Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
No te puedo contar lo que entonces sucedió. No me es posible reconstruirlo tal como sucedió. Recuerdo haber arrojado una lámpara a Lestat; se rompió a sus pies y las llamaradas se elevaron de inmediato de la alfombra. Yo tenía una antorcha en las manos, un gran pedazo de sábana que había arrancado del sofá y encendido con las llamas. Pero luché con él antes de eso, pateando y golpeando salvajemente su gran fortaleza. Y en algún sitio detrás de mí se oían los aullidos de pánico de Claudia. Y la otra lámpara estaba rota. Y los cortinados de las ventanas ardían. Recuerdo que, en un momento, las ropas de Lestat estaban empapadas de keroseno y que golpeaba frenéticamente las llamas. Estaba torpe, enfermo, incapaz de mantener el equilibrio. Pero, cuando me agarró, tuve que morderle los dedos para que me soltara. Empezaron los ruidos en la calle, gritos, el sonido de una campana. La habitación se había convertido rápidamente en un infierno y, en un relumbrón de luz, vi a Claudia luchando contra el otro vampiro. Él parecía incapaz de agarrarla, como un ser humano torpe tratando de agarrar un pájaro. Recuerdo haber rodado de un lado para el otro con Lestat en las llamas, haber sentido el calor sofocante en la cara, haber visto las llamas en la espalda de Lestat cuando me quedé debajo de él. Y entonces apareció Claudia en la confusión y lo golpeó una y otra vez hasta que se le rompió el mango del atizador, y pude oír los gruñidos de Claudia al son de los golpes, como el ímpetu de un animal inconsciente. Lestat seguía aferrado; su cara era una mueca de dolor. Y allá, echado sobre la mullida alfombra, estaba el otro, y la sangre le manaba de la cabeza.
No sé con exactitud qué es lo que sucedió entonces. Pienso que me hice con el atizador y le di un fuerte golpe en el costado de la cabeza. Recuerdo que él parecía imparable, invulnerable a los golpes. El calor, por entonces, deshacía mis ropas y había hecho presa del vestido de Claudia; la subí a mis brazos y corrí por el pasillo tratando de apagar las llamas con mi cuerpo. Recuerdo haberme sacado el abrigo y golpeado las llamas en el espacio abierto; unos hombres pasaron a mi lado corriendo y subieron las escaleras. Una gran multitud llenaba la entrada del patio y alguien estaba en el techo de la cocina de ladrillos. Yo tenía a Claudia en mis brazos y pasé corriendo entre la gente, ignoré las preguntas, empujándolos, haciéndoles abrir paso. Y entonces quedé libre, solo con ella, oyéndola respirar agitada y sollozarme al oído, corriendo enceguecido por la rué Royale, por la primera calleja lateral, corriendo y corriendo hasta que no hubo otro sonido que el de mis pasos. Y el de su aliento. Y nos quedamos allí, el hombre y la niña, chamuscados y doloridos y respirando hondo en la quietud de la noche.
Durante toda la noche estuve en la cubierta del barco francés
Mariana
observando a los estibadores —prosiguió el vampiro—. El muelle estaba lleno de gente y las fiestas duraron hasta tarde en las cabinas de lujo; las cubiertas estaban ahítas de pasajeros e invitados. Pero, por último, a medida que se aproximaba la madrugada, las fiestas terminaron una tras otra y los carruajes abandonaron las calles del puerto. Unos pocos pasajeros retrasados subieron a bordo; una pareja se detuvo largo rato en la cercana pasarela. Pero Lestat y su aprendiz, si sobrevivieron al fuego (y yo estaba convencido de que así había sido), no llegaron al barco. El equipaje había salido de nuestra casa por la tarde; y si había quedado algo que les pudiera revelar dónde estábamos, yo estaba seguro de que el incendio lo había destruido. No obstante, me quedé vigilante. Claudia se había encerrado en su cabina, con los ojos fijos en la cerradura. Pero Lestat no vino.
