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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (9 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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Me hizo una caricia en el brazo y, sin mirar a mi madre, dejó la bandeja encima de la lavadora y volvió al salón.

Mamá frunció los labios y salió con dos latas de CocaCola en la mano como toda coartada. Se le había corrido el Glamour Red.

La niña de la calle de la Ribera

Mi madre podía ser dura pero no era mala.

Con las penas —las mías; al final, las suyas— y las comodidades —gracias a Fernando, gracias a papá— se ha suavizado esa superficie áspera y muy rígida con la que tanto nos hacía sufrir.

Cuando yo era una niña y las compañeras nos peleábamos para decir cosas buenas de nuestras madres sentadas bajo el alero del colegio, la mía era, de verdad, la mejor. Ya entonces sabía que era como una piedra preciosa, tan perfecta como los diamantes de las vitrinas de las joyerías que espiábamos, ella y yo, antes de llegar a la peluquería, con la nariz pegada al cristal.

Y compuesta de la misma materia, un carbono resistente a todo, repelente a todo, también.

No era su culpa si no había podido brillar como merecía. Una gema extraordinaria engastada de modo tosco en una montura de modesto latón.

Hasta que mi madre cumplió los seis años vivió como lo que era: la única hija de un pequeño conservero de la ría de Santoña. Su abuelo había sido un pescador espabilado que había visto que el negocio estaba en enlatar la anchoa en lugar de dar voces para venderla antes de que se echara a perder. Y que se había quedado a un paso de las puertas de la prosperidad.

La casa de mis abuelos estaba pegada a la antigua fábrica, o la fábrica a la casa, según se mirase.

Estaba más allá de la Dársena, en la calle de la Ribera, la que ahora es Juan de la Cosa. Tenía un patio que habían convertido en huerto, con cuatro fragantes naranjos y un solo limonero de púas tan largas como agujas de hacer punto, «el más mañoso», el favorito de mi abuela. Ella le arrancaba con mimo las hojas que amarilleaban, esquivando los punzones de sus ramas capaces de atravesarte el brazo como si fuera de miga de pan. Hacía una bolita y se las guardaba en el bolsillo del delantal de color negro. El árbol caprichoso daba unos limones tan gordos como melones que combaban las ramas hasta que caían al suelo y ya se podían comer. Mi abuela Anselma los recogía frotando la piel con la manga para sacarles brillo, y los dejaba en un frutero, «Me da pena usarlos, son tan bonitos...». Ella no había ido al colegio pero sabía lo que era hermoso y lo que no.

En la calle de la Ribera estaban la mayoría de las factorías de conservas y salazones. La más grande de todas era la de los Arrola, unos fabricantes de origen siciliano que vendían sus productos en los mejores restaurantes de Italia. Mi abuelo se había asociado con uno de estos emigrados que llegaron a Santoña justo antes de la guerra civil. Fue en 1933, poco después de casarse con Anselma. Mi abuelo se encargaba de la salazón, de la preparación y soba de la anchoa. Las almacenaba capa sobre capa en frágiles ruedas de filetes, acomodadas en barriles de madera, y las dejaba listas para embarcar. El otro, el italiano, tan sólo tenía que revenderlas en su país de origen, cosa que hacía a las mil maravillas, con sus trucos y su manera envolvente de hablar. El negocio iba bien; tan bien, tan bien, que el siciliano, Stefano Burutto, haciendo honor a su apellido, quiso quedarse con todo. Mi abuela nunca hablaba de cómo, pero el caso es que lo consiguió.

Mi familia siguió viviendo en la misma casita de la Ribera, separada tan sólo por una calle del gran edificio que Burutto levantó poco después con los beneficios de las salazones. Quiso que fuera la más grande, más que la de los Arrola, y, una vez que estuvo lista, la llenó de obras de arte compradas como hacía él todo, a granel. Los barcos llegaban de Italia cargados de alfombras enrolladas y arañas de cristal sujetas por traviesas de madera y volvían hasta arriba de barriles de anchoas. Alguno se reventaba con los vaivenes de la travesía, pero, incluso una vez que perdieron la mitad de la carga, ganó lo suficiente como para volverse con todas las estatuas saqueadas «de una villa romana que todavía era de un príncipe de verdad».

