Entrevista con el vampiro (40 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Pero yo aún no me percataba de todo lo loca que estaba y de cuan acostumbrada al ensueño. No clamaría por la realidad; más bien sentiría la realidad en sus sueños; una araña demoníaca alimentaba su rueca con las telas del mundo y ella podía hacer su propio mundo de telarañas.

Yo estaba empezando a comprender su avaricia, su magia.

Tenía el oficio de hacer muñecas. Y con su antiguo amante había hecho, de forma interminable, réplicas de su hija muerta. Fue algo que yo comprendí, cuando, en la visita que hicimos a la tienda, vi los estantes llenos. Además tenía la habilidad del vampiro y la intensidad del vampiro; por tanto, en el espacio de una noche, cuando yo la había alejado de la matanza, ella, con una sed insaciable, creo que con unos pocos palos, su cuchillo y su formón, hizo una mecedora tan perfecta y proporcionada para Claudia que ésta, sentada al lado del fuego, pareció una mujer.

A eso se le sumó, a medida que pasaban las noches, una mesa en la misma escala. Y, de una juguetería, trajo una pequeña lámpara, un plato y una taza de porcelana. Y del bolso de una mujer, un pequeño cuaderno de anotaciones que en las manos de Claudia era un gran volumen. El mundo se deshizo y dejó de existir en los límites de ese pequeño espacio que pronto ocupó toda la superficie del tocador de Claudia: una cama cuyo dosel alcanzaba la altura de mi pecho; pequeños espejos que sólo reflejaban las piernas de un pesado gigante cuando me encontraba perdido entre ellos; unos cuadritos colgaban de las paredes a la altura de los ojos de Claudia, y, por último, encima de su mesa de tocador, guantes negros y largos para dedos diminutos, un vestido de gala de terciopelo, una tiara de alhajas. Claudia, la joya coronada, una reina de las hadas con desnudos hombros blancos, caminaba con sus ropajes lujosos entre las ricas posesiones de ese mundo enano mientras yo la espiaba desde la puerta, perplejo, desgarbado, echado en la alfombra para poder reposar la cabeza en el codo y observar los ojos de mi joya, y los veía misteriosamente suavizados por la perfección de su santuario. ¡Qué hermosa estaba con sus lazos negros! Una mujer fría, rubia, con una extraña cara de muñeca y ojos líquidos que me miraban con tanta serenidad y durante tanto tiempo que, con seguridad, yo debía de quedar olvidado; los ojos debían de ver algo distinto a mí cuando yo estaba soñando, echado allí en el suelo; algo más que el torpe universo que me rodeaba y que ahora estaba descartado y anulado por alguien que lo había sufrido, alguien que siempre había sufrido, pero que ahora no parecía sufrir y escuchaba una caja de música y ponía una mano en el reloj de juguete. Tuve una visión de horas más cortas y de pequeños minutos dorados. Pensé que estaba loco.

Me puse las manos bajo la cabeza y miré el candelabro; me resultaba difícil salir de un mundo y entrar en el otro. Madeleine, en el sofá, trabajaba con esa pasión uniforme, como si la inmortalidad de ningún modo pudiera significar descanso. Cosía los lazos a las sedas de la camisa, sólo deteniéndose de tanto en tanto para secarse la humedad de su blanca frente.

Me pregunté: "Si cierro los ojos, ¿este reino de pequeñas cosas consumirá las habitaciones a mi alrededor, y yo, como Gulliver, me despertaré y me descubriré atado de pies y manos, como un gigante rechazado? Tuve una visión de casas construidas para Claudia en cuyos jardines los ratones serían monstruos y habría pequeños carruajes y las malezas con flores serían árboles. Los mortales quedarían tan fascinados que caerían de rodillas para mirar a través de las ventanitas. Como una telaraña, los atraería.

