Entrevista con el vampiro (21 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¡Louis! ¡Louis!

Dejó escapar un gran gemido y cayó de costado en la alfombra. Ella se quedó mirándolo. La sangre corría por todos lados como agua. El gruñía, tratando de levantarse, con un brazo encogido debajo de su pecho y el otro moviéndose por el suelo. Y, entonces, de repente, ella se arrojó sobre él y, aferrándose de su cuello con ambas manos, le hundió los dientes mientras él se defendía.

—¡Louis! ¡Louis! —gimió una vez más, luchando, intentando desesperadamente alejarla; pero ella quedó encima de él, y su cuerpo, levantado por el hombro de Lestat, se sacudió y cayó nuevamente hasta que se separó; y, cuando encontró el suelo, se alejó rápidamente de él, con sus manos en los labios. Mi cuerpo estaba convulso por lo que acababa de presenciar, y me sentía incapaz de seguir mirando.

—Louis —dijo ella, pero yo sólo sacudí la cabeza; por un instante, toda la casa pareció oscilar; pero ella insistía—. Louis, mira lo que le pasa.

Había dejado de moverse. Estaba echado de espaldas. Y todo el cuerpo le temblaba, se le secaba; la piel estaba gruesa y arrugada y tan blanca que se le veían todas las pequeñas venas. Quedé perplejo, pero no pude apartar la vista, ni siquiera cuando la forma de los huesos empezó a asomar, sus labios retrocedieron hasta los dientes, la piel de la nariz se secó y mostró dos grandes agujeros. Pero sus ojos siguieron iguales, mirando enloquecidos al techo, con el iris bailoteando de una punta a la otra, mientras la carne se hundía hasta los huesos y se convertía en un pergamino que tapaba al esqueleto. Por último, puso los ojos en blanco y así quedó, sólo una masa de rizado cabello rubio, un abrigo, un par de botas brillantes y ese horror que había sido Lestat; y yo lo miré, desesperado.

Durante largo rato. Claudia simplemente se quedó allí. La sangre había empapado la alfombra, ensombreciendo las flores bordadas. Brillaba pegajosa y negra sobre los suelos. Había manchado el vestido, los zapatos blancos, las mejillas de Claudia. Se limpió con una servilleta arrugada, trató de limpiarse las manchas del vestido y, entonces, me dijo:

—¡Louis, debes ayudarme a sacarlo de aquí!

—No —contesté. Y le di la espalda; ella seguía con el cadáver a sus pies.

—¿Estás loco, Louis? ¡No puede quedarse aquí! —me dijo—. Y los niños. ¡Debes ayudarme! El otro ha muerto del ajenjo. ¡Louis!

Yo sabía que tenía razón, que era necesario. No obstante, me pareció algo imposible.

Tuvo que rogarme; casi me llevó de la mano. Encontramos el horno de la cocina aún repleto con los huesos de la madre y la hija que ella había asesinado; un acto peligroso, una estupidez. Entonces ella metió los cadáveres en un saco y lo arrastró por las piedras del patio hasta el coche. Yo mismo até el caballo, dejando dormir al soñoliento cochero, y conduje el carruaje a las afueras de la ciudad, rápidamente, en dirección al pantano St. Jean, que se extendía hasta el lago Pontchartrain. Ella se sentó a mi lado, en silencio, hasta que pasamos las puertas iluminadas de las pocas casas rurales y el camino se angostó y se volvió escabroso; el pantano se extendía a ambos lados y era como un muro al parecer impenetrable de cipreses y de enredaderas. Podía oler el hedor de los vegetales podridos, oír el ronroneo de los animales.