Por último, tal como yo esperaba, la conmoción de zarpar dio comienzo antes del alba. Unas pocas personas saludaban desde el puerto y el espacio grasiento del muelle mientras el barco empezó, primero, a temblar, luego a sacudirse violentamente a un costado y luego a deslizarse con movimiento majestuoso en la corriente del Mississippi.
Las luces de Nueva Orleans se fueron apagando hasta que detrás de nosotros sólo hubo una fosforescencia pálida contra las nubes borrascosas. Estaba más exhausto que nunca; sin embargo, permanecí en la cubierta mientras pude ver esa luz, sintiendo que tal vez jamás la volvería a ver. En un momento, pasados los muelles de Freniere y de Pointe du Lac y, entonces, cuando pude ver el gran muro de chopos y cipreses alzándose verdes en la oscuridad cerca del agua, supe que ya era casi la mañana. Demasiado y peligrosamente cercana.
Y, cuando metí la llave en la cerradura de la cabina, sentí el mayor agotamiento que quizás haya sentido en toda mi vida. Jamás, en todos los años que había vivido con mi selecta familia, había conocido el miedo que experimenté esa noche, la vulnerabilidad, el terror puro. Y no iba a haber un súbito alivio. Ninguna súbita sensación de seguridad. Únicamente ese alivio que al final impone el cansancio cuando ni el cuerpo ni la mente pueden soportar más el terror. Porque aunque ahora Lestat estuviera a muchos kilómetros de distancia de nosotros, él, con su resurrección, había despertado en mí una red de miedos complejos de los que no podía escapar. Incluso cuando Claudia me dijo: ''Estamos a salvo, Louis, estamos a salvo'', y le susurré la palabra sí, pude recordar a Lestat en el marco de aquella puerta, y aquellos ojos bulbosos, aquella piel llena de cicatrices. ¿Cómo había regresado, cómo había triunfado sobre la muerte? ¿Cómo cualquier criatura podía sobrevivir a la ruina arrugada en que se había convertido? Fuera la respuesta que fuese, ¿qué significaba, no sólo para él sino para mí, para Claudia? Estábamos a salvo de él, pero... ¿estábamos a salvo de nosotros mismos?
Los pasajeros empezaron a ser víctimas de una extraña "fiebre". Sin embargo, el barco estaba sorprendentemente limpio, aunque, de tanto en tanto, se podían encontrar sus cuerpos, sin peso y resecos, como si hiciera días que estuvieran muertos. No obstante, seguía esa fiebre. Primero un pasajero sintió debilidad e hinchazón en la garganta; de vez en cuando había allí marcas y, otras veces, en otros sitios; a veces no había ninguna marca reconocible, aunque se abría una antigua herida y volvía a doler. Y, a veces, el pasajero, que dormía cada vez más a medida que avanzaba el viaje y que avanzaba la fiebre, se moría durmiendo. Por tanto, hubo entierros en el mar en varias ocasiones mientras cruzábamos el Atlántico. Naturalmente temeroso de la fiebre, yo evitaba a los demás pasajeros, no deseaba estar con ellos en el salón de fumar, ni conocer sus historias ni oír sus sueños y esperanzas. Yo comía a solas. Pero a Claudia le gustaba observar a los pasajeros, quedarse en cubierta y verlos ir y venir en el atardecer, para luego decirme en voz baja cuando me sentaba en las sillas de cubierta:
—Pienso que ella caerá víctima de...
Yo bajaba después con mi libro y miraba por el ojo de buey, sintiendo la suave oscilación del mar, escrutando las estrellas, más claras y brillantes de lo que jamás eran en tierra, hundiéndose para tocar las olas. Parecía, por momentos, cuando me sentaba a solas en la cabina a oscuras, que el cielo había bajado para encontrarse con las aguas y que en esa reunión se revelaría un gran secreto; algún gran golfo se cerraría milagrosamente para siempre. Pero, ¿quién iba a hacer semejante revelación cuando el cielo y el mar ya no se podían distinguir más y ya no era más que el caos? ¿Dios? ¿Satán? De repente se me ocurrió qué consuelo sería conocer a Satán, mirarlo a la cara, por más terrible que fuera su aspecto, para saber que le pertenecía totalmente y, de ese modo, poner a descansar para siempre el tormento de esa ignorancia. Pasar a través de un velo que me separaba para siempre de todo lo que yo denominaba la naturaleza humana.