Aunque las diferencias se hicieran cada vez más visibles y las familias dejaran de hablarse, mi madre siguió yendo al mismo colegio que las niñas Burutto, el Sagrado Corazón. Vestidas de la misma manera, con el uniforme de las hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, daba un rodeo de tres calles para no tener que pasar por delante de la casa de las «brutas», como las llamaba con sus amigas en los corrillos del recreo. Las niñas, Maddalena y Margherita, que eran —según mi abuela— de buen corazón, la invitaban a chocolate con churros, a mantecadas, a sobaos; quizás había llegado a sus oídos el origen de lo desahogado de su posición, de los bonitos vestidos que llevaban al Club de Remo, de los viajes al extranjero con papá y con mamá. Mi madre se las arreglaba, daba las vueltas que hiciera falta, pero no transigió en pisar su casa. Y aunque llegara tarde, y supiera que la monja la castigaría a la salida leyendo el catecismo, no consentía en tomar el atajo. Jamás. Decidió que la casa de los Burutto no existía, y no existió. La borró del mapa. De su mapa.

Cuando mi abuelo perdió su parte del negocio, pudo quedarse con la casa de Santoña, donde estaba el fabriquín, y con la casita en la que había vivido desde siempre su familia, casi una cabaña de pescadores cerca de la playa de Berria. Una vivienda modesta pero delante del mar, con las olas a un palmo y la brisa entrando por las ventanas como un perfume de galerna. Mi abuela Anselma la consideró siempre como su verdadera casa. Se escapaba allí en cuanto abría el cielo, lejos del manto de lluvia que todo lo tornaba de blanco.

A la muerte de mi abuelo, ella, que no había dormido en una cama de verdad hasta que entró a servir en Santoña —sí; no por mucho tiempo, pero así fue, aunque mi madre nunca lo reconociera—, se encontró con dos casas a su nombre. Mamá intentó hacer de la Berria una segunda residencia al estilo de las que las gentes afortunadas se hacían construir cerca del mar. La abuela la dejaba ocuparse con santa paciencia; esos detalles no tenían importancia para ella. Dejó que sembrara el porche cántabro de tiestos con flores, como en los patios andaluces, y que colonizara la terracita con butacas de mimbre al estilo de Levante, y que agujereara con una colección de platitos de cerámica catalana la fachada principal.

Sólo encuentro una explicación al afán de mi madre de disfrazar una casa en otra. Tanto la del centro como la de la playa tenían un defecto imperdonable. Para mamá eran el recordatorio constante de la frustrada fortuna y la inmediata desgracia familiar. Estaban cerca del mar. No un mar como el de los padres de Marcos, urbanizado y aséptico, con tumbona de madera de teca y bronceador. Estaban pegadas al mar, tan próximas que, para ella, «olían siempre a pescado», a anchoa, atunes, barriles y redes. Suficientes razones para mi madre, que en cuanto tomaba la carta de un restaurante ordenaba invariablemente un entrecot muy poco hecho, «Vuelta y vuelta, por favor».

El castigo en Berria

—Vas a tomar tu propia medicina —esgrimió mamá ante mis ruegos.

Lo hizo a su manera, educada y suave, pero que no admitía resistencia.

Me resistía a marcharme a Berria. Quería esperar las cartas de Fernando, pegada al buzón de nuestra casa de Madrid.

Pero aquella vez fue inflexible. Ni los ruegos de mi padre ni las peticiones telefónicas arregladas con Jaime consiguieron que diera marcha atrás.


Te vas a Berria a ver a tu abuela. Tú lo has dicho, ¿no? Así aprenderás y la próxima vez no te pondrás tantos moños con lo que te conviene.

Estaba decidido. Y la palabra «castigo» no llegó a mencionarse. Aunque para ella no había nada peor que enterrarse entre la calle de la Ribera y la casa del pescador. «Es la peste a anchoa», decía con cara de disgusto; para ella, cuanto más lejos del lugar en el que había nacido, mejor.

