Entrevista con el vampiro (41 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¿Ves? —dijo Armand—, realmente no tienes necesidad de las habitaciones del hotel. En realidad, tienes necesidad de muy poco. Pero cada uno de nosotros debe decidir lo que quiere. La gente de esta casa me ha puesto un nombre; sus encuentros conmigo han sido causa de conversación durante veinte años. Son instantes aislados del tiempo que nada significan para mí. No me pueden hacer daño y yo uso su casa para estar solo. Nadie en el Théàtre des Vampires sabe que vengo aquí. Es mi secreto.

Lo había mirado con suma atención cuando hablaba, y se me volvieron a ocurrir las ideas que me habían venido aquella noche en la celda del teatro. Los vampiros no envejecen y me pregunté qué diferencia habría entre su rostro juvenil y su aspecto de hacía cien años o aún más; porque su cara, aunque no acentuada por las lecciones de la madurez, no era una máscara. Sólo supe que me sentía tan atraído por él como lo había estado antes, y, de alguna manera, las palabras que entonces pronuncié fueron un subterfugio.

—Entonces, ¿qué te ata al Théàtre des Vampires? —le pregunté.

—Una necesidad, naturalmente. Pero he encontrado lo que necesito —dijo—. ¿Por qué me esquivas?

—Jamás te he esquivado —dije, tratando de ocultar la excitación que me produjeron sus palabras—. Tú comprendes que debo proteger a Claudia; que ella sólo me tiene a mí. O al menos sólo me tenía a mí hasta...

—Hasta que Madeleine fue a vivir con vosotros...

—Sí... —dije.

—Pero ahora Claudia te ha dejado en libertad y, sin embargo, tú te quedas con ella y te atas a ella como su querido.

—No, no es mi querida; tú no comprendes —dije—. Más bien es mi niña y no sé cómo puede dejarme en libertad... —Eran ideas que se me habían ocurrido con gran frecuencia—. No sé si la hija tiene el poder de liberar al padre. No sé si no estaré atado a ella todo el tiempo que...

Me detuve. Iba a decir "que viva''. Pero me di cuenta de que se trataba de un vacío lugar común de los mortales. Ella viviría para siempre del mismo modo que yo. Pero, ¿no les sucedía eso a los padres mortales? Sus hijas vivían para siempre porque los padres morían antes. De repente me encontré perdido, pero consciente todo el tiempo de cómo me escuchaba Armand; que me escuchaba de una manera en que nosotros soñamos que los demás escuchan, y su rostro parecía reflejar todo lo que yo decía. No se abalanzaba para aprovechar mi pausa más breve, para señalar la comprensión de algo antes de que se hubiera terminado de expresar el pensamiento, o para discutir, con un impulso rápido e irresistible; todas esas cosas que a menudo imposibilitan el diálogo.

Y al cabo de un largo intervalo, dijo:

—Te quiero. Te quiero más que a nada en el mundo.

Por un instante, no creí lo que había oído. Me pareció increíble. Me quedé desesperadamente desarmado. La visión muda de que viviéramos juntos se extendió hasta anular cualquier otra consideración en mi mente.

—Dije que te quería. Te quiero más que a nada en el mundo —repitió con un sutil cambio de expresión. Y entonces tomó asiento, esperando, aguardando. Su cara estaba tan tranquila como siempre, la frente blanca y pulida bajo el mechón de pelo negro, sin una traza de cuidado, y sus ojos reflejándose en los míos, los labios inmóviles—. Tú quieres esto de mí y, sin embargo, no vienes a mí —dijo—. Hay cosas que quieres saber y no preguntas. Ves a Claudia alejándose de ti y, no obstante, pareces incapaz de evitarlo. Y, entonces, quieres darte prisa, pero no haces nada.

—No conozco mis propios sentimientos. Quizá son más claros para ti que para mí...

—¡Ni siquiera has empezado a conocer todo el misterio que eres! —dijo él.

