Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
—¿Y no tuviste ningún deseo de venganza? —me preguntó Armand. Estaba echado en la hierba, a mi lado, apoyado en un codo y con los ojos fijos en mí.
—¿Por qué? —le pregunté con calma; yo deseaba, como me pasaba a menudo, que no estuviera allí, que me dejara a solas; a solas con ese río poderoso y fresco bajo la luna mortecina—. He conocido la venganza perfecta. Él se está muriendo, muriendo de rigidez, de miedo. Su mente no puede aceptar el paso del tiempo. Nada hay tan sereno y digno como esa muerte de vampiro que una vez me describiste en París. Y pienso que él se está muriendo con la misma torpeza y falta de gracia con que los humanos mueren en este siglo... Se está muriendo de viejo.
—Pero, tú... ¿qué sentiste? —insistió en voz baja. Quedé perplejo por el carácter personal de esa pregunta y por todo el tiempo que había pasado desde que habíamos dejado de tratarnos de esa forma. Entonces, me acudió intensamente a la memoria su actitud normal, calma y recogida; miré su pelo negro y los ojos grandes, que a veces parecían melancólicos, y que frecuentemente no parecían ver otra cosa que sus propios pensamientos. Esa noche, en cambio, estaban encendidos con un fuego que era anormal.
—Nada —contesté.
—¿Nada, de ningún modo?
Le contesté que no. Recuerdo palpablemente ese pesar. Fue como si esa pena no me hubiera abandonado de repente, sino que estaba a mi lado todo el tiempo, molesta, diciéndole: "Ven". Pero no le dije eso a Armand, no se lo revelé. Tuve la sensación extraña de que él necesitaba que le dijera eso..., eso o algo... Una necesidad curiosamente parecida a la necesidad de sangre humana.
—Pero —insistió—, ¿te dijo algo, algo que te hiciera sentir el antiguo odio...? —murmuró. Y, en ese instante, tomé conciencia de la profunda depresión que sentía.
—¿Qué pasa, Armand? ¿Por qué lo preguntas?
Pero él permaneció echado sobre el malecón y, durante largo rato, pareció contemplar las estrellas. Las estrellas me trajeron a la memoria algo demasiado específico: el barco que nos llevó a Claudia y a mí a Europa y aquellas noches en el mar, cuando las estrellas parecían descender y tocar las aguas.
—Pensé que quizá te contara algo acerca de París —dijo Armand.
—¿Qué me puede decir de París? ¿Que no quiso que Claudia muriera? —pregunté. Claudia, una vez más; el nombre sonó extraño. Claudia, colocando su juego de solitario en la mesa, que se movía con el movimiento del mar, mientras la linterna crujía en su gancho, y el ojo de buey se veía lleno de estrellas. Ella tenía entonces la cabeza gacha, los dedos estirados encima de la oreja, como dispuesta a soltarse los rizos. Y tuve una sensación sumamente incómoda: que en mis recuerdos ella levantaría la cabeza de ese juego de solitario y sus ojos estarían vacíos.
—Tú me podrías haber contado todo lo que hubieras querido de París, Armand —dije—. Hace mucho tiempo. No hubiese importado.
—Ni siquiera que fui yo quien...
Me volví a él, que seguía echado mirando el cielo. Y vi el dolor extraordinario de su cara, de sus ojos. Sus ojos parecían enormes, demasiado, y el rostro blanco estaba demasiado flaco.
—¿Que fuiste tú quien la mataste, quien la obligó a entrar en ese patio y quedar encerrada allí? —pregunté. Sonreí—. No me digas ahora que durante todos estos años has sentido dolor debido a ello; tú no.
Y entonces cerró los ojos y desvió la mirada, con una mano descansando en su pecho, como si acabara de recibir un golpe tremendo, cruel.
—No me puedes convencer de que eso te importa —le dije fríamente. Y miré las aguas y, una vez más, tuve esa sensación... de que quería estar solo. Supe que me levantaría al cabo de un rato y que me iría. Eso es, si él no me dejaba primero. Porque, en realidad, me hubiera gustado quedarme allí. Era un sitio tranquilo, solitario.
