Entrevista con el vampiro (26 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Se produjo una leve conmoción entre aquellos cercanos a la puerta cuando abrieron paso. Y entramos juntos en una pequeña sala.

Únicamente ardía una vela en un aparador y lo primero que vi fue una hilera de platos delicadamente dibujados sobre un estante. Había cortinas sobre una pequeña ventana y una luminosa imagen de la Virgen María y el Niño sobre una pared. Pero las paredes y las sillas apenas encuadraban una gran mesa de roble y, sobre esa mesa, yacía el cuerpo de una mujer joven, con las manos blancas cruzadas sobre el pecho, y el cabello castaño peinado sobre su cuello fino y blanco sobre los hombros. Alrededor de su muñeca brillaban los abalorios de ámbar de un rosario, que caían al lado de su oscura falda de lana. Y a su costado había un muy bonito sombrero rojo de fieltro con un velo y un par de guantes oscuros. Todo estaba puesto como si ella muy pronto se fuera al levantar y ponerse esas cosas. Y el inglés, entonces, tocó cuidadosamente el sombrero y se acercó a ella. Estaba a punto de echarse a llorar. Había sacado de su abrigo un gran pañuelo y se lo llevó a la cara.

—¿Sabe lo que quieren hacer con ella? —me susurró cuando me miró—. ¿Tiene alguna idea?

La mujer vino por detrás y lo tomó del brazo, pero él se la quitó de encima.

—¿Sabe usted? —me preguntó imperioso, con fuego en los ojos—. ¡Salvajes!

—¡Basta ya! —dijo la mujer, casi sin aliento.

Él hizo rechinar los dientes y sacudió la cabeza, y un rizo de sus cabellos pelirrojos le cayó sobre los ojos.

—Aléjese de ella —le dijo en alemán a la mujer—. Y aléjese de mí.

Alguien murmuraba algo en la otra habitación. El inglés volvió a contemplar a la joven y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Tan inocente... —dijo en voz baja; entonces miró el techo cerrando la mano derecha y susurrando—. ¡Maldito seas, Dios! ¡Maldito seas!

—Dios santo —dijo la mujer y rápidamente hizo la señal de la cruz.

—¿Ve usted esto? —me preguntó él. Y levantó con sumo cuidado el lazo de la joven como si no quisiera, o no pudiera, tocar la carne endurecida. Allí, en la garganta, sin la menor duda, estaban las dos heridas que yo había visto mil y mil veces, talladas en la piel amarillenta. El hombre se llevó las manos a la cara, y su cuerpo, alto y delgado, osciló sobre las plantas de sus pies—. Pienso que me voy a volver loco —dijo.

—Vamos —dijo la mujer cogiéndolo, y su rostro se encendió de improviso.

—Déjelo —le dije—. Déjelo. Yo cuidaré de él.

Ella contorsionó la boca.

—Os echaré a todos de aquí, a la oscuridad, si no deja ya de comportarse así.

Ella estaba demasiado exhausta para ello, demasiado cerca ella misma de un ataque. Pero entonces nos dio la espalda, se puso el mantón sobre los hombros, salió y los hombres afuera le abrieron paso.

El inglés sollozaba.

Me di cuenta de lo que debía hacer, pero no se debió solo al hecho de que quisiera enterarme por él de lo ocurrido y a que el corazón me latiera excitado, en silencio. Era abrumador verlo. El destino inmisericorde me llevó demasiado cerca de él en ese momento.

—Me quedaré con usted —le ofrecí. Y traje dos sillas al lado de la mesa. El se sentó pesadamente, con los ojos fijos en la vela que ardía a su lado. Cerré la puerta, y las paredes parecieron retroceder y el círculo de la vela creció más brillante alrededor de su cabeza gacha. Se apoyó en el aparador y se limpió la cara con el pañuelo. Entonces sacó del bolsillo un frasco cubierto de cuero, me lo ofreció y dije que no.

—¿Quiere decirme qué ha sucedido?

Él asintió con la cabeza.

—Quizás usted pueda traer un poco de cordura a este lugar —dijo—. Usted es francés, ¿verdad? Yo soy inglés.

—Sí —asentí.