Claudia había enfundado el cuerpo de Lestat en una sábana porque yo no lo quise ni tocar, y luego, para horror mío, le había esparcido encima los crisantemos de largos tallos. Por tanto tenía un dulce aroma funerario cuando por último lo metí en el carruaje. Casi no pesaba, de tan fláccido que quedó, como algo hecho de cuerdas y trapos. Y me lo puse al hombro y avancé por las aguas negras, el agua que chapoteaba y llenaba mis botas; mis pies buscaban un sendero bajo esas aguas, lejos de donde había dejado a los dos niños. Entré cada vez más profundo con los despojos de Lestat, aunque no sabía por qué. Y, finalmente, cuando apenas podía vislumbrar el pálido espacio del camino y el cielo que peligrosamente se aproximaba al alba, dejé que su cuerpo se resbalara de mis brazos y cayera al agua. Me quedé allí, traumatizado, mirando la forma amorfa de la sábana blanca debajo de esa superficie de lodo. El estupor que me había abrumado desde que abandonáramos la rué Royale amenazó con desvanecerse y dejarme de repente mirando, pensando: "Esto es Lestat. Esto es todo lo que queda de la transformación y el misterio; muerto, ido a la oscuridad eterna". Sentí de súbito un empujón, como si una fuerza me rogara que descendiese junto a él, me hundiera en el agua negra y jamás regresara. Fue algo fuerte y claro, aunque, en comparación con las voces ordinarias, sólo me pareció un murmullo. Habló sin lenguaje, diciendo: "Tú sabes lo que debes hacer. Húndete en la oscuridad. Déjate ir por completo".

Pero, en ese instante, oí la voz de Claudia. Me llamaba por mi nombre. Me di vuelta y por las enredaderas retorcidas, la vi pequeña y distante, como una llama blanca en el camino débilmente iluminado.

Más tarde, a la madrugada —prosiguió—, Claudia me abrazó y puso su cabeza contra mi pecho en la intimidad del ataúd; me susurró que me amaba; que ahora quedaríamos libres de Lestat para siempre.

—Te amo, Louis —me repitió una y otra vez hasta que la oscuridad cayó finalmente sobre nosotros y misericordiosamente nos borró toda conciencia.

Cuando me desperté, ella estaba revisando las cosas de Lestat. Fue una tarea silenciosa, metódica, pero llena de una furia ciega. Sacó los contenidos de los gabinetes, vació cajones sobre las alfombras, sacó una por una sus chaquetas de los roperos; revisó cada bolsillo, tirando las monedas y las entradas al teatro y los pedacitos de papel. Me quedé en la puerta de su dormitorio, atónito, observándola. El ataúd de Lestat estaba allí, lleno de bufandas y pedazos de tapicería. Sentí la compulsión de abrirlo. Tuve el deseo de encontrarlo allí.

—¡Nada! —exclamó finalmente ella con disgusto en la voz, y metiendo las ropas en el ataúd—. ¡Ni una pista de dónde provenía, de quién lo había creado! Ni una señal.

Me miró como implorando mi simpatía. Desvié la mirada. No podía mirarla. Volví al dormitorio, esa habitación llena con mis libros y las cosas que había salvado de mi hermana y de mi madre, y me senté en la cama. La pude oír en la puerta, pero no la miré.

—¡Merecía morir! —me dijo.

—Entonces nosotros merecemos morir. De la misma manera. Cada noche de nuestras vidas —le contesté—. Aléjate de mí —fue como si mis palabras fueran mis pensamientos, y mi mente únicamente fuera una amorfa confusión—. Te cuidaré porque tú no cuidas de ti misma. Pero no te quiero cerca. Duerme en ese ataúd que te has comprado. No te me acerques.

—Te dije que lo iba a hacer. Te lo dije... —recordó ella. Su voz nunca había sonado tan frágil, como el tintineo de una campanilla. La miré, perplejo pero inconmovible. Su cara no parecía su cara. Jamás nadie había puesto tal agitación en el rostro de una muñeca.

—¡Louis, te lo dije! —dijo ella con los labios temblorosos—. Lo hice por nosotros. Para que pudiéramos ser libres.

No pude soportar su presencia. Su hermosura, su presunta inocencia y esa terrible agitación. Pasé a su lado, quizás empujándola un poco, no lo sé. Y casi había llegado a las barandillas de la escalera cuando oí un sonido extraño.

En todos los años de nuestra vida en común nunca había oído ese sonido. Nunca más desde esa distante noche en que la había encontrado, cuando era una niña mortal, aferrada a su madre. ¡Estaba llorando!