—A ti no hay nada que te importe... —decía él. Y entonces tomó asiento lentamente y volvió a mirarme, y pude ver ese fuego negro en sus ojos—. Pensé que al menos eso te importaría. Pensé que volverías a sentir la vieja pasión, la vieja furia si volvías a imaginarlo. Pensé que algo se movería en ti y cobraría vida si lo veías... Si volvías a este lugar.
—¿Que yo recuperaría la vida? —dije en voz baja. Sentí la dureza fría y metálica de mis palabras cuando las pronuncié, la modulación, el freno. Fue como si estuviera todo frío, hecho de metal, y él, de repente, fuera frágil, tal como había sido en realidad desde hacía mucho tiempo.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Sí, de nuevo a la vida!
Y entonces pareció confundido, plenamente confuso. Y ocurrió algo extraño. Agachó la cabeza en ese momento como si hubiera sido derrotado. Algo en la manera en que sintió esa derrota, algo en el modo en que su rostro blanco lo reflejó por un instante, me recordó a otra persona que había sido derrotada de la misma forma. Y me sorprendió que yo tardara tanto tiempo en ver el rostro de Claudia en esa actitud; Claudia, tal como había estado al lado de la cama de aquella habitación en el Hotel Saint-Gabriel, rogándome para que convirtiera a Madeleine en uno de nosotros. Esa misma mirada indefensa, esa derrota que parecía ser tan sentida que todo lo demás era olvidado. Y entonces, él, al igual que Claudia, pareció encontrar, sacar fuerzas de flaqueza. Pero dijo en voz baja, como si no se dirigiera a nadie:
—Estoy agonizando.
Y yo, mirándolo, oyéndolo; yo, que, con Dios, era el único que lo escuchaba, sabiendo totalmente que era verdad, no dije nada.
Un largo suspiro escapó de sus labios. Tenía la cabeza gacha. Su mano derecha descansaba, suelta, a su lado sobre la hierba.
—El odio... es una pasión —dijo—. La venganza también es pasión...
—No por mi parte... —murmuré con suavidad—. Ahora ya no.
Y entonces fijó los ojos en mí y su rostro pareció muy tranquilo.
—Yo creí que tú lo superarías... Que, cuando se fuera el dolor, volverías a llenarte de vida y de amor y de esa curiosidad salvaje e insaciable con que llegaste a mí por primera vez, esa conciencia inveterada y esa sed de conocimiento que trajiste a París, a mi celda. Pensé que era una parte tuya que jamás moriría. Y creí que, cuando desapareciera el dolor, tú me perdonarías por lo que había hecho. Ella nunca te amó, tú lo sabes; no del modo en que yo te amé ni del modo en que tú nos amaste a los dos. ¡Yo lo sabía! ¡Lo comprendía! Y pensé que te unirías a mí y que yo te mantendría a mi lado. Y tendríamos todo el tiempo por delante y seríamos nuestros mutuos maestros. Todas las cosas que te hicieran feliz, me harían feliz a mí; y yo sería el protector de tu dolor. Mi poder sería tu poder. Mi fortaleza lo mismo. Pero tú estás muerto en tu interior para mí, estás frío y lejos de mi alcance. Es como si yo no estuviera aquí, a tu lado. Y al no estar aquí a tu lado, siento la horrible sensación de que no existo. Y tú estás tan distante de mí y tan frío como esas pinturas modernas de líneas y formas duras que no puedo amar ni comprender, tan extraño como esas duras esculturas mecánicas de esta época que no tienen forma humana. Tiemblo cuando estoy cerca de ti. Te miro a los ojos y mi reflejo no está allí...
—¡Lo que pides es un imposible! —dije rápidamente—. ¿No te das cuenta? Lo que yo pedí, también fue imposible desde el principio.