—Pero al menos tú te conoces perfectamente. Yo no puedo decir eso de mí —dije—. La quiero pero no estoy próximo a ella. Quiero decir que cuando estoy contigo, como ahora, me doy cuenta de que no sé nada de ella, nada de nadie.

—Ella es una época para ti, una época de tu vida. En caso de que rompas con ella, romperás con la única persona viva que ha compartido el tiempo contigo. Tú le temes a eso; temes al aislamiento, la carga, la inmensidad de la vida eterna.

—Sí, eso es verdad, pero sólo en parte. Esa época no significa mucho para mí. Ella la cargó de significado. Otros vampiros deben experimentar lo mismo y sobreviven ese paso de cien épocas.

—Ellos no lo sobreviven —dijo él—. El mundo estaría lleno de vampiros si así fuera. ¿Cómo piensas que he llegado a ser el más viejo de aquí o de cualquier otra parte?

Yo lo había pensado y, por tanto, me aventuré a decir:

—¿Mueren por la violencia?

—No, casi nunca. No es necesario. ¿Cuántos vampiros crees que tienen el valor suficiente para la inmortalidad? Para empezar, tienen las nociones más vagas acerca de la inmortalidad. Porque, al convertirse en inmortales, quieren que todas las formas de su vida sean fijas e incorruptibles: los carruajes hechos en el mismo estilo; vestimentas con el corte mejor; hombres ataviados y hablando del modo que siempre han comprendido y valorado; cuando en realidad, todas las cosas cambian menos el vampiro; todo salvo el vampiro está sujeto a una corrupción y a una distorsión constantes. Muy pronto, con esa mente inflexible, y a veces incluso con la mente más flexible, esta inmortalidad se transforma en una condena penitenciaria, en un manicomio de figuras y formas que son desesperadamente ininteligibles y sin valor. Un atardecer, un vampiro se levanta y se da cuenta de lo que ha temido quizá durante décadas: que simplemente no quiere vivir más. Que cualquier estilo o moda o forma de existencia que le hiciera atractiva la inmortalidad ha desaparecido de la faz de la tierra. Y no queda nada que ofrezca la libertad de la desesperación, con la excepción del acto de matar. Y el vampiro sale a morir. Nadie encontrará sus restos. Nadie sabrá que ha desaparecido. Y muy a menudo, nadie a su alrededor, en caso de que aún busque la compañía de otros vampiros, nadie sabrá que él está desesperado. Habrá dejado de hablar de él o de cualquier otra cosa hace mucho tiempo. Desaparecerá.

Me quedé sentado e impresionado por la obvia verdad de sus palabras y, no obstante, al mismo tiempo, todas mis entrañas se rebelaron contra esa posibilidad. Tomé conciencia de la profundidad de mi esperanza y de mi terror. ¡Qué diferentes eran esos sentimientos alienantes que te he descrito de esa horrenda desesperación de pérdida! Había algo indignante y repulsivo en ella. No la podía aceptar.

—Pero tú no te permitirías caer en semejante estado. Mírate —le estaba diciendo yo—. Si no quedara una sola obra de arte en el mundo..., y hay miles..., si no hubiera una sola belleza natural, si el mundo se redujera a una única celda vacía y una vela tenue, no puedo dejar de imaginarte estudiando esa vela, concentrado en esa luz trémula, en el cambio de sus colores... ¿Cuánto tiempo te podría sostener eso...? ¿Qué posibilidades crearía? ¿Estoy equivocado? ¿Acaso soy un idealista enloquecido?

—No —dijo él; hubo una breve sonrisa en sus labios, un flujo evanescente de placer; pero continuó hablando—. Tú te sientes obligado con un mundo que amas porque ese mundo para ti sigue intacto. Es concebible que tu sensibilidad se convierta en un instrumento de la locura. Hablas de obras de arte y de bellezas naturales. Ojalá yo tuviera el poder del artista para vivificar para ti la Venecia del siglo XV, el palacio de mi amo, el amor que yo le tenía cuando era un chico mortal y el amor que él sentía por mí cuando me convirtió en un vampiro. Oh, si pudiera revivir esos tiempos para ti y para mí... únicamente un instante. ¿Cuánto valdría? ¡Y cuánto me entristece que el tiempo no apague la memoria de esa época y que se haga más rico y más mágico a la luz del mundo que hoy veo!

