Entrevista con el vampiro (44 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Y Lestat quedó sentado con los ojos cerrados, la cara transfigurada de dolor. Parecía el doble de Lestat, alguien herido, una criatura debilitada que yo jamás había conocido.

—Por favor —dijo, y su voz era elocuente y amable cuando me imploraba—. ¡No puedo hablar contigo aquí! No te puedo hacer comprender. Vendrás conmigo... por un tiempo nada más... ¿hasta que yo me recupere?

—Esto es una locura... —dije, y de repente me subí las manos a las sienes—. ¿Dónde está ella? —Miré sus rostros quietos, pasivos; esas sonrisas inescrutables—. Lestat... —le hice dar media vuelta, tomándolo de la lana negra de sus solapas.

Y entonces vi el objeto en sus manos. Supe de qué se trataba. En un instante se lo arranqué de las manos y me quedé mirándolo. Era una cosa frágil de seda, era... el vestido amarillo de Claudia. Se llevó una mano a los labios y desvió la cabeza. Se le escaparon unos sollozos reprimidos, suaves, cuando tomó asiento mientras lo miraba, mientras miraba el vestido. Moví lentamente los dedos por encima de las lágrimas, vi las manchas de sangre y mis manos se cerraron temblorosas cuando lo aplasté contra mi pecho.

Durante largo rato simplemente me quedé inmóvil; el tiempo no contaba para mí ni para esos vampiros movedizos, con una risa suave y etérea que me llenaba los oídos. Recuerdo haber pensado que quería taparme los oídos con las manos, pero no dejé escapar el vestido, no pude dejar de tratar de hacerlo tan pequeño hasta que quedó escondido en mis manos. Recuerdo que ardía una hilera de candelabros, una hilera despareja contra la pared pintada. Una puerta estaba abierta a la lluvia y todas las velas trepidaban y se movían en el viento, como si las llamas fueran levantadas de su cabo. Pero se aferraban a la cera y seguían ardiendo. Supe que Claudia estaba tras aquella puerta. Las velas se movieron. Los vampiros las habían cogido. Santiago tenía una vela; me hizo una reverencia y me invitó a traspasar el umbral. Apenas era consciente de su presencia. No me importaba nada ni él ni ninguno de los demás. Algo en mi interior me dijo: "Si te preocupan, te volverás loco; y, en realidad, carecen de importancia. Ella sí importa. ¿Dónde está? Encuéntrala". La risa de los vampiros era distante y parecía tener color y forma pero no formar parte de nada.

Entonces vi algo a través del portal abierto, algo que había visto antes, hacía mucho, muchísimo tiempo. Nadie sabía que lo había visto antes. No, Lestat lo sabía, pero no importaba. Ahora no lo reconocería ni lo entendería. Que yo y él hubiéramos visto esa cosa, los dos de pie en la puerta de esa cocina de ladrillos en la rué Royale, dos cosas encogidas que habían tenido vida, madre e hija abrazadas, la pareja asesinada en el suelo de la cocina. Pero estas dos que yacían bajo la suave lluvia eran Madeleine y Claudia, el hermoso pelo rojo de Madeleine se mezclaba con el rubio de Claudia, que se estremecía y brillaba en el viento que pasaba por la puerta abierta. Lo único viviente que no había sido quemado era el pelo, no el largo y vacío vestido de terciopelo, no la pequeña camisa manchada de sangre con sus lazos blancos. Y la cosa ennegrecida, quemada, que era Madeleine aún tenía la estampa de su rostro vivo y la mano que se aferraba a la niña era totalmente como la mano de una muñeca. Pero la niña, la antigua, niña, mi Claudia, era cenizas.