Él protestó; la negativa apenas se le formó en los labios; levantó la mano como para desechar el argumento.
—Yo quise el amor y la bondad en ésta que es la muerte viviente —dije—. Fue imposible desde el principio porque no se puede tener el amor y la bondad cuando haces lo que sabes que está mal, cuando sabes que estás equivocado. Únicamente puedes tener la desesperada confusión y el anhelo y la caza del fantasma "bondad" en su forma humana. Supe la respuesta verdadera a mi búsqueda antes de llegar a París. Lo supe cuando tomé por primera vez una vida humana para saciar mi hambre. Fue mi muerte. Y, sin embargo, no la aceptaba, no podía aceptarla porque, al igual que todas las demás criaturas, ¡yo no quería morir! Entonces busqué a otros vampiros, a Dios, a los demonios, a cien cosas con otros tantos nombres. Y todo aquello era una equivocación. Porque nadie, con la máscara que fuera, podía disuadirme de lo que yo mismo sabía que era la verdad: que estaba condenado en alma y cuerpo. Y, cuando llegué a París, pensé que tú eras poderoso y hermoso y sin remordimientos, y quise compartirlo con desesperación. Pero tú eras tan destructivo como yo, incluso más inescrupuloso y astuto que yo. Tú me mostraste lo único en que yo podía esperar llegar a convertirme, la profundidad del mal, el límite de frialdad que tendría que alcanzar para terminar con mi dolor. Y lo acepté. Entonces, esa pasión, ese amor que tú viste en mí, se extinguió. Ahora tú simplemente ves un espejo de ti mismo.
Pasó largo rato antes de que él hablara. Se había puesto de pie y se quedó dándome la espalda y mirando al río, con la cabeza gacha como antes y las manos caídas a los costados. Yo también miraba aquellas aguas. Pensaba con serenidad: "No hay nada más que decir, no hay nada más que yo pueda hacer".
—Louis —dijo entonces, levantando la cabeza y con la voz ronca.
—Sí, Armand —dije.
—¿Hay algo más que quieras de mí, algo que me puedas pedir?
—No —dije—. ¿Qué quieres decir?
No me contestó. Simplemente empezó a alejarse. Al principio pensé que sólo pensaba caminar unos pasos, quizá pasear solo por la playa. Pero cuando me di cuenta de que se iba, él sólo era ya un punto en la distancia contra el resplandor momentáneo del agua. Nunca más lo volví a ver.
Por supuesto, pasaron varias noches antes de que me diera cuenta de que se había ido definitivamente. Su ataúd permaneció allí. Pero él no regresó. Y pasaron varios meses antes de que yo hiciera sacar ese ataúd y llevarlo al cementerio de Saint -Louis, en la cripta al lado de la mía. La tumba, hacía tiempo descuidada porque mi familia había muerto, recibió lo único que él había dejado. Pero luego empecé a sentirme incómodo con eso. Lo pensaba al despertarme y luego al alba antes de cerrar los ojos. Y una noche fui al cementerio y saqué al ataúd, lo hice astillas y lo tiré en las altas hierbas al lado del sendero angosto del cementerio.
El vampiro que fuera el último acompañante de Lestat me acosó una tarde, poco tiempo después. Me rogó que le contara todo lo que sabía del mundo, que me convirtiera en su compañero y maestro. Recuerdo haberle dicho que lo que sabía era que lo destruiría si lo llegaba a ver otra vez.
—Ya ves —le dije—, alguien debe morir cada noche en mi camino hasta que yo tenga el valor de terminar. Y tú eres una opción admirable para ser víctima, puesto que eres un asesino tan cruel como yo.
Y, a la noche siguiente me fui de Nueva Orleans, porque el dolor no me abandonaba. Y no quería pensar en aquella vieja casa donde estaba muriendo Lestat. O en ese impertinente vampiro moderno que se escapó de mí. Ni en Armand.
Quería estar en un sitio donde todo me fuera desconocido. Y nada me importara.
