Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
Se puso de pie levantando con cuidado la abundancia del tafetán oscuro y los tres pequeños espejos se vaciaron al mismo tiempo.
Absolutamente atónito y casi sin poder pronunciar palabra, me di vuelta para ver a Claudia, que estaba al otro lado de la gran cama, y vi su pequeña cara rígidamente calma, aunque se aferraba a la cortina de seda con un puño.
—Madeleine —dijo casi sin aliento—. Louis es tímido.
Y miró con sus ojos fríos a Madeleine, que sólo sonrió cuando Claudia dijo eso y, acercándose a mí, se llevó las manos al cuello de seda, de modo que allí pude ver las dos marcas pequeñas. Entonces la sonrisa murió en sus labios y, de improviso, éstos se volvieron henchidos y sensuales mientras entrecerraba los ojos, y ella musitó, la palabra:
—Bebe.
Me alejé de ella y mi puño se levantó con tal consternación que no pude encontrar las palabras. Pero entonces Claudia se aferró a mi puño, y me miró fijamente:
—Hazlo, Louis —me ordenó—. Porque yo no puedo hacerlo.
Su voz fue dolorosamente serena, y toda la emoción quedó debajo de ese tono duro, maduro.
—¡Yo no tengo el tamaño! ¡No tengo las fuerzas! ¡Tú te ocupaste de eso cuando me creaste! ¡Hazlo!
Me separé de ella agarrándome la muñeca como si me la hubiera quemado. Pude ver la puerta y lo más sabio me pareció irme de inmediato. Podía sentir las fuerzas de Claudia, su voluntad, y los ojos de la mujer parecían encendidos con la misma fortaleza. Pero Claudia me mantuvo allí, y no con un ruego amable o una súplica miserable, que hubiera disipado su poder haciéndome sentir lástima mientras yo recuperaba mis fuerzas. Me mantuvo allí con la emoción que expresaban sus ojos, a pesar de su frialdad y del modo en que entonces se alejó de mí, casi como si hubiese sido derrotada instantáneamente. No comprendí la manera en que volvió a echarse en la cama, con la cabeza gacha, los labios moviéndose febrilmente, los ojos levantándose sólo para revisar las paredes. Quise tocarla y decirle que lo que me pedía era un imposible; quise apagar el fuego que parecía consumirla por dentro.
La mujer, suave y humana, se había sentado en una de las sillas de pana junto al fuego, con el roce y la iridiscencia de su vestido de tafetán rodeándola como parte de su misterio, de sus ojos desapasionados con que ahora nos observaba, de sus pálidas facciones. Recuerdo haberme dirigido a ella atraído únicamente por aquella boca infantil y como enfadada que contrastaba con su rostro frágil. El beso del vampiro no había dejado más huella visible que la herida; no había nada inalterable en la pálida piel, rosada.
—¿Qué te parecemos? —pregunté, mientras veía cómo clavaba ella los ojos en Claudia. La mujer parecía excitada por la belleza diminuta de Claudia; una espantosa pasión femenina anudada en esas pequeñas manos pecosas—. Te pregunté qué te parecemos. ¿Piensas que somos hermosos, mágicos, con nuestras pieles blancas, nuestros ojos duros? —Oh, recuerdo perfectamente lo que era la visión humana, su debilidad. Y cómo la belleza del vampiro traspasó ese velo; esa belleza tan poderosamente atractiva, tan completamente engañosa—. "¡Bebe!", me dices. ¡No tienes la más mínima idea de lo que pides!
Pero Claudia se levantó de la cama y vino hacia mí.
—¿Cómo te atreves? —murmuró—. ¿Cómo te atreves a tomar esta decisión por los dos? ¡Sabes lo que te detesto! ¡Sabes que te detesto con una pasión que me devora como un cáncer! —Tembló su pequeña figura y las manos gesticularon por encima de su vestido amarillo—. ¡No desvíes la mirada! ¡Estoy harta de que mires para otra parte con tu sufrimiento! No entiendes nada. Tu mal es que no puedes ejercitar el mal y debes sufrir por eso. ¡Y yo te digo que no sufriré más!