Yo estaba atado de pies y manos. No sólo por esa belleza fantasmal, ese secreto exquisito de los blancos hombros de Claudia, el rico collar de perlas, la languidez embrujadora; una botellita de perfume, ahora una garrafa, de la que salía un aroma de encantamiento que prometía el Edén: yo estaba atado por el miedo. Fuera de esas habitaciones donde se suponía que yo administraba la educación de Madeleine —erráticas conversaciones sobre la muerte y la naturaleza del vampiro en las que Claudia podría haber enseñado con mucha más facilidad que yo si alguna vez hubiera mostrado el deseo de hacerlo—, fuera de esas habitaciones, donde noche tras noche se me tranquilizaba con besos suaves y miradas contentas que aseguraban que ya no reaparecería más el odio que una vez me había mostrado Claudia; fuera de esas habitaciones, temía descubrir que, según mi propia admisión desganada, yo estaba verdaderamente cambiado: mi parte mortal era lo que yo amaba, estaba seguro. Entonces, ¿qué sentía por Armand, la criatura por quien yo había transformado a Madeleine, la criatura por la cual yo había querido ser libre? ¿Una distancia curiosa y perturbadora? ¿Un dolor sordo? ¿Un temblor innominable? Incluso en aquel sitio mundano, veía a Armand en su celda monacal, veía sus ojos castaños y sentía ese magnetismo fantasmal.

No obstante, no hice nada por ir a verlo. No me animé a descubrir todo lo que podría haber perdido. Ni traté de separar esa pérdida de otra idea opresiva: que en Europa no había encontrado verdades que amenguaran mi soledad ni transformaran mi desesperación. En cambio, sólo había encontrado el mecanismo interior de mi pequeña alma, el dolor en la de Claudia y una pasión por un vampiro que quizás era más demoníaco que Lestat, pero en quien veía la única posibilidad de bien en el mal que yo podía concebir.

Y, finalmente, todo escapaba a mis posibilidades. El reloj repiqueteó encima de la chimenea y Madeleine me rogó que la llevara a ver el Théàtre des Vampires y juró defender a Claudia de cualquier vampiro que osara insultarla. Claudia habló de estrategias y dijo:

—Todavía no, ahora no.

Yo me recosté, observando con algún alivio el amor de Madeleine por Claudia, su ciega pasión al descubierto. Oh, tengo en mi corazón tan poca compasión o recuerdos de Madeleine... Yo pensaba que ella sólo había visto la primera veta del sufrimiento; no comprendía a la muerte. Tan fácilmente se la podía violentar, se la podía lanzar por el camino de la violencia... Suponía, en mi orgullo y engaño colosales, que mi dolor por mi hermano muerto era la única emoción verdadera. Me permití olvidar cuánto me había enamorado ciegamente de los ojos irisados de Lestat, que había vendido mi alma por un objeto luminoso y multicolor pensando que una superficie altamente reflexiva brindaba el poder de caminar sobre las aguas.

¿Qué tendría que haber hecho Cristo para que lo siguiera como Mateo o Pedro? Vestirse bien, para empezar. Y tener una cabeza lujuriosa de abundante cabello rubio.

Me detestaba a mí mismo. Adormecido por su conversación —Claudia susurraba acerca de matanzas y de la velocidad, y de las habilidades del vampiro—, apareció entonces la única emoción de la que era capaz: detestarme. Las amo. Las odio. No me importa si están aquí. Claudia me pone las manos en el cabello como si me quisiera decir con la misma intimidad de antaño que su corazón está en paz. No me importa. Y está la aparición de Armand, ese poderío, esa claridad. Detrás de un espejo, al parecer. Y tomando la mano juguetona de Claudia, comprendo por primera vez en mi vida lo que ella siente cuando me perdona por ser yo mismo, y dice que me ama y que me odia: no siente casi nada.