Fernando también se marchaba a Hastings, en el mismo grupo de Jaime, pero no disponía de mucho dinero para llamadas y habíamos convenido en que nos escribiríamos «todos los días». Pensé que bastaría con cambiar las señas por las de mi abuela, pero temía que fuera más complicado encontrar su casa, en una vereda sin número, que la céntrica calle de una capital.

Un conocido de su madre le había buscado un trabajo de camarero, «En un bar español», y la cuestión del alojamiento la había solucionado con una familia que arañaba unas pocas libras racionando agua caliente y galletas a los estudiantes. Penique a penique a razón de tres estudiantes por cuarto.

Mis sueños de encontrarme con él tendrían que esperar. Berria era mi próxima parada. Tampoco era tan malo, pero, cuando se está enamorado, el único lugar en el mundo es aquel en el que se encuentra la persona amada. Junto a él, donde fuera. Y allí lejos, mi único consuelo sería esperar. Sus cartas, una llamada de vez en cuando, «Apunta el teléfono de mi abuela. Estaré allí a la hora de la cena y del desayuno», le insistí antes de que se marchara, hasta que me dio a entender, impaciente, que no hacía falta que se lo repitiera más.

Los últimos días le proponía que nos viéramos con cualquier excusa; me bastaba con rozarle la mano, ir a ver una película al cine y poder acurrucarme contra él. Después, cuando volvía a casa, me recreaba reviviendo cada palabra, cada contacto, cada sensación.

—Te olvidarás de mí, ya no te gustaré; encontrarás alguna otra mejor que yo y que te haga caso... —le reprochaba, coqueta y muerta de miedo.

Buscaba un desmentido, un beso, lo que quisiera darme; tan devota como
Parker
, la perra acogida por Josefina, buscando el calor de un amo poco de fiar.

Llegó la segunda semana de julio.

Fernando ya se había marchado a Hastings. Todavía era pronto para recibir carta. Cruzaba los dedos para que me llegara algo mientras todavía estuviera en Madrid. No me fiaba de Berria y su correo. No había duda de que mi hermano se encontraba perfectamente, porque mi madre llamaba a la residencia en la que se alojaba noche sí y noche no; pero por ese lado no podía recabar información. Unas veces respondía un turco, otras una mexicana o un libanés que le avisaban a gritos desde el aparato común: «¡Jaimeeeeeeeeeeee!» Después, mamá acaparaba casi toda la comunicación y cuando me dejaba hablar seguía el hilo a mi lado, celebrando cada palabra que, deducía por mis respuestas, salía de la boca de mi hermano.

Al final de la tercera semana llegó mi día de suerte. «Es para ti», me pasó el teléfono mamá con voz mohína. Supongo que el hecho de que la operadora le pidiera su conformidad para aceptar una llamada a cobro revertido no la predispuso a su favor.

—Éste no sabe lo que es llamar a una casa decente... —le dio tiempo a farfullar mientras me escondía detrás del tabique entre la cocina y el recibidor.

Enamorada como estaba, procuraba que no me hirieran sus comentarios. Mi madre empleaba dos tonos muy distintos. Uno, para sus conocidos y demás adultos de su entorno. Entonces era amable y educada; hasta divertida. Usaba un puntito de coquetería que le añadía picante e interés. Más que mi padre, al que ella misma definía bromeando como «un santo», lo que en su otro tono se traduciría como «un idiota». Éste, el otro tono, el de verdad, era el que usaba con nosotros; no tanto con Jaime. Mi hermano formaba parte del grupo frente al que había que hacer esfuerzos, comportarse, ser como ella quisiera en verdad ser. Con mi padre y conmigo se mostraba con su nombre completo, Carmela Fernández Expósito. Mano de hierro en guante de seda.

