Esas mujeres rubias (10 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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El Buhonero

El verano se deslizaba entre mis pies como las olas de la marea. Me hacía cosquillas entre los dedos, hundidos en la arena de la orilla; recorría la playa arriba y abajo, armada con una red y un cubo. «A ver si hoy te traes unos cangrejos», repetía la abuela cuando me veía llegar por el porche, las chanclas en la mano, mientras ella se secaba las manos en el delantal. Siempre estaba haciendo algo, al contrario que yo, que en cuanto terminaba de desayunar me ponía en marcha con mi cubo y mi red hacia mi búsqueda siempre infructuosa. Pasaba horas agachada, hasta que me dolían las articulaciones y tenía que sacudir las piernas en una danza ridícula. Pasaba por el tamiz pequeños moluscos, trocitos de mineral, conchas, como un buscador de oro de los de las películas del Oeste, que tanto le gustaban a Fernando, pero que, por entonces, sólo pasaban por la tele y, por ello, no habíamos podido ver ninguna juntos.

Cuando cogía algún bicho, después de sacudirlo en el cubo a lo largo de mis paseos, justo antes de volver a casa, lo devolvía al mar. «Nada. Se esconden en cuanto me oyen.» La abuela se reía de mi inutilidad, sacudiendo la cabeza, «Menos mal que tu abuelo no puede ver esto». Un cangrejo vivo en la olla de agua hirviendo: me daba escalofríos. No se lo dije, no lo habría entendido. Para ella era algo natural.

A las dos semanas llegaron mis padres a Berria. Salieron del coche con el estómago algo revuelto por el viaje —sobre todo, mi madre— y quejándose de la larga caravana que habían tenido que padecer para alejarse de Madrid. Volver a casa, a Berria, a Santoña, le crispaba los nervios. Cuando no eran los atascos, era la lluvia que caía «Como una manta, qué depresión», o la visión de algún anuncio del negocio de los Burutto, La Montañesa, lo que la sumía en un humor negro y despreciativo, «Qué asco de casa tan vieja, qué olor tan espantoso a moho».

—Se nota que no está el mozo por los alrededores; criatura, ¿te has visto qué mala cara traes? —me dijo, nada más bajar las maletas.

—Deja a la chica —terció papá, dándome un beso—. El aire del mar te sienta muy bien.

Le sonreí mientras cogía una de las bolsas del coche, y entramos detrás de mi abuela hasta el zaguán.

Con la humedad, el pelo se me ponía como la estopa, áspero y mate, con un rizo feo y deshecho que mi madre llamaba «pelocho» por pelo de chocho. Es cierto, no le ha faltado nunca sentido del humor. Ni tampoco se ha mordido nunca la lengua cuando se trata de soltar, como el condimento de un guiso, una buena palabrota. Pero, en lo que toca a la belleza, para ella, una mujer, si no es guapa porque la naturaleza no le ha hecho ese regalo, al menos debe esforzarse en mantener una apariencia. Defiende el artificio, la trampa, el afeite. Todo lo contrario que yo.

La verdad era que desde que llegué a Santoña no había tenido noticia de Fernando. No me llamaba por teléfono, y en el que él me había dado, tras mucho intentar comprender a una señora con un acento imposible —¡ves cómo de verdad me hacía falta mejorar mi inglés...!—, entendí que ya no vivía ahí
anymore
. Le había indicado en mis cartas la dirección a la que debería enviarme las suyas, en Cantabria, pero hasta ese momento, nada de nada. Ausencia total.

El día que mis padres llegaron a Berria oliendo a neumático gastado y a gasoil, esperé a que el humor de mamá se dulcificara para preguntarle —a sabiendas de que, después, iba a enfurecerse— si había llegado «algo para mí». No llegaba a ser capaz de escamotearme las cartas. Si no me las daba, es que no existían. Su estilo era el de tenderme un fajo con cara de vinagre y algún comentario lapidario acerca de lo bastos que eran los sobres, traducible por «Esto no me gusta, pero allá tú». No. Si no me las daba, es que no habían llegado.

—En casa no han dejado nada... te escribirá aquí, ¿no?