Faltaba una semana —reinició el vampiro su relato— para que acompañáramos a Madeleine en su aventura de incendiar un universo de muñecas detrás de una vitrina. Recuerdo que caminé por la calle, giré y entré en una angosta caverna oscura donde el único sonido era la caída de la lluvia. Pero entonces vi el rojo resplandor contra las nubes. Repicaron las campanas y gritaron los hombres. Y Claudia, a mi lado, me habló en voz baja de la naturaleza del fuego. El humo espeso que se elevaba en el resplandor inquieto me puso nervioso. Sentí miedo. No un miedo mortal, sin freno, sino algo como un garfio que me rozara. Ese miedo..., era la vieja casa que ardía en la rué Royale, y Lestat como dormido en el suelo ardiente.

—El fuego purifica... —dijo Claudia.

Y yo dije:

—No, el fuego simplemente destruye.

Madeleine pasó a nuestro lado y corrió hacia el final de la calle, como un fantasma en la lluvia, con sus manos blancas azotando el aire, haciéndonos señas, arcos blancos de luciérnagas. Recuerdo que Claudia se fue de mi lado en pos de ella. Aún tengo la visión de su pelo rubio despeinado, móvil, cuando me hizo señas para que las siguiera. Una cinta caída en el suelo, flameando y flotando en un remolino de agua negra. Y yo agachado para recogerla. Pero otra mano la alcanzó. Armand me la entregó.

Quedé perplejo al verlo allí, la figura del Caballero de la Muerte en un portal, maravillosamente real en su capa negra y corbatín de seda, y, no obstante, etéreo en su inmovilidad. Hubo un debilísimo resplandor de fuego en sus ojos.

Desperté de improviso como si hubiera estado durmiendo, me desperté al sentirlo, al tener su mano en la mía, al ver su cabeza gacha como si me hiciese saber que quería que lo siguiese. Me despertó mi propia experiencia de excitación ante su presencia. Y esa presencia me consumió con la misma fuerza con que me había consumido en su celda. Caminamos juntos a paso rápido; nos acercamos al Sena y nos movimos con tanta celeridad y habilidad entre los grupos de hombres que éstos apenas se percataron de nuestro paso; y nosotros apenas los vimos. Me sorprendí de que yo pudiera seguirlo con tanta facilidad. Me obligaba a reconocer mis poderes, a aceptar que las formas que yo normalmente elegía eran humanas y que ya no las necesitaba más.

Quise, desesperadamente, hablar con él, detenerlo con ambas manos en los hombros, simplemente volver a mirarlo a los ojos como había hecho la última noche, fijarlo en un tiempo y en un espacio para poder afrontar la excitación que sentía en mi interior. Quería hablarle de tantísimas cosas, quería explicarle tantas cosas... Sin embargo, no supe qué decir ni por qué lo diría; sólo la plenitud de la experiencia me alivió casi hasta el borde de las lágrimas. Eso era lo que yo más temía.

No sabía dónde estábamos; únicamente que alguna vez había pasado por allí: una calle de antiguas mansiones, de muros de jardín y portales de cocheras y torres en lo alto y ventanas de cristal bajo arcos de piedra. Casas de otros siglos, árboles nudosos, esa tranquilidad súbita y espesa que significa que las masas han quedado fuera; un puñado de mortales habitan esa vasta región de habitaciones de altos techos; la piedra absorbe el sonido de la respiración, el espacio de vidas enteras.

Ahora Armand estaba encima de un muro, con su brazo contra la rama saliente de un árbol y su mano extendida para ayudarme; y en un instante yo estaba a su lado y el follaje mojado me acarició el rostro. Encima, pude ver piso tras piso hasta una torre que apenas se veía en la lluvia negra y continua.

—Escúchame, vamos a subir a esa torre —me dijo Armand.

—Yo no podré... Es imposible...