Me hizo retroceder contra mi voluntad. No obstante, parecía tan inconsciente, tan desesperada, como si ella no pretendiera que nadie la oyese o no le importara que la oyese el mundo entero. La encontré echada en mi cama, donde tan a menudo me sentaba a leer, con sus rodillas encogidas y todo su cuerpo temblando a fuerza de sollozos. El sonido era terrible. Era más sentido, más espantoso que el llanto mortal que había tenido. Me senté lenta, suavemente, a su lado y le puse una mano sobre el hombro. Levantó la cabeza, sorprendida, con los ojos abiertos y la boca temblorosa. Tenía la cara cubierta de lágrimas, lágrimas que estaban teñidas de sangre. Sus ojos brillaban y el débil toque de rojo manchaba su pequeña mano. No parecía darse cuenta de ello, no parecía verlo. Se alzó el pelo de la frente. Entonces su cuerpo se estremeció con un sollozo prolongado, sordo y necesitado.

—Louis..., si te pierdo, no tengo nada —susurró—. Desharía lo hecho para recuperarte. No lo puedo hacer.

Me abrazó, subiéndose encima de mis rodillas, llorando contra mi corazón. Mis manos no tenían ganas de tocarla, pero entonces se movieron como si yo no pudiera detenerlas para abrazarla y acariciarle el cabello.

—No puedo vivir sin ti... —susurró—. Preferiría morir a vivir sin ti. Moriría del mismo modo que él. No puedo soportar que me mires como lo hiciste. ¡No puedo soportar que no me ames!

Sus sollozos se hicieron más fuertes, más amargos, hasta que por último me agaché y besé su cuello y sus mejillas suaves. Ciruelas invernales. Ciruelas de un bosque encantado donde la fruta jamás cae de las ramas. Donde las flores jamás se marchitan y mueren.

—Muy bien, querida mía... —le dije—. Muy bien, amor mío... —y al decir esto la mecí suavemente, lentamente, en mis brazos hasta que se durmió, murmurando algo sobre nuestra eterna felicidad, libres para siempre de Lestat, empezando la gran aventura de nuestras vidas.

La gran aventura de nuestras vidas —prosiguió, tras una pausa—. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? ¿Y qué es "el fin del mundo" salvo una frase?; porque ¿quién sabe siquiera lo que es el mundo? Yo ya he vivido dos siglos, he visto las ilusiones de uno hechas trizas por otro, he sido eternamente joven y eternamente viejo, carente de ilusiones, viviendo de momento a momento de una manera que me hizo imaginar un reloj de plata repiqueteando en el vacío; con la superficie pintada, las manecillas delicadamente talladas sin que nadie las mirara, iluminado por una luz que no era luz, como la luz con la que Dios creó al mundo antes de que creara la luz. Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del reloj, en una habitación tan vasta como el universo.

Yo estaba caminando de nuevo por las calles; Claudia se había ido a matar por su lado; el perfume de su pelo y de su vestido aferrado a mis dedos, a mi abrigo, y mis ojos se movían muy por delante como el rayo pálido de una linterna. Me encontré en la catedral. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? Pensaba en la muerte de mi hermano, en el incienso y el rosario. De repente sentí el deseo de estar en el cuarto fúnebre, escuchando el sonido de las voces de las mujeres, que suben y bajan con los Aves, el ruido de los rosarios, el olor de la cera. Pude recordar las lamentaciones. Era algo palpable, como si fuera ayer, detrás de una puerta. Me vi caminando rápido por un corredor y abriendo suavemente la puerta.

La gran fachada de la catedral se levantó en una enorme masa oscura del otro lado de la plaza, pero las puertas estaban abiertas y adentro pude ver una luz suave, trémula. Era la tarde del sábado y la gente iba a la confesión para la misa del domingo y la comunión. Las velas ardían en los candelabros. Al final de la nave, el altar se elevaba entre las sombras cubierto de flores blancas. Había sido en la iglesia vieja, en este mismo lugar, donde habían traído a mi hermano para el último servicio antes de ir al cementerio. Y, súbitamente, me di cuenta de que yo no había vuelto a ese sitio desde entonces, que nunca había pasado de nuevo por esos escalones de piedra, cruzado el atrio y pasado por esas puertas abiertas.

