Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
—Extraño las flores; es lo que más extraño —murmuró. Y las buscó incluso en las pinturas que comprábamos en las tiendas y galerías, una telas magníficas como yo jamás había visto en Nueva Orleans: desde los clásicos ramos que parecían tener vida, y que te tentaban a tocar sus pétalos, que caían sobre un mantel tridimensional, hasta un estilo nuevo y perturbador en el cual los colores parecían irradiar tal intensidad que destruían las líneas antiguas, la vieja solidez, para lograr una visión como cuando estoy en el estado más próximo al delirio y las flores crecen ante mis ojos y se deshacen como las llamas de una lámpara. París inundaba aquellas habitaciones.
Allí me encontré en mi propia casa, una vez más abandonándome a sueños de una simplicidad etérea, porque el aire era dulce como el aire de nuestro patio en la rué Royale; y todo estaba vivo con una sorprendente profusión de luz de gas que llegaba incluso a los altos techos ornamentados y les sacaba todas las sombras. La luz corría por los adornos dorados, chispeaba en los candelabros. La oscuridad no existía. Los vampiros no existían.
Aunque estaba empeñado en mi búsqueda, era agradable pensar que, durante una hora, padre e hija subían al cabriolé y dejaban ese lujo civilizado, únicamente para pasear por las riberas del Sena, pasar el puente del Barrio Latino y vagabundear por esas calles más angostas, más oscuras, a la búsqueda de la Historia y no de víctimas. Luego retornábamos al reloj palpitante y a los morillos de latón y a las cartas de azar sobre la mesa. Libros de poetas, el programa de una obra de teatro y, alrededor de todo, el zumbido suave del gran hotel, los distantes violines, una mujer que hablaba con una voz rápida y animada por encima del sonido de un cepillo de pelo; y un hombre, allá arriba, en el piso más alto, repetía una y otra vez al aire nocturno:
—Comprendo, estoy empezando a comprender, estoy empezando a comprender...
—¿Te gusta de este modo? —preguntó Claudia, quizá para hacerme saber que no se había olvidado de mí porque ahora pasase las horas en silencio; no se hablaba más de vampiros.
Pero algo estaba mal. No se trataba de la antigua serenidad, el ánimo pensativo que es el recogimiento. Era una meditación intranquila, una insatisfacción latente. Y aunque desaparecía de sus ojos cuando yo la llamaba o le contestaba, la furia parecía acumularse muy cerca de la superficie.
—Oh, tú sabes cómo me gustaría —le contesté, persistiendo en el mito de mi propia voluntad— alguna buhardilla cerca de la Sorbona, lo bastante cerca del alboroto de la rué St. Michel, lo suficientemente distante. Pero fundamentalmente me gusta esto, que te gusta a ti.
Pude ver que se crispaba mirando por encima de mí, como diciendo: "No tienes remedio; no te me acerques demasiado; no me preguntes lo que yo te pregunto: ¿estás contento?".
Mis recuerdos son demasiado claros, demasiado agudos; las cosas debieran gastarse en los bordes y lo irresoluto debería suavizarse. De ese modo, hay escenas tan cerca de mi corazón como fotos en un marco; sin embargo, son retratos monstruosos que ningún artista ni ninguna cámara jamás lograrán; y, una y otra vez, veo a Claudia al borde del piano, la última noche en que Lestat tocaba, preparándose a morir; y la cara de Claudia cuando él la provocaba, esa contorsión que de inmediato se convertía en una máscara; la atención le podría haber salvado la vida a Lestat si, de hecho, estaba muerto de verdad.