Pudimos hablar algo con ella pegada al otro lado de la pared. «Sí...», «No», «... mucho...», «... y yo...». No me atrevía a decir casi nada pero tampoco quería colgar. Fernando necesitaba escuchar mi voz, para mi sorpresa. Notaba que, otra vez, estaba solo en medio de la fiesta, como en aquel primer encuentro, los dos en casa de Marcos. Le dije que ya le llamaría yo, que me diera su teléfono. «Llámame a la hora de comer», me previno, avisándome de que quería buscarse «otra cosa, rápidamente», la familia con la que vivía era de lo más peculiar. «¿Vale la pena moverte para tan poco tiempo?», le pregunté, intentando aconsejarle de un modo sensato. «Pues claro», me respondió. Conmigo recuperaba de inmediato su seguridad.

Le obligué a que apuntara, otra vez, la dirección de Berria. No le había explicado el motivo del castigo, «Mi madre es un poco rara; tiene muchos pájaros en la cabeza», añadí en un hilo de voz, tanto que ni el mismo Fernando fue capaz de oír. Le dije que le escribiría, y se lo contaría todo por carta. Él me aseguró que ya me había mandado tres, y así fue. Llegaron casi al mismo tiempo, dos días después.

Al terminar fui a colgar a la cocina.

—Vas a arrancar el cable —gruñó mamá.

Estaba preparando la cena, poniendo harina en un plato para rebozar unas berenjenas. La espalda se le encorvaba ligeramente por el mal humor.

—No tienes ninguna razón para estar en contra de alguien que no conoces —le dije, apoyándome con una mano prudente en la encimera.

Se volvió, sorprendida de mi súbita oposición. ¿La niña osaba ponerse farruca? ¿Quién me había autorizado a hablar?

—Te equivocas —dijo, guardando la calma a pesar de todo—. Le conozco muy bien —siguió, volviéndose hacia las berenjenas—. Aunque no le haya echado la vista encima, no me hace falta, te lo puedo asegurar. Las niñas como tú pensáis que lo sabéis todo, pero los años sirven para algo, no sólo para tener la cabeza llena de canas debajo del tinte... —precisó, aunque ella no tuviera.

Se giró de nuevo y pasó con lentitud otra rodaja de berenjena por el plato con harina, y por huevo batido después.

—Ni le has visto, ¿tú qué sabes? —contesté en voz muy baja, necesitaba sujetarme con la mano para parar de temblar.

Nunca le había hablado así a mi madre. Era tan cabezota como el propio Fernando. Tenía miedo, pero me parecía que, de alguna manera, se lo debía —él siempre contó con una gran ventaja; mi deuda, ¿qué era lo que tanto me conmovía de él?—. No era justa, pero no estaba tan equivocada como yo creía en aquel momento.

—Ya veo que andas coladita... —dijo, sin darse la vuelta—, ¿y él por ti...?

Me apoyé con todo el peso de mi cuerpo en la encimera y dejé su última insinuación sin responder.

Ella sacó una rodaja de berenjena del plato de huevo, y con gesto brusco la lanzó al aceite hirviendo, que le saltó al brazo. Se echó atrás con un grito de dolor.

—¡Ay, las niñas de diecisiete años que se creen que la vida es de color de rosa!

Me eché para atrás, como si hubiera recibido una bofetada en la cara, pero seguí sin contestar. Me esforcé para que el aire no hiciera ruido al salir de mis pulmones y abrí mucho los ojos para no llorar. Mamá sacó la berenjena, que, entre tanto, se había dorado, y la colocó, con cuidado, sobre un plato protegido por un papel.

—No te creas que sólo me importa lo que tú crees, hija —matizó, endulzando un poco el tono—, sólo quiero lo mejor para ti. No necesito verle para saber cómo es. Me basta con lo que ya sé.

Había bajado el fuego al mínimo y se había girado hacia mí, mirándome con la misma expresión que cuando perdí la cartera con los libros para el examen.

—¿Y qué es lo que sabes? —pregunté, atreviéndome apenas.

Mamá se apoyó en una mano y, muy derecha, retiró un mechón de pelo que le caía por la frente. Un puñado de cabellos dorados que brillaban en medio de las berenjenas y los azulejos como una corona.

—Que no es para ti.

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