Asentí con la cabeza y me escabullí hacia la cocina, donde mi abuela preparaba la cena. No me interesaba prolongar la conversación.

Mi plan diario no cambió demasiado. Mamá quería que bajara a la playa con ella, y yo lo hacía, obediente, hasta la hora de comer. Entonces me dedicaba a vagabundear, o a sentarme a la sombra del castaño al lado de la abuela.

Enteramente vestida de negro, incluso en verano, me contaba historias de los pueblos que había recorrido con su padre, mucho mayor que ella; un buhonero al que, no sabía por qué, no me atreví nunca a llamar bisabuelo. Era
el Buhonero
a secas. Un personaje legendario y terrible del que no sabía ni el nombre ni el apellido, ni de dónde había salido, ni en dónde estaba enterrado. Le había partido un rayo, pero de verdad. En mis temores nocturnos, lo soñaba, caracterizado como un bandido, armado con un cuchillo en la boca, y mirándome en la oscuridad con ojos fieros... un personaje a quien mi madre no mencionaba jamás.

Pasé muchas tardes escuchando las leyendas que me contaba mi abuela acerca de las anjanas, esas ninfas de pequeña estatura y cabellos dorados que recorrían los bosques haciendo el bien y sólo regresaban al cielo «después de cuatrocientos años». Ellas eran mis favoritas; no el ojáncano, un ser grosero y maligno, un hombre temible de un solo ojo ciclópeo contra el que había que proteger a los recién nacidos «con agua bendita», y ni aun así. Pero ya por entonces —la vida, a veces, es caprichosa— la que más miedo me daba de todas aquellas criaturas que poblaban las brañas y los bosques era la Guajona, la vieja de pechos colgantes y olor a cabra reseca que, con un solo diente largo y afilado como el de un vampiro, chupaba la sangre de los niños hasta dejarlos extenuados, enfermos y debilitados sin que sus padres supieran por dónde les robaban el halo de la vida. Niños anémicos, pálidos y débiles. Niños consumidos por una extraña enfermedad...

Trataba de no pensar en aquellos seres —¿imaginarios?— cuando recorría sola las cercanas marismas. La naturaleza, igual que los libros, ha sido en los momentos bajos mi tabla de salvación. Una ráfaga de aire cálido, el rumor de los pinos, el revolverse del mar me llenaban el corazón de ímpetu y de buenos presagios. En el fondo de mi bolsa, una novela comprada en el quiosco del pueblo me transportaba lejos, a dos páginas por minuto, y me dejaba en estado de gracia hasta volver a la realidad.

Al final del día, esperaba a que todos estuvieran ocupados sin preocuparse de «dónde estará la niña» y me acercaba de un salto hasta la entrada de la casa, a vigilar el buzón. Le había pedido, como para ahorrarle a ella el trabajo, la llave a mi abuela, «no te preocupes, cariño, si a mí nadie me escribe ya». Me la dio sin más preguntas. Comprobaba concienzuda, hasta cubrirme de arañazos, que no se hubiera quedado un sobre atrapado entre los lados o al fondo del buzón. Palpaba hasta el codo. Nada.

Delante de mis padres escondía mi desilusión. A la mañana siguiente aguardaba la bicicleta del cartero que, como ella decía, no paraba casi nunca delante de la minúscula casa de mi abuela. «Para qué.»

—Mucho te veo yo rondar al cartero —me espetó un día mamá con cara de intriga—, y esa cara tan mustia que se te ha puesto... ¡Sólo falta que acabe teniendo yo razón!

Esperé y esperé y esperé. Llamé a su antigua casa, a Jaime, que me informó de que ya no estaba en Hastings, «Me han dicho que ha encontrado algo mejor en Londres». Releí las tres cartas. Analizaba cada frase, buscando significados en los detalles por nimios que fueran, ocultos, incluso para él. Desmenuzaba su lenguaje como los pescados que nos servía Anselma en la mesa a mediodía, reduciéndolos a raspa, traducía sus pensamientos, metiéndome en su cabeza, tratando de ser él. Volvía cada día, temblando, a abrir el buzón, con miedo a desilusionarme de nuevo. Incluso conseguí evitarlo dos días seguidos con gran sacrificio —no pude aguantar más— a ver si fingiendo que no me importaba se rompía el maleficio que parecía crear yo con mi ansiedad y mi deseo.