Sus dedos se clavaron en mi muñeca; me retorcí y di un paso atrás alejándome de ella, ante el rostro del odio y la furia que anidaba en ella como una bestia dormida, mirando a través de sus ojos.
—¡Arrancarme a mí de manos humanas como dos monstruos asquerosos en un cuento de hadas de pesadillas! ¡Padres ciegos! ¡Padres! —escupió la palabra—. Que haya lágrimas en tus ojos. No tienes lágrimas suficientes para lo que me hiciste. ¡Seis años mortales más, siete, ocho..., y yo podría haber tenido esa figura! —su dedo señaló a Madeleine, cuyas manos subieron hasta su rostro, con los ojos, húmedos; gimió casi el nombre de Claudia, pero ésta no la oyó—. Sí, esas formas. Podría haber sabido lo que es caminar a tu lado. ¡Monstruos! ¡Darme la inmortalidad con este disfraz desesperado, con esta forma inútil!
Había lágrimas en sus ojos. Las palabras desaparecieron, se escondieron en su pecho.
—¡Y ahora tú me darás a Madeleine! —dijo, con la cabeza gacha y los rizos caídos como un velo protector—. Tú me la darás. O lo haces tú o terminas de una vez lo que hiciste aquella noche en un hotel de Nueva Orleans. Yo no viviré más con este odio. ¡No viviré más con esta furia! No puedo. ¡No lo soportaré!
Y echándose hacia atrás el cabello, se llevó ambas manos a los oídos como para tapar el sonido de sus propias palabras; tenía el aliento entrecortado y las lágrimas parecían quemarle las mejillas.
Yo había caído de rodillas a su lado y estiré los brazos como para cubrirla. Sin embargo, no me animé a tocarla, ni siquiera a pronunciar su nombre, por miedo a que mi propio dolor escapara de mí con la primera sílaba en un chorro monstruoso de gritos desesperadamente inarticulados.
—¡Oooh...!
Ella sacudió la cabeza; le rodaban las lágrimas por las mejillas; tenía los dientes apretados.
—Aún te quiero; ése es mi tormento. Jamás quise a Lestat. ¡Pero a ti...! La medida de mi odio es ese amor. ¡Son lo mismo! ¡Sabes cuánto te odio!
Y me echó una mirada a través de la película roja que le cubría los ojos.
—Sí —susurré. Agaché la cabeza. Pero se alejó de mí y se fue hacia Madeleine, que la abrazó con desesperación, como si quisiera protegerla de mí. ¡Ah, la ironía, la patética ironía de todo eso! ¡Proteger a Claudia de mí!
—No llores, no llores —le susurraba a Claudia; y sus manos le acariciaban el pelo y la cara con una fuerza que hubiera hecho daño a un niño humano.
Pero, de pronto, Claudia pareció perderse contra su pecho, con los ojos cerrados, el rostro inmóvil, como si se le hubiera acabado toda la pasión, el brazo descansando alrededor del cuello de Madeleine, la cabeza caída sobre el tafetán y los lazos. Se quedó inmóvil; las lágrimas mojaban sus mejillas como si todo lo que había saltado a la superficie la hubiese dejado débil y desesperada; como si yo no estuviera allí.
Y allí seguían las dos juntas, una mortal cariñosa que lloraba ahora abiertamente, abrazando lo que ella no podía comprender de ninguna manera; a esa niña dura y blanca y anormal que ella creía amar. Y si no hubiera tenido lástima por esa mujer enloquecida e impetuosa que devaneaba con los condenados, si no hubiera sentido por ella toda la lástima que sentía por mi perdida naturaleza humana, le habría arrancado de los brazos esa cosa demoníaca, la habría abrazado y negado una y mil veces las palabras que acababa de escuchar. Pero sólo me quedé arrodillado allí, pensando. El amor es igual al odio: metí egoístamente eso en mi pecho, me aferré a eso cuando me apoyé pesadamente en la cama.