—¿Amor? ¿Existió el amor entre ti y el vampiro que te creó? —pregunté y me incliné hacia adelante.

—Así es —dijo—. Un amor tan fuerte que no pudo permitir que yo envejeciera y muriera. Un amor que esperó paciente hasta que tuve fuerzas suficientes para nacer a la oscuridad. ¿Quieres decirme que no hubo vínculo de amor entre ti y el vampiro que te creó?

—Ninguno —dije rápidamente. No pude reprimir una amarga sonrisa.

Él me estudió.

—Entonces, ¿por qué te concedió estos poderes? —me preguntó.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento.

—¡Tú piensas que estos poderes son un don! —dije—. Por cierto que sí. Perdona, pero me sorprende que en tu complejidad seas tan profundamente simple —me reí.

—¿Debes insultarme? —sonrió. Y su manera de hablar me confirmó lo que acababa de decir. Parecía tan inocente... Yo estaba empezando a entenderlo.

—No, no por mí —dije, y se me aceleró el pulso cuando lo miré—. Tú eres todo lo que soñé cuando me convertí en vampiro. ¡Tú consideras estos poderes como un don! —repetí—. Pero, dime..., ¿sientes ahora amor por aquel vampiro que te brindó la vida eterna? ¿Lo sientes ahora?

Pareció pensarlo y luego dijo lentamente:

—¿Qué importancia tiene? Pienso que no he sido muy afortunado en sentir amor por muchas personas o muchas cosas. Pero sí, lo quiero. Quizá no lo quiera como tú piensas. Pareciera que me puedes confundir sin mayor esfuerzo. Tú eres un misterio. Yo ya no necesito más a aquel vampiro.

—Se me brindó la vida eterna, con una percepción superior, y la necesidad de matar —expliqué rápidamente— porque el vampiro que me creó quería la casa que yo poseía y mi dinero. ¿Comprendes una cosa semejante? —pregunté—. Ah, pero hay tanto detrás de mis palabras. Se me revela lentamente, de forma tan incompleta... ¿Ves?, es como si hubieras abierto una puerta para mí y la luz cayera en esa puerta y yo quisiera llegar a ella, abrirla del todo para entrar en la región que tú dices que existe más allá. Cuando en realidad, ¡no lo creo! El vampiro que me creó fue realmente todo aquello que yo creía que era malo; ¡era tan miserable, tan literal, tan desprovisto de todo, tan inevitable, eternamente desilusionante, como yo creía que tenía que ser el mal! ¡Pero tú, tú eres algo completamente ajeno a esa concepción! Abre la puerta para mí, ábrela de par en par. Cuéntame de ese lugar en Venecia, de ese amor con la condena eterna. Quiero saberlo.

—Te engañas. Ese palacio no significa nada para ti —dijo él—. La puerta que ves conduce hasta mí, a que vengas a vivir conmigo tal como ahora soy. Soy un demonio con infinitas gradaciones y sin culpa.

—Sí, exactamente —murmuré.

—Y eso te hace infeliz —dijo—. Tú, que viniste a mi celda y dijiste que sólo quedaba un pecado, el asesinato consciente de una vida humana.

—Sí... —dije—. ¡Cómo te debes haber reído de mí...!

—Jamás me reí de ti —dijo él—. No puedo darme el lujo de reírme de ti. A través de ti, me puedo salvar a mí mismo de la desesperación que te he descrito como nuestra muerte. A través de ti, debo vincularme con el siglo XIX y llegar a comprenderlo de una manera que me revitalice, algo que necesito desesperadamente. A ti te he esperado en el Théàtre des Vampires. Si conociera a un ser humano de esa sensibilidad, ese dolor, ese enfoque, lo convertiría en un vampiro al instante. Pero eso se puede hacer rara vez. No, he tenido que esperar y vigilarte. Y ahora lucharé por ti. ¿Ves con qué crueldad me enamoro? ¿Es esto lo que tú denominas amor?