Eso fue todo aquel verano. Tres cartas de Fernando. La voz de mi madre resonaba en mis oídos, aunque ella no fuera consciente, ajena a todo, bronceándose en el porche con los pies apoyados en una silla de plástico, «No es para ti».

Tres cartas, y hacía ya más de un mes. Las que me él me dijo.

Ni una más.

NOVIEMBRE

«Tell me some more about him», he said.
«He knows all about eggs and nests», Mary went on.
«And he knows where foxes and badgers and otters live. He keeps them secret so that other boys won’t find their holes and frighten them. He knows about everything that grows or lives on the moor.»

The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

—Cuéntame algo más sobre él —dijo.
—Lo sabe todo sobre huevos y nidos —continuó Mary—. Y, además, sabe dónde viven los zorros, los tejones y las nutrias. Se lo guarda en secreto para que los otros chicos no encuentren sus madrigueras y los asusten. Está al tanto de todo lo que crece o vive en el páramo.

El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

Café y cigarrillos

—¡Estela Vallés-Bruguera! La favorita. La niña bonita de la marquesa de Aguada de Pasajeros. ¿Sabes que eso está en Cuba? —me preguntó Román.

Román, el padre de Josefina y dueño y señor de Can Julieta se había aficionado a mi casa —más bien, a la de Estela— y se había propuesto revelarme sobre
ellos
—como si se tratara de los últimos representantes de una especie exótica— todo lo que yo no había sido capaz de encontrar en Internet.

—¿Aguada de Pasajeros? —repetí—, ¿en la isla de Cuba?

—Efectivamente —contestó, alzando las cejas con gesto de aprobación—, en la misma isla de Cuba, al lado de Cienfuegos, una de las zonas más bonitas del Caribe.

Román no sabía nada acerca de los Eliseos —los antepasados abolicionistas y esclavistas de Estela—, ni falta que le hacía, pero de la última marquesa de Aguada, «Soy la Espasa».

Y de Cuba...

—Las plantas que tú tienes dentro de casa, arrimadas a la calefacción, allí crecen al borde de los caminos y miden más de dos metros... —describió, con ojos soñadores—, el aire es húmedo y caliente, y las mujeres... —se interrumpió para dejar los ojos en blanco—, no me hagas hablar de las mujeres porque soy un jubilado con una pensión de menos de cuatrocientos euros al que no se le supone nada que no sean problemas de próstata y mala leche. Y de ésta tengo más.

Echó pestes de su mala suerte, «¡Con lo bien que estaría yo en Cuba, o en cualquier otro lugar!».

Le conocí delante de los contenedores de basura. Los dos en pijama: yo todavía con la bolsa de los desperdicios en la mano; él, fumando un cigarrillo a la intemperie, echando el humo al aire gélido de noviembre.

De eso hacía tres días, escasamente.

—Tengo una hija de la liga antitabaco; ese grupúsculo que amenaza con prolongar nuestra vida privándola de sentido y cargándose uno de los pocos placeres que nos quedan... —se presentó, exhalando una mezcla de humo y de vaho.

La otra mano la guardaba dentro de la bata a la altura del sobaco, al estilo Napoleón.

Yo ya había aprendido que en aquel lugar remoto no había que dejar nada fuera del cubo, si no, los perros o los jabalíes o las bestias que pululaban por la noche en la montaña desparramarían como las tripas de un animal doméstico y obsceno tus cajas de ansiolíticos, tus Tampax usados y los cartones de Tetra Brik. Todo lo que odiarías que los demás vieran de ti.

—Hace un poco de frío, ¿no? —le saludé de vuelta, tratando de empujar la bolsa por la abertura cubierta de desechos pegados.