Algo se acumulaba en Claudia, algo que se revelaba lentamente al testigo menos predispuesto del mundo. Tenía una nueva pasión por los anillos y brazaletes, nada propia de una niña. Su espalda pequeña y derecha no era la de una niña y, a menudo, ella entraba delante de mí en pequeñas boutiques y señalaba con un dedo imperioso un perfume o unos guantes, y los pagaba ella misma. Nunca me alejaba mucho y siempre me sentía incómodo, no porque temiera algo en esa inmensa ciudad, sino porque le tenía miedo a ella. Siempre había sido la "niña perdida" para sus víctimas, la "huérfana", y ahora parecía algo diferente, algo corrompido y sorprendente a los transeúntes que sucumbían ante ella. Pero esto frecuentemente era privado; yo me quedaba una hora rastreando alrededor de la esculpida mole de Notre-Dame o sentado en el carruaje junto al parque.
Y entonces, una noche, cuando me desperté en la cama lujosa del hotel, sobre un libro aplastado incómodamente debajo de mí, descubrí que se había ido. No me animé a preguntar a los criados si la habían visto. Nuestra costumbre era no prestarles atención; no teníamos nombre para ellos. La busqué por los corredores, por las calles adyacentes, incluso en el salón de fiestas, donde me dio un miedo inexplicable cuando pensé que estaba allí sola. Pero, por último, la vi llegar al recibidor, con su cabello brillando bajo su bonete debido a la lluvia, una niña que aparecía corriendo como después de una picara escapada, encendiendo los rostros de los hombres y mujeres mientras subía por la gran escalera y me pasaba como si no me hubiera visto. Una imposibilidad, una extraña y graciosa pose.
Cerré la puerta cuando se quitaba la capa con un revoloteo de gotas doradas, y se sacudía el pelo. Las cintas de su bonete cayeron a los costados y sentí gran alivio al ver el vestido infantil, aquellas cintas y algo maravillosamente agradable en sus brazos, una pequeña muñeca. Unida quizá con alambres debajo de su vestido flotante, sus pequeños pies sonaron como una campana.
—Es una señora muñeca —me dijo mirándome—. ¿Ves? Una señora muñeca. —Y la puso en el armario.
—Así parece —susurré.
—La hizo una mujer —dijo ella—. Hace muñecas infantiles, todas iguales; tiene una tienda de muñecas y yo le dije que quería una muñeca adulta.
Sus palabras eran provocadoras, misteriosas. Tomó asiento con los rizos empapados mojándole la frente mientras hablaba de esa muñeca.
—¿Sabes por qué la hizo para mí? —me preguntó.
Deseé que la habitación estuviera en sombras para poder retirarme de aquel círculo cálido de juego superfluo, hacia la oscuridad; deseé no estar sentado en la cama como en un escenario iluminado, mirándola delante de mí y en los espejos, con sus mangas anchas.
—Porque eres una niña hermosa y ella quiso hacerte feliz —dije con una voz extraña hasta para mí mismo.
Se rió en silencio.
—Una niña hermosa —dijo mirándome—. ¿Todavía piensas que lo soy? —preguntó; y se le volvió a oscurecer el rostro y volvió a juguetear con la muñeca; sus dedos empujaron el pequeño borde del vestido hasta los pechos de porcelana—. Sí, me parezco a sus muñecas; yo soy su muñeca. La deberías ver en esa tienda, agachada sobre sus muñecas, cada una con la misma cara, los mismos labios.
Se tocó los labios. Algo pareció moverse de repente, algo dentro de las mismas paredes de la habitación y los espejos temblaron con su imagen como si la tierra hubiera suspirado debajo de sus cimientos. Los carruajes temblaron en las calles, pero estaban demasiado distantes. Y entonces vi lo que estaba haciendo su figura aún infantil: en una mano tenía a la muñeca; la otra, en sus labios. Y la mano que tenía la muñeca la estaba aplastando, aplastando y rompiendo, hasta que quedó hecha un montón de porcelana que cayó de su mano abierta y sangrante sobre la alfombra. Movió el diminuto vestido y produjo una lluvia de partículas rotas y yo desvié la mirada y luego la vi en el espejo inclinado frente al fuego, con sus ojos estudiándome de arriba abajo. Se movió por ese espejo en mi dirección y yo me encogí en la cama.