Y entonces, cogiéndome la mano con fuerza —el licor había adormecido tanto sus sensaciones que no notó mi frialdad—, me contó que se llamaba Morgan y que me necesitaba desesperadamente, más de lo que jamás había necesitado a nadie. Y, en ese momento, cogido de esa mano, sintiendo su fiebre, hice algo extraño. Le dije mi nombre, lo que no confiaba a casi nadie. Pero él contemplaba a la muerta como si no me oyese, y sus labios parecieron formar la más leve de las sonrisas, con las lágrimas visibles en sus ojos. Su expresión hubiera emocionado a cualquier ser humano; podría haber sido más de lo que muchos hubieran podido aguantar.

—Yo lo hice —dijo—. Yo la traje aquí. —Y arqueó las cejas como preguntándose.

—No —repliqué rápidamente—, usted no lo hizo. Dígame quién lo hizo.

Pero entonces él pareció confundido, perdido en sus pensamientos.

—Jamás he estado fuera de Inglaterra —empezó a decir—. Yo estaba pintando ¿sabe?... Como si ahora eso importara..., las pinturas, el libro. ¡Pensaba que todo era tan curioso, tan pintoresco!

Paseó la mirada por la habitación y su voz se fue apagando. La miró durante largo rato y luego le dijo suavemente:

—Emily.

Me pareció que estaba vislumbrando algo precioso que él guardaba en su corazón.

Poco a poco, entonces, empezó a revelar la historia. Un viaje de luna de miel a través de Alemania y otros países, dondequiera que los llevaran los transportes públicos, dondequiera que Morgan encontrase paisajes para pintar. Y, por último, habían llegado a este sitio remoto porque en las cercanías había un monasterio en ruinas del que se decía que se conservaba muy bien.

Pero Morgan y Emily jamás habían llegado a ese monasterio. Sin lugar a dudas la tragedia les había estado esperando.

Resultó que ninguno de los transportes públicos llegaban a ese lugar y que Morgan había pagado a un campesino para que los trajera en su carro. Pero la tarde en que llegaron había una verdadera conmoción en el cementerio en las afueras del pueblo. El campesino, después de haber echado una mirada, se negó a dejar el carro para investigar lo que pasaba.

—Era un especie de procesión —dijo Morgan—, con toda esa gente con sus mejores ropas y algunas flores. Y la verdad es que me pareció bastante fascinante. Quería ver el acontecimiento. Sentí tal ansiedad que permití que el rústico nos dejara aquí con las maletas y todo. Podíamos ver el pueblo. En realidad, fueron más deseos míos que de Emily, pero ella era tan complaciente... Finalmente la dejé sentada sobre nuestro equipaje y subí la colina sin ella. ¿Vio usted el cementerio cuando venía? No, por supuesto que no. Gracias a Dios que su carruaje los trajo hasta aquí, sanos y salvos. De cualquier manera, de haber seguido adelante, por más mal estado en que estén sus caballos...

—¿Cuál es el peligro? —lo interrumpí.

—Ah..., el peligro... ¡Esos animales! —murmuró. Y echó una mirada a la puerta. Luego tomó otro trago de su frasco y lo tapó—. Pues bien, no se trataba de una procesión. Me di cuenta de inmediato —dijo—. La gente no me habló ni cuando me acerqué. Usted sabe cómo son, pero no se negaron a que yo mirara. La verdad es que podía haberme ido de allí. Pero no me creerá cuando le cuente lo que vi, aunque debe creerme, porque, si no lo hace, entonces estoy loco. Lo sé.

—Le creo, continúe —dije.