Mucho tiempo antes de que Madeleine lo supiera, Claudia había dejado de llorar y estaba sentada, inmóvil como una estatua, en la falda de Madeleine, con sus ojos líquidos fijos en mí, ignorante del pelo rojo y suave que caía alrededor de ella, y de la mano de la mujer que aún la acariciaba. Y yo, sentado contra el pie de la cama, devolví esa mirada de vampiro, incapaz y sin ganas de hablar en mi defensa. Madeleine susurraba al oído de Claudia y dejaba caer sus lágrimas en los rizos de la niña. Y entonces, suavemente, Claudia le dijo:
—Déjanos solos.
—No. —Ella sacudió la cabeza aferrándose a Claudia. Y entonces cerró los ojos y le tembló todo el cuerpo con una vejación terrible, con algún espantoso tormento. Pero Claudia la expulsó de la silla. Y ella quedó allí suplicante, espantada y pálida, con el tafetán verde flotando alrededor del pequeño vestido amarillo de Claudia.
Se detuvieron en la entrada de la sala y Madeleine quedó de pie como si estuviera confusa, con una mano en la garganta, batiéndola como un ala y luego quieta. Miró alrededor como esa víctima indefensa en el escenario del Théàtre des Vampires, que no sabía dónde estaba. Pero Claudia había ido a buscar algo. Y la vi salir de las sombras con lo que parecía ser una inmensa muñeca. Me puse de rodillas para verla. Era una muñeca, la muñeca de una niñita con pelo rubio y ojos verdes, adornada con lazos y cintas, de cara amable y ojos grandes, con sus pies de porcelana repiqueteando cuando Claudia se la puso a Madeleine en los brazos. Y los ojos de Madeleine parecieron endurecerse cuando tuvo la muñeca y sus labios se estiraron en una sonrisa cuando le acarició el pelo. Ahora se reía entre dientes.
—Échate —le dijo Claudia, y juntas parecieron hundirse entre los cojines del sofá, el tafetán verde crujiendo y cediendo cuando Claudia tomó asiento a su lado y le echó los brazos al cuello. Vi que la muñeca resbalaba y casi caía al suelo, pero la mano de Madeleine la mantuvo en el aire, con su cabeza echada hacia atrás, los ojos firmemente cerrados y los rizos de Claudia acariciándole la cara.
Volví a sentarme en el suelo y me apoyé contra el borde suave de la cama. Ahora Claudia hablaba en voz baja, apenas un murmullo, diciéndole a Madeleine que tuviera paciencia, que se quedara quieta. Temía el sonido de sus pasos en la alfombra; el sonido de las puertas cerrándose tras de Madeleine para dejarnos a solas con el odio que se levantaba entre los dos como un vapor asesino.
Pero cuando levanté la mirada, Claudia estaba allí de pie, como transfigurada y perdida en sus propios pensamientos, todo el rencor y la amargura habían desaparecido de su cara, de modo que tenía la expresión en blanco de una muñeca.
—Todo lo que me has dicho es verdad —le dije—. Me merezco tu odio. Lo merecí desde el momento en que Lestat te puso en mis brazos.
Ella pareció ignorante de mi presencia y en los ojos tenía una tenue luz. Su belleza me hizo arder el alma de un modo que apenas lo pude soportar, y, entonces, ella dijo, como preguntándose:
—Podrías haberme matado entonces, pese a él. Lo podrías haber hecho. —Sus ojos, serenos, se posaron en mí—. ¿No lo deseas hacer ahora?
—¡Hacerlo ahora! —Le pasé un brazo por los hombros y la acerqué aún más—. ¿Estás loca? ¿Cómo me dices semejante cosa? ¡Si quiero hacerlo ahora!
—Quiero que lo hagas —dijo ella—. Agáchate ahora tal como lo hiciste entonces, sácame toda la sangre gota a gota, toda la que puedas con tu fuerza, empuja mi corazón hasta el límite. Soy pequeña; tú lo puedes hacer. No resistiré. Soy algo frágil que tú puedes aplastar como a una flor.
—¿Estás hablando en serio? ¿Hablas en serio? —le pregunté—. ¿Por qué no pones aquí el puñal? ¿Por qué no lo retuerces?
