíto de sangre, se pudiera meter ya en el ataúd y permanecer allí. Y, no obstante, seguía escuchando, mantenido por la presión de su grupo anormal, que había hecho de la inmortalidad un círculo de conformistas. ¿Cómo lo habría averiguado Lestat? ¿Había estado con ellos? ¿Por qué se había ido? Nadie había imperado sobre Lestat; él había sido el amo de su pequeño círculo, ¡pero cómo habrían elogiado su inventiva, su juego felino con las víctimas! Y la "pérdida"..., esa palabra, ese valor que había tenido suprema importancia para mí como vampiro novato y que tantas veces había escuchado: Tú "perdiste" la oportunidad de matar a ese niño; tú "perdiste" la oportunidad de asustar a esa vieja o enloquecer a aquel hombre, lo que habría logrado una pequeña prestidigitación.

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