Sentí que el barco se aproximaba cada vez más a ese secreto. No había un final visible en el firmamento; se cerraba encima de nosotros con una belleza y un silencio sobrecogedores. Pero entonces las palabras
poner a descansarse,
hicieron horribles. Porque no habría descanso en la maldición, no podía haber descanso. ¿Y qué era este tormento comparado con los fuegos eternos del infierno? El mar meciéndose bajo esas estrellas constantes —aquellas mismas estrellas—, ¿qué tenía que ver eso con Satán? Y esas imágenes que nos parecen tan extáticas en nuestra infancia, cuando estamos todos convulsionados con el frenesí mortal que apenas nos podemos imaginar que son deseables; el serafín contemplando para siempre la faz de Dios— y la misma faz de Dios—, aquello era el descanso eterno, del cual este suave y mecedor océano sólo era una remota promesa.
Pero incluso en esos momentos, cuando el barco dormía y todo el mundo dormía, ni el cielo ni el infierno parecían algo más que una fantasía atormentadora. Conocer a uno o al otro, creer en ellos..., ésa quizás era la única salvación con la que yo podía soñar.
Claudia, con el mismo gusto que Lestat por la luz, encendía las lámparas cuando se levantaba. Tenía un mazo maravilloso de naipes, comprados a una dama de a bordo; las imágenes de las cartas eran al estilo de María Antonieta y el reverso tenía flores de lis doradas sobre un violeta brillante. Hacía un solitario en el que las cartas daban los números del reloj. Y me preguntó hasta que, al final, empecé a contestarle acerca de cómo pudo sobrevivir Lestat. Ella ya no estaba conmovida. Si recordaba sus gritos en el incendio, no le interesaba pensar en ellos. Si recordaba que antes del fuego había derramado lágrimas de verdad en mis brazos, nada cambiaba para ella; era, como de costumbre en el pasado, una persona de pocas indecisiones, una persona para quien la quietud habitual no significa ansiedad ni remordimiento.
—Tendríamos que haberlo enterrado —dijo—. Fuimos unos tontos en pensar que debido a su aspecto estaba muerto.
—Pero, ¿cómo pudo haber sobrevivido? —le pregunté—. Tú lo viste, tú sabes en qué se convirtió.
Yo, en realidad, no tenía ganas de ahondar en ello. Con todas mis ganas lo hubiera desterrado de mis pensamientos, pero mi mente no me lo permitió. Y fue ella quien entonces me dio las respuestas, porque el diálogo, en verdad, era consigo misma.
—Supongamos que había dejado de pelear contra nosotros, que todavía vivía —dijo ella—, encerrado en ese inservible cuerpo seco, consciente y calculando...
—¡Consciente, en ese estado! —murmuré yo.
—Y supongamos que cuando llegó a las aguas del pantano y oyó que se alejaba nuestro vehículo, aún tenía fuerzas suficientes para hacer mover esos huesos. Había criaturas a su alrededor. Una vez lo vi romperle la cabeza a una lagartija y mirar la sangre derramarse en un vaso. ¿Te puedes imaginar la tenacidad de la voluntad de vivir que tendría, con sus manos buscando en el agua lo que se moviera?
—¿Voluntad de vivir? ¿Tenacidad? —murmuré—. Supón que haya sido algo diferente...