—Oh, pero estarías cometiendo un gravísimo error —dije, mirándolo a los ojos. Sus palabras empezaban a revelármelo. Jamás había sentido que mi propia frustración fuera tan nítida. Era inconcebible que yo pudiera satisfacerlo. No podía satisfacer a Claudia. Jamás había podido satisfacer a Lestat. Y a mi propio hermano mortal, Paul, ¡de qué forma miserable lo había desilusionado!

—No, debo ponerme en contacto con la época —me dijo con calma—. Y lo puedo hacer por tu intermedio... No aprender cosas de ti que puedo ver en un momento en cualquier galería de arte o leer en una hora en el libro más extenso... Tú eres el espíritu, el corazón —insistió.

—No, no. —Me llevé las manos a la cabeza; estaba al borde de lanzar una carcajada amarga e histérica—. ¿No te das cuenta? Yo no soy el espíritu de mi época. Tengo problemas con todo y siempre los he tenido. ¡Nunca me he sentido a gusto en ninguna parte ni con nadie!

Era demasiado doloroso, demasiado perfecto y verdadero. Pero su rostro se iluminó apenas con una sonrisa irresistible. Parecía estar a punto de reírse de mí y, entonces, se le empezaron a mover los hombros con esa risa.

—Pero, Louis —me dijo en voz baja—. Ése es el mismísimo espíritu de tu época. ¿No lo ves? Todos se sienten como tú. Tu caída de la gracia y de la fe ha sido la caída de este siglo.

Me quedé perplejo y, durante largo rato, contemplé el fuego. Había consumido toda la leña y era una tierra baldía de cenizas latentes, un paisaje gris y rojo que se hubiera pulverizado ante el empuje del atizador. No obstante, estaba muy caliente y aún despedía una luz poderosa. Vi mi vida en una completa perspectiva.

—... Y los vampiros del Théàtre... —dije en voz baja.

—Ellos reflejan la edad del cinismo, que no puede abarcar la muerte de las posibilidades, una fatua indulgencia refinada en la parodia de lo milagroso; una decadencia cuyo último refugio es el ridículo de uno mismo, una desesperanza formal. Tú los viste; tú los has conocido toda tu vida. Tú reflejas tu época de un modo distinto. Tu reflejo es un corazón roto.

—Esto es la infelicidad. Una infelicidad que no acabas de comprender.

—No lo dudo. Dime cómo te sientes ahora, qué te priva de la felicidad. Dime por qué, durante siete días, no has venido a verme aunque estabas ansioso de hacerlo. Dime lo que te ata a Claudia y a la otra mujer.

Sacudí la cabeza.

—No sabes lo que me preguntas. Me resultó inmensamente difícil convertir a Madeleine en una vampira. Quebranté una promesa hecha a mí mismo de no hacerlo jamás, de que mi soledad jamás me llevaría a eso. No considero que nuestra vida sea un don y un poder. La veo como una maldición. No tengo el valor de morir. ¡Pero hacer otro vampiro! ¡Darle este sufrimiento a otro ser, condenar a todos esos hombres y mujeres a la muerte porque luego mi vampiro los matará! No cumplí una promesa. Y, al hacerlo...

—Pero si te representa algún consuelo..., estoy seguro de que te das cuenta de que yo tuve algo que ver.

—... Lo hice para liberarme de Claudia, para estar libre y poder ir a ti... Sí, me doy cuenta. Pero la última responsabilidad es mía —dije.

—No, quiero decir directamente. ¡Yo te obligué a hacerlo! Estaba cerca de ti la noche en que lo hiciste. Utilicé mi mayor poder para convencerte. ¿No lo sabías?

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