—¿Por qué desvías la mirada? ¿Por qué no me miras? —me preguntó con la voz cristalina como una campana. Pero entonces lanzó una débil carcajada y dijo—: ¿Pensaste que sería tu hija para siempre? ¿Eres tú el padre de los tontos, el tonto de los padres?
—Tu tono es cruel conmigo —dije.
—Hmmm... Cruel —comentó. Creo que sacudió la cabeza. Era una llamarada a un costado de mi mirada; llamas azules, llamas doradas.
—¿Y qué piensan ellos de ti allí fuera? —pregunté con la mayor amabilidad posible.
Y señalé la ventana abierta.
—Muchas cosas —se sonrió—. Muchas cosas. Los hombres son maravillosos con las explicaciones. ¿Has visto a "los pequeños" en los parques, en los circos; los monstruos a quienes los hombres pagan para reírse de ellos?
—¡Yo sólo fui un aprendiz de brujo! —exclamé de improviso—. ¡Un aprendiz! —dije. Quise tocarla, acariciarle el pelo, pero me quedé sentado, temeroso de ella, y su furia fue como una cerilla a punto de encenderse.
Volvió a sonreír y me tomó una mano, se la puso en la falda y la cubrió como pudo con las suyas.
—Un aprendiz, sí —dijo riéndose—. Pero dime una cosa, una sola cosa desde tu elevada posición. ¿Cómo era... hacer el amor?
Me alejé de ella antes de pensarlo siquiera, y busqué mi capa y mis guantes como un hombre aturdido.
—¿No te acuerdas? —me preguntó con perfecta calma cuando puse la mano en el picaporte.
Me detuve, sintiendo sus ojos en mi espalda, avergonzado, y me di vuelta e hice como que pensaba: ¿Adónde voy? ¿Qué haré? ¿Por qué estoy aquí?
—Fue algo efímero —dije, tratando de encontrar su mirada; cuan perfecta, fríamente azules eran esos ojos, y qué decididos—. Y... fue muy pocas veces saboreado... Algo agudo que se perdía rápidamente. Pienso que era la sombra pálida del asesinato.
—Aaah... —murmuró ella—. Como herir tal como lo hago ahora yo... Esa es también la pálida sombra del asesinato.
—Sí, madame —le dije—. Tiendo a creer que es lo correcto.
Y haciendo una leve reverencia, le di las buenas noches.
Tras una pausa, el vampiro prosiguió:
—Largo rato después de haberla dejado, aminoré el paso. Había cruzado el Sena. Quería la oscuridad. Esconderme de ella y de los sentimientos que me agobiaban y del gran miedo consumidor ante la evidencia de que yo era absolutamente inadecuado para hacerla feliz, o para hacerme feliz a mí mismo haciéndola feliz a ella.
Hubiera dado el mundo para satisfacerla, el mundo que ahora poseíamos, que al mismo tiempo parecía vacío y eterno. No obstante, me sentía ofendido por sus palabras y sus ojos, y ninguna explicación —que me pasaban y pasaban por la cabeza, incluso formándose en mis labios con susurros desesperados cuando dejé la rué St. Michel y entré más y más profundamente en las callejas más oscuras y antiguas del Barrio Latino—, ninguna explicación parecía calmarme cuando imaginé su propia insatisfacción o mi propio tormento.
Por último dejé las palabras, excepto un cántico extraño. Estaba en el silencio negro de una calleja medieval, y ciegamente seguí sus bruscos giros, reconfortado por la altura de sus angostos edificios que parecían capaces de caerse en cualquier momento, cerrando la calleja bajo las estrellas indiferentes.
Me dije: "No la puedo hacer feliz, no la hago feliz y su infelicidad crece cada día".
Ese era mi cántico, que repetía como un rosario, un encantamiento para cambiar los hechos; su desilusión inevitable con nuestra búsqueda, que nos dejara en este limbo donde yo sentía que ella se alejaba de mí, empequeñeciéndome con su inmensa necesidad. Incluso concebí unos celos salvajes de la fabricante de muñecas a quien ella había confiado sus ganas de tener esa diminuta mujer de porcelana, porque esa fabricante, en un momento, le había dado algo que ella apretó contra sí en mi presencia como si yo no existiera.