—Y entonces, cuando sintió que resucitaban sus fuerzas, nada más que para sostenerlo y llevarlo hasta el camino, en algún sitio encontró a alguien. Quizá se escondió a la espera de que pasara un carruaje; quizá se arrastró reuniendo la sangre que podía hasta llegar a las chozas de los inmigrantes o a una de esas casas solitarias en el campo. ¡Y qué espectáculo debe de haber sido! —Miró la lámpara que colgaba, entrecerró los ojos y bajó el tono de su voz, sin emoción—. Y entonces, ¿qué hizo? Para mí, está claro. Si no pudo regresar a Nueva Orleans a tiempo, es casi seguro que llegó al antiguo cementerio de Bayou. El hospital de caridad lleva allí cada día nuevos ataúdes. Y puedo verlo abriéndose paso en la tierra húmeda hasta uno de esos ataúdes, echando el reciente contenido en el pantano y encerrándose allí hasta el siguiente atardecer en esa tumba en la que ningún hombre osaría molestarlo. Sí... eso es lo que hizo. Estoy segura.
Lo pensé largo rato, imaginándome todo, viendo lo que debía haber ocurrido. Y luego la oí agregar, pensativa, cuando bajó una carta y miró el rostro ovalado de un rey vestido de blanco:
—Yo podría haberlo hecho. ¿Por qué me miras de ese modo? —me preguntó, reuniendo sus cartas. Sus pequeños dedos batallaron para hacer un buen mazo y barajarlas.
—Pero, ¿tú crees realmente que, si hubiéramos incinerado sus restos, se hubiera muerto? —pregunté.
—Por supuesto que lo creo. Si no hay con qué levantarse, no hay quien se levante. ¿A dónde quieres llegar?
Estaba repartiendo las cartas, dándome una mano a mí sobre la pequeña mesa de roble. Miré las cartas pero no las toqué.
—No lo sé... —le susurré—. Únicamente que quizá no hubo voluntad de vivir, ni tenacidad..., porque simplemente no hubo ninguna necesidad de ello.
Sus ojos me miraron serenos, sin dar la menor señal de sus pensamientos ni de que comprendía los míos.
—Porque quizá —proseguí yo— es incapaz de morir. Tal vez él y nosotros somos... verdaderamente inmortales.
Durante largo rato se quedó mirándome.
—Consciente en aquel estado —agregué por último, cuando desvié la mirada—. De ser así, ¿no tendría también conciencia en cualquier otro estado? El fuego, la luz del sol..., ¿qué importancia tiene?
—Louis —dijo ella en voz baja—, tú tienes miedo. No te mantienes
en garde
contra el miedo. Sabremos esas respuestas cuando encontremos a quien pueda contestárnoslas, quien posea el conocimiento de los siglos, de todo el tiempo en que criaturas como nosotros han pisado la tierra. Ese conocimiento fue nuestro derecho de nacimiento y él nos privó de él. Se ganó la muerte.
—Pero no murió... —dije yo.
—Está muerto —dijo ella—. Nadie puede haber escapado de esa casa a menos que saliera con nosotros, a nuestro mismo lado. No. Él está muerto y lo mismo le sucede a su esteta tembloroso, a su amigo. La conciencia, ¿qué importancia tiene?
Juntó las cartas y las puso a un lado, haciéndome un gesto para que le pasara los libros que estaban al lado del baúl, esos libros que había desempacado apenas subiera a bordo, las pocas narraciones selectas de vampiros que ella había tomado como guías. No incluían ninguna ficción desorbitada de Inglaterra, ni historias de Edgar Allan Poe, nada de fantasía. Únicamente esos contados textos del este de Europa que se habían convertido en una especie de Biblia para ella. En esos países sin duda incineraban los restos de un vampiro cuando lo encontraban, le atravesaban el corazón con una estaca y le cortaban la cabeza. Ella leía esos libros durante horas, esos antiguos libros que habían sido leídos y releídos antes de que llegaran a cruzar el Atlántico; eran narraciones de viajeros, narraciones de sacerdotes y eruditos. Y entonces ella planeaba nuestro viaje, sin necesidad de lápiz o papel, sino únicamente en su cabeza. Un viaje que nos alejaría al instante de las capitales brillantes de Europa y nos llevaría al mar Negro, donde ella se alojaría en Varna y empezaría a realizar su búsqueda en las zonas rurales de los Cárpatos.