—No has empezado siquiera a conocer tus poderes. Puedes subir fácilmente. Recuerda que, si caes, no te lesionarás. Haz lo que yo hago. Pero atención a lo siguiente: hace cien años que me conocen los habitantes de esta casa y piensan que soy un espíritu; por tanto, si alguien te ve por casualidad, o tú los ves a través de esas ventanas, recuerda lo que creen que eres y no demuestres interés o se sentirán defraudados y confundidos. ¿Me oyes? Estás perfectamente a salvo.

Yo no estaba seguro de qué era lo que más me aterrorizaba: el subir por esos muros o que creyeran que era un fantasma; pero no tuve tiempo para inventarme excusas ingeniosas. Armand había empezado a subir, sus botas encontraban las grietas entre las piedras, sus manos eran tan seguras como garras en las hendiduras; yo lo seguía, apretado contra la pared, sin animarme a mirar abajo, agarrado, para descansar un instante, al arco ancho y esculpido encima de una ventana. Miré al interior: por encima del fuego, vi un hombro oscuro y una mano moviendo el atizador; una figura que se movía completamente ignorante de que la miraban. Y desapareció. Subimos cada vez más alto hasta que llegamos a la ventana de la misma torre. Armand la abrió de inmediato; sus largas piernas desaparecieron por el marco y yo lo seguí y sentí sus brazos alrededor de mis hombros.

Di un suspiro de alivio, pese a mí mismo, cuando estuve en la habitación, frotándome las palmas de las manos, mirando aquel lugar extraño y húmedo. Abajo, los techos estaban plateados y, aquí y allá, se elevaban las torres a través de las frondosas y enormes copas de los árboles. A lo lejos, brillaba la rota cadena de la avenida. La habitación parecía tan húmeda como la noche. Armand hizo un fuego.

De una gran pila de muebles, eligió sillas y las hizo leña fácilmente, pese al grosor de sus piezas. Había algo grotesco en él, acentuado por su gracia y la serenidad imperturbable de su rostro blanco. Hizo lo que cualquier vampiro podía hacer: romper esos gruesos pedazos de madera; sin embargo, hizo únicamente lo propio del vampiro. No parecía haber nada humano en él; incluso sus facciones apuestas y su pelo moreno se convertían en los atributos de un ángel terrible, que sólo compartía con el resto de nosotros un parecido superficial. El abrigo hecho a medida era un espejo. Y aunque me sentí atraído por él, con más fuerza quizá de lo que jamás me había sentido atraído por criatura alguna, salvo por Claudia, me fascinó de una manera próxima al miedo. No me sorprendió, cuando terminó, que pusiera una pesada silla de roble a mi disposición, pero que él se retirara a la chimenea y allí se sentara, calentándose las manos ante el fuego mientras las llamas le arrojaban sombras rojas a su cara.

—Puedo oír a los habitantes de la casa —dije. El calor sentaba muy bien. Pude sentir que se secaba el cuero de mis botas.

—Entonces sabes que yo también puedo oírlos —me dijo en voz baja, y aunque no hubo ni una pizca de reproche, me di cuenta de las implicaciones de mis propias palabras.

—¿Y si vienen? —insistí, estudiándolo.

—¿No te das cuenta, por mi manera de estar aquí, que no vendrán? —me preguntó—. Podemos quedarnos sentados aquí toda la noche sin jamás hablar de ellos. Quiero que sepas que si en este momento aún hablamos de ellos se debe a que tú te has referido a ellos.

Y, como no contesté nada, y quizá parecí un tanto derrotado, me dijo que hacía mucho tiempo que habían cerrado la torre y que no la habían vuelto a pisar; y, si de hecho veían el humo en la chimenea por la ventana, ninguno de ellos se aventuraría a subir hasta el día siguiente.

Vi entonces que había unos cuantos estantes de libros a un costado de la chimenea, y un escritorio. Encima de éste había unas hojas de papel dobladas, un tintero y varios lapiceros. Pude imaginarme que la habitación sería un sitio cómodo cuando no hubiera tormenta o después de que el fuego secara el ambiente.

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