—Pues mire, el cementerio estaba lleno de nuevas tumbas; me percaté de ello al momento; algunas de ellas tenían nuevas cruces de madera y otras no eran más que montones de tierra con flores aún con vida; y allí los campesinos tenían flores en las manos, unos pocos de ellos, como si tuvieran la intención de arreglar esas tumbas; pero todos ellos seguían de pie e inmóviles, con los ojos fijos en dos hombres que tenían a un caballo blanco de la rienda. ¡Y qué animal! Cabriolaba y se alzaba o se apartaba como si no quisiera formar parte del grupo; era hermoso, un animal espléndido, un potro completamente blanco. Pero, en un momento —y no le podría decir cómo se pusieron de acuerdo, porque nadie dijo una palabra—, un hombre, el jefe, según creo, le dio al caballo un golpe tremendo con el mango de su pala y el animal salió disparado a la colina, enardecido. Se puede imaginar que pensé que ésa sería la última vez que veríamos al animal. Pero estaba equivocado. En un momento aminoró el galope, se dio vuelta y volvió lentamente a las nuevas tumbas. Y toda la gente se quedó allí mirándolo. Nadie hizo el menor ruido. Volvió trotando sobre las nuevas tumbas, encima de las flores y nadie se movió para hacerse con las riendas. Y entonces, súbitamente, se detuvo ante una de las tumbas.

Se limpió los ojos, pero ya casi se le habían ido las lágrimas. Parecía fascinado con su historia. Yo también.

—Y esto es lo que sucedió —continuó diciendo—: El animal se quedó allí. Y, de repente, la multitud pegó un alarido. No, no fue un alarido; fue como si todos suspirasen y gimiesen. Y todo quedó en silencio. El caballo permanecía allí moviendo la cabeza. Por último, ese tipo que parecía ser el jefe se adelantó y pegó un grito a varios de los otros; y una de las mujeres gritó y se arrojó a la tumba casi bajo las patas del caballo. Entonces me acerqué lo más posible. Pude ver la lápida con el nombre de la difunta; era una mujer joven, fallecida sólo unos seis meses antes, según las fechas allí mismo marcadas. Y allí estaba esa mujer miserable de rodillas en la tierra, abrazada ahora a la piedra como si quisiera arrancarla de la tierra. Los hombres intentaban levantarla y separarla. Entonces quise darme vuelta, pero no pude hacerlo, no hasta terminar de ver aquello y averiguar qué pensaban hacer. Y, por supuesto, Emily estaba bastante a salvo y ni una sola de esas personas nos prestó la más mínima atención. Dos de ellos finalmente consiguieron levantar a la mujer. Entonces vinieron los otros con las palas y empezaron a cavar en la tumba. Muy pronto uno de ellos hizo un pozo, y todos estaban en tal silencio que sólo se podía oír el ruido de la pala cavando mientras se iba formando una pila de tierra. No le puedo decir lo que parecía. Estaba el sol justo encima y no había una nube en el cielo, y todos ellos seguían de pie alrededor, asidos ahora el uno al otro, incluso aquella mujer patética...

Se detuvo entonces en su relato, porque sus ojos se habían fijado en Emily. Me quedé sentado, pensando. Pude oír el whisky cuando volvió a levantar el frasco, y me alegré de que le quedara lo suficiente como para aliviar su dolor.

—Podría haber sido la medianoche en vez del mediodía en esa colina —dijo, mirándome nuevamente y con la voz muy baja—: Así es como me sentía. Y luego oí a ese hombre en la fosa. ¡Estaba rompiendo el ataúd con su pala! ¡Y de repente dejó escapar un grito horrendo! Arrojó fuera las maderas rotas. Las arrojaba a diestra y siniestra. Los otros se acercaron más y, de súbito, todos corrieron hacia la fosa; y luego retrocedieron, como una ola, todos gritando, algunos dándose vuelta y queriendo escapar. Y la pobre mujer... Estaba fuera de sí, trataba de liberarse de esos hombres que la agarraban. No pude hacer otra cosa que acercarme. Supongo que nada hubiera podido mantenerme alejado. Y le digo que es la primera vez que hago algo por el estilo y, si Dios me ayuda, será la última. Usted debe creerme, ¡debe hacerlo! Porque allí, en ese ataúd, con ese hombre de pie sobre las maderas rotas, estaba la mujer muerta. Y le digo... le digo que estaba tan fresca, tan rosada... —se le descompuso la voz; permaneció sentado, con los ojos abiertos, la mano cerrada como si tuviera algo entre los dedos, rogándome que le creyera— ¡tan rosada como si estuviera viva!

¡Enterrada hacía seis meses! ¡Y allí estaba! La mortaja la cubría hasta la cabeza y tenía las manos sobre el pecho como si durmiera.