—Más bien —confirmó, soplándose las puntas de los dedos—. Pero mi querida hija considera más digno morir por congelación que por cáncer o por enfisema. Y no le falta razón... ¡pero, coño!, ¡al menos, que podamos elegir de qué queremos morir!, ¿no?

A partir de aquel intercambio insólito, le ofrecí, sin hacerlo oficial por respeto a Josefina, un lugar caldeado en el que refugiarse y darle al vicio, con moderación. Encuentros semiclandestinos que justificaba diciéndome que al menos le ahorraba una posible pulmonía que podía ser mortal a su edad.

Aquella mañana, Román tosía como un condenado y yo estaba de un humor oscuro. Sin razón alguna, de una larga conversación telefónica con mi madre había deducido que Fernando se había interesado por mí. Cuando colgamos, seguí tumbada largo tiempo con el móvil al lado, convencida —por una de esas extrañas intuiciones que a veces nos traicionan más que nuestros deseos— de que, después de un par de meses de silencio impasible por su parte, ese día hablaría con él.

No fue así.

La única llamada que recibí, aparte de la materna —no se había atrevido a mencionar a
la niña
pero fue agotadora, quería saberlo todo: qué estaba haciendo «en el quinto pino», a quiénes veía, en qué me ocupaba y cómo me las arreglaba, como ella me recomendaba, «para no pensar»—, fue la de una formalísima Inés Vallés-Bruguera que deseaba verme para tratar algo
privado
. Me la saqué de encima como pude y dejé libre la línea por si llamaba él.

Cuando apareció Román me encontró algo rara. Decepcionada por el vacío telefónico y enfadada conmigo misma. ¿Cómo podía no haber aprendido nada? ¿Y seguir siendo dependiente de alguien así? Llegó tosiendo, con una bufanda echada al desgaire y
Parker
y
Mika
saltándole alrededor. Le había oído en la puerta desde mi cuarto, donde seguía tumbada en la cama pegada al teléfono como una adolescente.

Los gritos se oían desde arriba.

—¡Condenados animales! ¡Chuuuchos!

Casi me hizo reír. Movía los brazos como un molino manchego y vociferaba a las perras, que, convencidas de que aquello era un juego, brincaban y gruñían con más ímpetu a su alrededor.

Fatigado, cesó en sus gritos, doblando la espalda, ya encorvada de por sí. Apoyó las manos en las rodillas tratando de recuperarse de los espasmos de tos. Dolía escucharle y le prohibí que aquel día fumara bajo mi techo, «Bajo el de Estela», me corrigió.

Me aseguró que lo único que le curaba la tos era «un buen cigarrito», comparó la persecución a los fumadores con la Inquisición, y arremetió contra la espantosa costumbre de los ejecutivos de fumar en las marquesinas. Dicho esto, ordenó, con voz de trueno, a las perras que volvieran «inmediatamente» a casa.

Mika
bajó las orejas y el rabo y obedeció; se marchó por el camino de Can Julieta hundiendo el lomo en la polvareda. La otra,
Parker
, se mantuvo inmóvil sobre la grava, como si fuera sorda para las malas maneras. Román puso cara de mártir y la miró impotente, como a una chica guapa y testaruda, imposible de convencer.

—Qué habré hecho yo para acabar en la Sociedad Protectora de Animales, cojones... ¡que me lleven a una residencia! —imploró.

Entré en la casa y dejé la puerta entreabierta para que se colara únicamente Román. No me sentía bien y no tenía ganas de nada, pero me daba pena dejarle así, en la calle, y sin fumar.

—¿Qué? —preguntó, liberándose de la bufanda que le colgaba medio caída—, ¿se te han aparecido ya los fantasmas de la casa?

Sonreí ante su ocurrencia y me dirigí a la biblioteca, a nuestro rincón. Nos sentaríamos frente a la cristalera, nada más que para hablar.

—Menuda fauna, menuda fauna... —reflexionó en voz alta.

Se sentó en la que ya era
su
butaca, frente a mí.

Arrancó, sin que yo se lo pidiera, pintándome un fresco de todos los miembros de la familia de Mon Repos.