Di un grito, un grito salvaje y amenazador que salió de las entrañas de mi ser, elevándose como el viento en ese espacio angosto, el viento que sacudía la lluvia que caía sobre esas cenizas, golpeando las huellas de una pequeña mano contra los ladrillos, el pelo rubio que se elevaba, esos sueltos mechones que flotaban, volando hacia arriba. Recibí un golpe cuando aún gritaba, y me aferré a algo que creí que era Santiago. Lo golpeaba, lo destruía, retorcía esa sonriente cara blanca con unas manos de las que él no se podía liberar, manos contra las que luchó, gritando y mezclando sus gritos con los míos. Sus pies pisaron esas cenizas cuando le di un gran empujón; mis ojos seguían enceguecidos por la lluvia, por mis lágrimas, hasta que él se alejó de mí y fue entonces cuando él estiró su brazo para atajarme y pude verlo: era Armand contra quien yo luchaba. Armand, que me empujaba y me alejaba de esa pequeña fosa y me metía en el remolino de colores del salón, de los gritos, de las voces entremezcladas, de esa risa plateada, penetrante.

Y Lestat me llamaba:

—¡Louis, espérame; Louis, debo hablarte!

Pude ver los ojos profundos y marrones cerca de mí. Me sentí débil y vagamente consciente de que Claudia y Madeleine estaban muertas, y su voz decía suavemente, quizá sin sonidos:

—No pude evitarlo, no pude evitarlo...

Ellas estaban muertas, simplemente muertas. Y yo perdía el conocimiento. Santiago aún estaba cerca de ellas, viendo aquel cabello en el viento, barrido encima de los ladrillos; aquellos rizos sueltos. Pero yo perdía ya el conocimiento...

No pude llevarme sus cuerpos conmigo, no los pude sacar. Armand me pasó un brazo por la espalda y el otro bajo mi brazo, y me llevaba por algún lugar vacío y con ecos. Se levantaban los olores de la calle y allí había unos carruajes brillantes detenidos. Me pude ver corriendo claramente por el boulevard des Capucines con un pequeño ataúd bajo el brazo, la gente abriéndome paso, docenas de personas poniéndose de pie, las mesas llenas del café al aire libre y un hombre levantando su brazo. Parece que allí tropecé, yo, el Louis a quien Armand conducía a algún sitio, y una vez más vi sus ojos pardos fijos en mí y sentí ese mareo, ese hundimiento. No obstante, caminé, me moví, vi el brillo de mis propios zapatos en el pavimento.

—¿Está tan loco como para pedirme a mí esas cosas? —preguntaba yo de Lestat, con mi voz chillona y enfadada, e incluso aquel sonido me daba algún alivio. Yo me reía, me reía a carcajadas—. ¡Está absolutamente loco para hablarme a mí de esa manera! ¿Lo oíste? —pregunté. Y los ojos de Armand me dijeron: "Cálmate". Quise decir algo de Madeleine y Claudia y volví a sentir que me empezaba ese grito en el interior, ese grito que derribaba todo a su paso. Apreté los dientes para dejarlo adentro, porque hubiera sido tan sonoro y tan pleno que me destruiría si le permitía escapar.

Entonces concebí todo con demasiada claridad. Ahora caminábamos, esa caminata beligerante y ciega que hacen los hombres cuando están borrachos perdidos y llenos de odio por los demás, cuando al mismo tiempo se sienten invencibles. Yo caminaba de esa forma por Nueva Orleans la noche en que conocí por primera vez a Lestat, esa ebria caminata que es un desafío a todas las cosas, que está milagrosamente segura de sus pasos y encuentra un camino siempre. Vi las manos de un borracho que encendían milagrosamente una cerilla. La llama tocó la pipa, chupó el humo. Yo estaba ante el escaparate de un café. El hombre chupaba la pipa. No estaba borracho. Armand estaba a mi lado esperando. Estábamos en el boulevard des Capucines, lleno de gente. ¿O se trataba del boulevard du Temple? No estaba seguro. Me indignó que sus cuerpos permanecieran aún allí, en ese lugar tan vil. ¡Vi el pie de Santiago tocando esa cosa quemada y negra que había sido mi niña! Yo lloraba con los dientes apretados. El hombre se levantó de la mesa y el vapor se expandió por el vidrio delante de su cara.