Y éste es el fin. No hay nada más.
El muchacho se quedó mudo mirando al vampiro. Este permaneció sentado, recogido, con las manos cruzadas sobre la mesa y sus ojos entrecerrados, enrojecidos, fijos en las cintas que daban vueltas. Tenía ahora el rostro tan delgado que se le veían las venas de las sienes como talladas en el mármol. Y estaba tan inmóvil que únicamente sus ojos verdes mostraban vida, pero como si ésta fuera una fascinación aburrida como el girar de las cintas.
Entonces, el joven entrevistador se recostó en el respaldo y se pasó los dedos de la mano derecha por el pelo.
—No —dijo con una breve aspiración, y luego repitió con más energía—. No.
El vampiro no pareció oírlo. Sus ojos se alejaron de las cintas hacia la ventana, hacia el cielo oscuro, gris.
—¡No tenía que terminar así! —dijo el chico inclinándose hacia adelante.
El vampiro, que continuaba mirando al cielo, echó una corta carcajada.
—Todas las cosas que usted dejó en París —dijo el muchacho, aumentando el volumen de su voz—: El amor de Claudia, el sentimiento, ¡sí, incluso el sentimiento por Lestat! ¡No tuvo que terminar; no en esto, no en esta desesperación! Porque eso es lo que es, ¿verdad? ¡Desesperación!
—¡Basta ya! —dijo abruptamente el vampiro, levantando su mano derecha; sus ojos se dirigieron casi mecánicamente a la cara del muchacho—. Te lo he dicho y te repito que no podría haber terminado de ninguna otra manera.
—No lo acepto —dijo el muchacho, y cruzó los brazos sobre su pecho y sacudió la cabeza con energía—. ¡No puedo aceptarlo!
Y la emoción pareció crecer en él, de modo que, sin tener la intención de hacerlo, golpeó el respaldo de su silla contra la mesa y se puso de pie y empezó a caminar por la habitación. Pero entonces, cuando se dio la vuelta y volvió a mirar la cara del vampiro, las palabras que estaba a punto de decir se le ahogaron en la garganta. El vampiro simplemente lo miraba y su rostro tenía una lenta expresión de indignación y de amarga diversión.
—¿No se da cuenta de lo que ha contado? ¡Fue una aventura como jamás conoceré en toda mi vida! ¡Usted habla de pasión, habla de recuerdos! Usted habla de cosas que millones de nosotros jamás saborearemos ni llegaremos a entender. Y entonces me dice que termina de este modo. Le digo... —y se detuvo ante el vampiro con las manos estiradas—. ¡Si usted me concediera ese poder! ¡Ese poder para ver y vivir eternamente!
Los ojos del vampiro empezaron a abrirse lentamente y separó los labios.
—¿Qué? —preguntó en voz baja—. ¿Qué?
—Démelo —dijo el muchacho, y cerró la mano en un puño y el puño golpeó su pecho—. ¡Conviértame en vampiro ahora mismo! —dijo mientras el vampiro lo miraba horrorizado.
Lo que entonces sucedió fue confuso y vertiginoso, pero terminó de forma abrupta, con el vampiro de pie cogiendo al muchacho de los hombros; el rostro del chico estaba contorsionado por el miedo, y el vampiro lo miraba con rabia.
—¿Es eso lo que quieres? —susurró, con sus pálidos labios manifestando únicamente la más leve señal de movimiento—. Eso..., después de todo lo que te he dicho... ¿Es eso lo que quieres?
Un gemido escapó de los labios del muchacho y empezó a temblarle todo el cuerpo, con el sudor en la frente y encima de los labios. Su mano buscó el brazo del vampiro.
—Usted no sabe lo que es la vida humana —dijo, al borde de las lágrimas—. Usted se ha olvidado. Ni siquiera comprende el significado de su propia historia, lo que significa para un ser humano como yo. —Y entonces un sollozo interrumpió sus palabras y sus dedos se aferraron al brazo del vampiro.