Descartó con dos adjetivos a la «estirada» de Inés y al «tarambana» del Dieguito, el hermano pequeño de Estela, del que señaló como una virtud que fuera «ligero e inofensivo». Algo más de tiempo dedicó al padre de las criaturas, Diego, un rojillo que se ponía la conciencia social como el que exhibe una chaqueta de marca, «aunque tampoco era mal chico», concedió.

A Tona, la mujer de Diego, tierna flor de invernadero, le dedicó un elogio que, salido de su boca, sonó a reproche, «¡Una belleza!». Concretó las razones de su pobre opinión: «Lo único que le daba un poco de vida era la elección de un vestido; hasta que no la plantó el marido yo creo que no sintió ni pena ni miedo jamás.» Añadió que comía como un pajarito desganado y «debía de poner el mismo apetito en el resto de sus actividades...». No le extrañó, por tanto, que su marido, el Diego del puño en alto, o la bandera independentista o lo que fuera que defendiera según el quinquenio, la dejara por una utopía de quince años menos, y entonces ella se refugiara «entre las faldas de su suegra, como los otros». Un rebaño de seres poco interesantes del que sólo destacaban la Estela nieta con su punto de rebeldía y su belleza extrema, y el padre ausente, Diego, que prefirió el exilio al dominio materno y las tardes en el Liceo y las copas de
champagne
.

El tronco de ese árbol de primos, hermanos y esposas abandonadas tenía nombre de mujer: Estela de Barriú. Regía sus vidas con puño de acero y un por favor siempre en los labios, una Estela más, la primera y original, altiva y etérea, y más rubia aún que la nieta, su esperanza, su otro yo.

—Nació Barriú y murió como señora de Vallés-Bruguera, como ella siempre había querido, vaya usted a saber por qué, si la marquesa era ella. Tuvo que casarse con un desgraciado, un primo lejano que más parecía un seminarista que un cabeza de familia, al que no le interesaban más que los pájaros y las escopetas, aficiones algo contradictorias.

Román tuvo con él el trato lógico, pero no por mucho tiempo. «Le devolvió el apellido y se quitó de en medio rápido, casi como un favor.»

Estela de Barriú se hizo fuerte en su papel matriarcal desde las alturas de Mon Repos.

—Todavía se me aparece en mis pesadillas, ahí arriba, en la escalera, con las manos cargadas de anillos, sin mirarme, para ordenar, con esa voz baja y ronca que tenía, que me sacara la gorra o me limpiara los pies —reveló—. Te helaba con sólo pronunciar tu nombre. A veces ni eso. Sólo con posar los ojos en ti. —Se revolvió incómodo en la butaca—. ¡O me fumo uno o reviento! —exclamó.

Se palpó el bolsillo y sacó un paquete de Rex arrugado y una caja de cerillas.

Román fumaba con cabeza, o eso decía él. Saboreaba lo bueno que pudiera tener el tabaco y no se tragaba el humo, «¿Ves?». Tabaco negro y no «esa cosa para maricones» que vendían en las máquinas a las que no les faltaba ni hablar...

Sin hacerle ningún comentario, observé cómo se encendía uno y exhalaba el humo con delectación.

—Por aquí no hay ni un puto cenicero...

Me levanté y le traje de la cocina un vaso de yogur.

—Fumar lo tenía prohibido; pero con otras cosas, bien que se le subían a las barbas... —insinuó.

Tras una calada profunda se arrancó con las hermanas del padre de Estela, Diego: María Rosa, Marisa y María Estela. Tres Marías. Una monja, Marisa, empujada al convento por la voluntad de su madre. Y Rosa se quedó soltera, «por intelectual». Estela de Barriú nunca aprobó que Rosita, aunque no fuera tan guapa como ella o su hermana María Estela, prefiriese quemarse las pestañas con los libros de Filosofía a conquistar a algún chico de buena familia con una caída de ojos directa al corazón. Cada una tuvo una mínima rebelión contra su madre: los libros, la vocación religiosa y el hombre elegido, en el caso de María Estela. Un golferas simpático, un satélite de la buena sociedad barcelonesa nacido en Burriana, «¡un charnego!» según el término despectivo con que Estela de Barriú le calificó en cuanto descubrió su origen huertano. A sus ojos, no podía haber nada peor.