—Aléjate de mí —le decía yo a Armand—. Maldito seas, no te me acerques. Te lo advierto, no te me acerques...

Me alejaba por la avenida y pude ver que un hombre y una mujer se ponían a un costado dándome paso, el hombre con un brazo levantado para proteger a la mujer.

Entonces, empecé a correr. La gente me veía correr. Me pregunté cómo me veían, una cosa salvaje y pálida que se movía demasiado rápido para sus ojos. Recuerdo que cuando me detuve, estaba débil y enfermo y me ardían las venas como si me estuviera muriendo de hambre. Pensé en matar, y la idea aquélla me sirvió de revulsión. Estaba sentado en los escalones de una iglesia, ante una de esas pequeñas puertas laterales, talladas en la piedra, y cerradas cada noche. La lluvia había amainado. O lo parecía. Y la calle estaba fúnebre y tranquila, aunque a lo lejos pasó un hombre con un paraguas negro y brillante. Armand estaba a cierta distancia, bajo los árboles. Detrás parecía haber una gran extensión de árboles y de hierbas mojadas, y de bruma que se levantaba como si el suelo estuviera caliente.

Pensando en el malestar de mi estómago, de mi cabeza y de la garganta, pude volver, poco a poco, a un estado de calma. Para cuando estas cosas desaparecieron y me volvía a sentir bien, tuve conciencia de todo lo que había sucedido, de la gran distancia a que estábamos del teatro, y de que los restos de Madeleine y de Claudia todavía estaban allí... Víctimas de un holocausto, abrazadas. Y me sentí decidido y muy próximo a mi propia destrucción.

—No lo pude evitar —me dijo en voz baja, al oído, Armand. Levanté la mirada para ver su cara sombríamente triste. Desvió la mirada como si pensara que era inútil tratar de convencerme de eso. Pude sentir su tristeza abrumadora, su casi derrota. Tuve la sensación de que si satisfacía toda mi furia contra él, él haría poco por defenderse. Y pude sentir ese distanciamiento, esa pasividad suya como algo penetrante que estaba en la raíz de su insistencia:

—Yo no podría haberlo evitado.

—¡Oh, tú podrías haberlo evitado! —dije en voz baja—. Sabes perfectamente bien que lo podrías haber hecho. ¡Tú eras el jefe! Tú eras el único que conocía las limitaciones de su propio poder. Ellos las desconocían. No comprendían. Tu comprensión superaba la de ellos.

Siguió evitando mi mirada. Pero pude ver el efecto que le causaron mis palabras. Pude ver el agotamiento en su rostro, la tristeza opaca y pesada de sus ojos.

—Tú tenías autoridad sobre ellos. ¡Te temían! —continué diciendo—. Los podrías haber detenido de haber estado dispuesto a utilizar ese poder, incluso más allá de los límites que conocías. No quisiste violar tu propio sentido de ti mismo. ¡Tu propia y preciosa concepción de la verdad! Te entiendo perfectamente. ¡Veo en ti el reflejo de mí mismo!

Sus ojos se movieron lentamente hasta encontrarse con los míos. Pero no dijo nada. El dolor en su rostro era terrible. Estaba desesperado por el dolor, y al borde de una terrible emoción que quizá no pudiera dominar. El temía esa emoción. Yo no. El sentía mi dolor con su poder sobrenatural que superaba al mío. Yo no sentía su dolor. No me importaba en absoluto.