¿Qué importancia tenía? ¿Adónde nos podía llevar?
Desde que llegara a París unos meses antes, jamás había sentido de esa manera el tamaño enorme de la ciudad; cómo podía pasar de esa callejuela retorcida y oscura de mi elección a un mundo de deleites; y jamás había sentido tan profundamente su inutilidad. Inútil para Claudia si no lograba atemperar su furia, si ella no podía de algún modo asir los límites de lo que parecía tan furiosa y amargamente consciente. Yo estaba indefenso. Ella estaba indefensa. Pero ella era más fuerte que yo. Y yo sabía, había sabido incluso en el momento en que me alejé de ella en el hotel, que detrás de sus ojos había un amor continuo por mí.
Y mareado, cansado y ahora perdido, advertí, con los sentidos inextinguibles del vampiro, que alguien me seguía.
Mi primer pensamiento fue irracional. Ella había salido detrás de mí. Y, más avispada que yo, me había seguido a gran distancia. Pero con tanta seguridad como se me ocurriera eso, se me presentó otra idea, una idea bastante cruel a la luz de todo lo que había pasado entre nosotros. Los pasos eran demasiado pesados para ser de ella. Simplemente se trataba de un mortal que caminaba por el mismo callejón, que caminaba, ignorante, hacia la muerte.
Entonces proseguí mi camino, casi dispuesto a caer en mi propio dolor, porque me lo merecía, cuando mi mente me dijo: "Eres un tonto; escucha". Y se me ocurrió que esos pasos, haciendo eco a gran distancia allá atrás de mí, sonaban al mismo tiempo que los míos. Una casualidad. Porque si eran mortales, estaban lejos del oído mortal. Pero cuando me detuve para considerar eso, se detuvieron. Y cuando me di vuelta diciendo: "Louis, te engañas a ti mismo", y volví a empezar, ellos también lo hicieron. Paso con paso, hasta cuando aumenté la velocidad. Y entonces ocurrió algo innegable, notable.
En garde
como estaba con los pasos que me seguían, tropecé en unas piedras y caí sobre la pared. Y, detrás de mí, aquellos pasos hicieron un eco perfecto del súbito ritmo de mi caída.
Me quedé atónito. Y en un estado de alarma superior al miedo. A mi derecha e izquierda, la calle estaba a oscuras. Ni siquiera una luz mortecina brillaba en la ventana de alguna buhardilla. Y la única seguridad que tenía era la gran distancia que me separaba de esos pasos, y la garantía de que no eran humanos. No supe qué hacer. Sentí el deseo casi irresistible de llamar a ese ser y darle la bienvenida, hacerle saber lo más rápida y completamente posible que lo esperaba, que lo había buscado, que lo enfrentaría. Pero tuve miedo. Lo que me pareció sensato fue seguir caminando, esperar a que se aproximara; y, cuando lo hice, volvió a imitar mis pasos y la distancia siguió siendo la misma. Aumentó mi tensión y la oscuridad a mí alrededor se hizo cada vez más amenazante. Me pregunté una y otra vez, midiendo aquellos pasos: "¿Por qué me sigues? ¿Por qué me haces saber que estás allí?"
Entonces doblé una esquina y un rayo de luz apareció delante de mí, en la siguiente calle. Ésta subía en cuesta, y avancé muy lentamente; el corazón me aturdía los oídos, renuente a mostrarme en esa luz.
Y, cuando vacilé —de hecho, me detuve—, justo antes de la curva siguiente, algo resonó encima como si el techo de la casa se hubiera derrumbado. Salté hacia atrás justo a tiempo de evitar que una carga de piedras cayera sobre mí. Todo quedó en silencio. Miré las piedras escuchando, esperando. Y entonces, lentamente, di la vuelta hacia la luz para ver, debajo de la lámpara de gas, la figura inequívoca de un vampiro.