—¿Morirías conmigo? —me preguntó con tono irónico y burlón—. ¿Morirías de verdad conmigo? —insistió—. ¿No comprendes lo que me está sucediendo? Que él me está matando, ese vampiro principal que te tiene en trance, ese con quien no quieres compartir conmigo tu amor. Veo su poder en tus ojos. Veo tu sufrimiento, tu pena, el amor que no puedes ocultar. Da media vuelta, haré que me mires con esos ojos que lo desean; te haré escuchar.
—Basta ya, no prosigas... No te abandonaré. Estoy obligado contigo, ¿no lo ves? No puedo darte esa mujer.
—¡Pero estoy luchando por mi vida! ¡Dámela para que ella pueda ocuparse de mí, completar el disfraz con que debo vivir! ¡Y él entonces podrá tenerte! ¡Estoy luchando por mi vida!
Yo me negué.
—No, no, es una locura, es una brujería —dije, tratando de desafiarla—. Eres tú quien no quieres compartirme con él; eres tú quien quiere todo ese amor. Si no de mí, entonces de ella. Él tiene más poder que tú, te deja a un lado y eres tú quien quieres que él muera del mismo modo que Lestat. Pues bien, no me harás cómplice de esa muerte. ¡Te lo digo, no de esa muerte! Yo no la convertiré a ella en uno de nosotros. ¡No condenaré a las legiones de seres humanos que morirán en sus manos! ¡Tu poder sobre mí ha terminado! ¡No lo haré!
Oh, si ella pudiera haberme comprendido.
Ni por un instante pude creer realmente en sus palabras contra Armand: que, de ese distanciamiento que estaba más allá de la venganza, él pudiera desear egoístamente su muerte. Pero eso no significaba nada para mí en ese momento. Algo mucho más terrible, que yo podía comprender, estaba sucediendo; algo que sólo yo empezaba a comprender, algo contra lo cual mi furia no era más que una burla, un intento vacío de oponerme a una voluntad tenaz. Ella me odiaba, me detestaba, como ella misma lo había confesado, y se me había encogido el corazón como si, al negarme ese amor que me había sostenido toda una vida, me hubiese dado un golpe mortal. El cuchillo estaba allí. Yo me moría por ella, me moría por ese amor tal como me habría muerto aquella primera noche en que Lestat me la había entregado, la había hecho fijarse en mí y le había dicho mi nombre; ese amor que me había abrigado en el odio que sentía por mí mismo, que me había permitido existir. ¡Oh, cómo lo había comprendido Lestat! Y esta noche, por último, su plan había fracasado.
Pero algo superaba eso, en algún ámbito del que yo desaparecía mientras caminaba de un lado a otro, con las manos abriéndose y cerrándose a mis costados, sintiendo no sólo el odio en sus ojos líquidos: era su dolor. ¡Ella me había mostrado su dolor!
Darme la inmortalidad con este disfraz desesperado, con esta forma indefensa.
Me tapé los oídos con las manos como si aún estuviera pronunciando ella esas palabras, y se me derramaron las lágrimas. ¡Porque durante todos esos años yo había dependido totalmente de su crueldad, de su absoluta carencia de dolor! Y dolor era lo que ahora me mostraba, un dolor innegable. Oh, cómo se hubiera reído de nosotros Lestat. Por eso ella me había clavado ese cuchillo. Porque él se habría reído. Para destruirme por completo, ella sólo necesitaba mostrarme ese dolor. La niña que yo había convertido en vampira sufría. Su sufrimiento era igual al mío.
Había un ataúd en la otra habitación, una cama para Madeleine, a la que se retiró Claudia para dejarme a solas con lo que yo no podía soportar. Y di la bienvenida al silencio. En algún momento durante las pocas horas que quedaban de noche, me encontré ante la ventana abierta sintiendo la lenta bruma de la lluvia. Brillaba en las ramas de los helechos, sobre las dulces flores blancas que se inclinaban, se agachaban y por último quebraban sus tallos. Una alfombra de flores llenaba el pequeño balcón, con los pétalos suavemente golpeados por la lluvia. Entonces me sentí débil y completamente solo. Lo que esa noche había pasado entre nosotros dos no tenía ya remedio. Y lo que yo le había hecho a Claudia no podía deshacerse jamás.