Y encima, prosiguió Román, les salió rana.

Armando, se llamaba. Se fue, de verdad, a por tabaco y no volvió. Esto provocó un gran cataclismo en la familia y un nuevo triunfo de la matriarca que, como si de un Nostradamus agorero se tratara, había vaticinado la catástrofe matrimonial.

—Mira —bromeó examinando por todos sus costados el paquete de tabaco—, podría ser otro buen lema para las cajetillas: «El tabaco puede destruir la integridad familiar»...

Sonreí con su ocurrencia y eso le dio alas, «La vieja no podía estar más contenta. Una de las niñas que volvía al redil».

María Estela, Marisela la llamaban, para distinguirla de su madre, como si no se diferenciaran lo suficiente ya, y Armando tenían un hijo.

—Tú sabes, en estas familias todos tienen nombres mutilados o infantiles, como Lala para la marquesa; pero sólo para los nietos. O Tona, que vaya tela, Antonia en su carnet de identidad. Y luego todos esos líos de Diego padre o Diego hermano para distinguirse... ¡Veinte diegos desde los tiempos de Jaime el Conquistador y nadie sabía a qué puto Diego se estaban refiriendo o a qué puñetera Estela estaban llamando...

Eli también era Estela, o Stella, como más tarde vi en algún recorte de prensa extranjero. Lala, como ya me había explicado, era Estela de Barriú, la marquesa, la señora, «la jefa» para Román. Diego padre era el padre de EliEstela, al que los hijos también llamaban «el jefe» y Armando hijo era el hijo de Armando padre y de María Estela Vallés-Bruguera, Marisela. «Sanchís», aclaró Román. Armando Sanchís, A. S. Las iniciales del chaval de la foto que había encontrado en la primera visita a Mon Repos.

De él no dijo nada, es más, como que quiso pasar de puntillas. Con la mirada fija en la uña de su dedo índice, amarilla por la nicotina y la edad, señaló que era una «manzana podrida» y que había sido una gran decepción. El modo en que cerró la boca y bajó los ojos me llevó a pensar que ahí había mucho más que contar. Esperé a que añadiera algo más sabroso, pero en lugar de aclarar cuál era el pecado de Armando, apagó con rabia lo que quedaba del Rex.

Le ofrecí café. Me levanté para ir a la cocina a sabiendas de que yo también tendría que tomarme uno. Bueno. Por uno, y tan temprano, puede que no tuviera dificultades para irme a dormir.

Volví de la cocina con la bandeja.

—Gracias, niña —me sonrió, con sus ojos cerrados rodeados de pliegues.

Había calculado que andaría por los ochenta y cuatro años. La cabeza le funcionaba perfectamente, pero las piernas comenzaban a flaquear. Con todo, resultaba una figura poderosa: enjuto, con la cara bronceada y los ojos chispeantes y cargados de malicia que traicionaban un fondo de buen corazón.

A mi madre no le había contado que mi único amigo era un viejo de casi noventa años. Entre sus fobias también estaba la de la gente mayor. La vejez le daba miedo y —sí— asco. Mi madre y él no hubieran hecho buenas migas —ni con Josefina, demasiado corriente,
vulgar
, diría ella—. Al viejo Román le habría examinado con una mezcla de curiosidad y disgusto antes de sacárselo de encima, en cuanto hubiera comprobado que carecía de lo único que a sus ojos justificaba la existencia de los viejos más allá de una edad razonable: fortuna, influencia o posición. Habría vetado a Román al primer «¡Coño!». A él y a su apestoso tabaco.

Para ella, hacía tiempo que se habían acabado los cigarrillos; por consiguiente, para el resto del planeta también.

Le conté con cierto embarazo que había encontrado en Internet algunos detalles curiosos sobre la familia de Mon Repos. Y le leí una de las noticias acerca de la extraña «desaparición» de Estela Vallés-Bruguera. La fecha no dejaba duda. No me había enterado de nada porque ocurrió justo cuando ingresamos a la niña, la penúltima vez...

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