—Te comprendo demasiado bien... —dije—. Esa pasividad mía ha sido el meollo de todo, el verdadero mal. Esa debilidad, esa negación a comprometer una moralidad estúpida y fragmentada, ¡ese orgullo espantoso! Debido a eso, permití que me convirtieran en lo que soy, cuando sabía que estaba mal. Por eso, permití que Claudia se convirtiera en la vampira en que se convirtió. Por eso, permanecí a un costado y dejé que matara a Lestat cuando sabía que estaba mal, y eso mismo fue su condena. Y Madeleine, Madeleine... Dejé que llegara a esto cuando jamás tendría que haber permitido que se convirtiera en una criatura como nosotros. ¡Sabía que estaba equivocado! Pues bien, te digo que ya no soy más esa criatura pasiva, débil, que ha tejido mal tras mal hasta que la telaraña se volvió tan vasta y densa, mientras que yo sigo siendo su ridícula víctima. ¡Se ha terminado! Ahora sé lo que debo hacer. Y te lo advierto por la misericordia que me demostraste sacándome de esa fosa en la que estaba enterrado y donde hubiera muerto: no vuelvas a tu celda en el Théàtre des Vampires. No te acerques allí.

No esperé a oír su respuesta —relató el vampiro—. Tal vez nunca intentó dármela. No lo sé. Lo dejé sin volver la vista atrás. Si me siguió, no me percaté de ello, ni traté de saberlo. No me importó.

Me retiré al cementerio de Montmartre. Por qué elegí ese lugar, no lo sé, salvo que no estaba lejos del boulevard des Capucines; y Montmartre era casi rural entonces, oscuro y tranquilo comparado con el resto de la urbe. Vagabundeando por las casas bajas con sus huertos, maté sin la más mínima satisfacción, y luego busqué el ataúd donde pasaría ese día en el cementerio. Saqué los restos con mis propias manos y me eché en un lecho que hedía, que tenía el hedor de la muerte. No puedo decir que eso me diera comodidad, pero me brindó quizá lo que buscaba. Encerrado en esa oscuridad, oliendo la tierra, lejos de todos los humanos y de todas las formas humanas y vivientes, me entregué a todo lo que entorpecía e invadía mis sentidos; es decir, me entregué a mi dolor.

Pero eso fue breve.

Cuando el sol frío y gris del invierno desapareció para dar paso a la noche, ya estaba despierto, sintiendo que el sopor desaparecía, tal como sucede en invierno, y noté que las cosas vivientes y oscuras que habitaban el ataúd se movían a mi alrededor, escapando ante mi resurrección. Salí lentamente bajo la débil luna, saboreando el frío, el pulido total de la lápida de piedra que moví para salir. Caminando por las tumbas y fuera del cementerio, repasé un plan que tenía en la cabeza, un plan en el cual estaba dispuesto a jugarme la vida con toda la poderosa libertad de un ser al que realmente no le importa esa vida, de un ser que tiene la fortaleza extraordinaria de estar dispuesto a morir.

En un huerto vi algo que sólo había sido algo vago en mis pensamientos hasta que lo tuve en mis manos. Era una pequeña guadaña, con su curva hoja aún sucia de hierbas verdes del último trabajo, y, una vez que la hube limpiado y que pasé el dedo por la hoja cortante, fue como si se aclarara mi plan y pudiera dar rápidamente los demás pasos: conseguir un carruaje y un conductor que cumpliera mis órdenes durante el día —deslumbrado por el dinero que le daría y las promesas de más ganancias—; sacar del Hotel Saint-Gabriel mi ataúd y trasladarlo al interior del carruaje; procurarme todas las demás cosas que podía necesitar. Y luego estaban las largas horas de la noche, cuando debía simular beber con mi conductor y hablar con él y obtener toda su costosa cooperación para que me llevara al alba desde París a Fontainebleau. Dormir dentro del vehículo, ya que mi salud delicada me obligaba a que no me molestasen bajo ninguna circunstancia. Esta intimidad era tan importante que estaba más que dispuesto a agregar una suma generosa a la cantidad ya pagada, simplemente si ni siquiera tocaba el picaporte de la puerta hasta que yo saliera del carruaje.

Y cuando estuviera convencido de que estaba de acuerdo y lo suficientemente borracho como para ignorar casi todo menos las riendas para el viaje a Fontainebleau, entraríamos lenta, cautelosamente, en la calle del Théàtre des Vampires, y esperaríamos a una distancia prudencial hasta que el cielo empezara a aclarar.

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