Suspiró y dejó caer la mano sobre la pierna. Sacudió la cabeza y por un instante se quedó con la vista fija en el vacío.

—Se lo juro —dijo—. Entonces, el tipo que estaba dentro de la fosa se agachó y levantó la mano de la muerta. ¡Le digo que ese brazo se movía con tanta libertad como el mío! Y le estiró la mano como si estuviera buscándole las uñas. Entonces pegó otro grito. La mujer al lado de la fosa daba puntapiés a los hombres y movía el polvo con los pies, de modo que éste caía sobre la cara y el pelo del cadáver. Y ¡oh, era tan hermosa esa muerta!; ¡oh, si usted la hubiera visto! ¡Y lo que entonces hicieron!

—Cuénteme lo que hicieron —le dije en voz baja. Pero yo lo sabía antes de que lo dijese.

—Le aseguro —dijo— que nosotros no conocemos el significado de algo así hasta que lo vemos. —Y me miró con las cejas arqueadas, como si me estuviera confiando un secreto terrible—. No lo sabemos.

—Trate de calmarse, Morgan —dije—. Quiero que me cuente qué sucedió después. Usted y Emily...

El trató de sacar el frasco. Se lo saqué del bolsillo y él lo destapó.

—Gracias, Louis, es un amigo —dijo con énfasis—. Vea, me fui de allí rápidamente con Emily. Ellos iban a quemar ese cadáver allí mismo en el cementerio. Y mientras yo pudiera, Emily no iba a ver nada de eso... —Sacudió la cabeza—. No pudimos encontrar ningún vehículo que nos sacara de allí; ninguno de ellos quiso hacer un viaje de dos días para alejarnos de ese lugar.

—Pero, ¿cómo se lo explicaron, Morgan? —insistí yo. Me pude dar cuenta de que no le quedaba mucho tiempo.

—¡Vampiros! —exclamó con el whisky en la mano—. Vampiros, Louis. ¡Puede usted creerlo! —y señaló la puerta con el frasco—. ¡Una plaga de vampiros! Y todo esto dicho en voz baja como si el mismo diablo estuviera escuchando tras la puerta. Por supuesto, Dios es misericordioso y ellos tuvieron que poner punto final a la situación. ¡Tuvieron que terminar con esa pobre mujer del cementerio para evitar que saliese todas las noches de su fosa y se alimentara de todos nosotros! —Se llevó el frasco a los labios—. Oh..., Dios... —gimió.

Lo observé beber y esperé pacientemente.

—Y Emily... —continuó diciendo él— pensó que era algo fascinante. Y dijo que estaba muy bien con ese fuego afuera y que podíamos comer una cena decente y un buen vaso de vino. Claro, ella no había visto a la mujer, no había presenciado lo que le habían hecho —dijo con desesperación—. Oh, yo quería irme de allí lo antes posible; les ofrecí dinero. Les dije una y otra vez que si todo había terminado, uno de ellos querría ese dinero, una pequeña fortuna sólo por sacarnos de aquel lugar.

—Pero no había terminado todo —susurré yo.

Y pude ver que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas y que la boca se le retorcía de dolor.

—¿Qué le pasó a ella? —le pregunté.

—No lo sé —dijo sacudiendo la cabeza, con el frasco contra su frente, como si fuera algo refrescante, aunque en realidad no lo era.

—¿Vino a la posada?

—Dijeron que ella había salido —confesó él con lágrimas en las mejillas—. ¡Todo estaba cerrado! Ellos se ocuparon de eso. Las puertas, las ventanas. Entonces amaneció y todos gritaban en su busca. La ventana estaba completamente abierta y ella no estaba allí. Ni siquiera me tomé el tiempo para ponerme la bata. Me puse a correr. Me paré de repente frente a ella, allí afuera, detrás de la posada. Mis pies se detuvieron justo delante de ella... Estaba echada debajo de los ciruelos. Tenía una copa vacía en la mano. Estaba aferrada, aferrada a una copa vacía. Ellos dijeron que se lo merecía... Ella buscaba agua para llenarla... —aseguró.

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