No tenía miedo. En todo caso, deseaba que pasara algo, que esas piedras temblaran cuando yo cruzara el atrio en sombras y viera el distante tabernáculo en el altar. Recordé que había pasado en una ocasión cuando las vidrieras estaban radiantes y los cánticos resonaban en Jackson Square. Entonces había vacilado, preguntándome si había algún secreto que Lestat no me hubiese revelado, algo que pudiera destruirme si entraba. Sentí ganas de entrar, pero había rechazado la idea, deshaciéndome de la fascinación de las puertas abiertas, la multitud de gente haciendo una sola voz. Yo tenía algo para Claudia, una muñeca que le llevaba, una muñeca que había sacado de la vitrina a oscuras de una juguetería, y la había puesto dentro de una gran caja con cintas y papel delicado. Una muñeca para Claudia. Recuerdo haberla apretado contra mí, oyendo las fuertes vibraciones del órgano detrás, con mis ojos entrecerrados debido al gran resplandor de las velas.

Entonces pensé en ese momento; el miedo que sentí de la mera visión del altar, del sonido del
Pange Lingua.
Y nuevamente pensé, persistente, en mi hermano. Podía ver el ataúd yendo por el pasillo central, la procesión de los fieles detrás. Ahora no sentí miedo. Como te dije, en todo caso sentí ganas de tener algún temor, de encontrar alguna razón para tener miedo cuando avanzaba lentamente a lo largo de los altos muros ensombrecidos. Hacía frío y estaba húmedo pese al verano. La idea de la muñeca de Claudia volvió a mí. ¿Dónde estaba esa muñeca? Claudia había jugado con ella durante años. De improviso me puse a buscar esa muñeca en el recuerdo, del modo absurdo y frenético de quien busca algo en una pesadilla, llegando a puertas que no se abren o cajones que no se cierran, sin saber por qué su esfuerzo parece tan desesperado, por qué la súbita visión de una silla con un mantón encima le inspira tanto horror.

Yo estaba en la catedral. Una mujer salió del confesionario y pasó la larga cola de quienes aguardaban. Un hombre, que tendría que haberse acercado, se quedó inmóvil, y mi ojo, sensible incluso a mi condición vulnerable, notó el hecho y me di vuelta para verlo. Me miraba. Rápidamente le di la espalda. Lo oí entrar en el confesionario y cerrar la puerta. Caminé por el pasillo del costado y entonces, más debido al agotamiento que a la convicción, me acerqué a un banco lateral y tomé asiento. Casi hice la genuflexión por antiguo hábito. Tenía la mente tan confusa y atormentada como la de cualquier mortal. "Oye y ve", me dije a mí mismo. Y con este acto de voluntad, mis sentidos emergieron del tormento. A mi alrededor, en la penumbra, oí el susurro de las oraciones, el leve repiqueteo de los rosarios; el suave gemido de la mujer que se hincó en la duodécima estación. Del mar de bancos de madera se elevó el olor de las ratas. Una rata solitaria se movía en las inmediaciones del altar, una rata en el gran altar de madera tallada de la Virgen María. Los candelabros de oro brillaban en el altar; un gran crisantemo blanco de repente se dobló sobre su tallo; había gotas brillantes en sus pétalos, una fragancia amarga subía de los vasos, de los altares frontales y de los altares laterales, de las estatuas de vírgenes y Cristos y santos. Contemplé las estatuas; de pronto, y de forma completa, me obsesioné con los perfiles exánimes, los ojos fijos, las manos vacías, los dobleces congelados. Entonces mi cuerpo sufrió tal convulsión que se dobló hacia adelante y mi mano se aferró al banco siguiente. Era un cementerio de formas muertas, de efigies funerales y de ángeles de piedra. Levanté la vista y me vi a mí mismo en una visión casi palpable, subiendo los escalones del altar, abriendo el diminuto tabernáculo sacrosanto, alcanzando con manos monstruosas el cáliz consagrado y tomando el Cuerpo de Cristo y arrojando sus blancas hostias sobre la alfombra y luego pisando las hostias sagradas delante del altar, dando la Sagrada Comunión al polvo. Me puse de pie y me quedé contemplando esa visión. Supe perfectamente bien su significado.

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