Esmeralda (41 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Esmeralda
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—Sí, la verdad es que por mí lo habría hecho, pero Gideon insistió en pedirme un taxi —dije, y añadí sintiéndome un poco desgraciada—: Supongo que no estaba la mitad de arrebatadora de lo que pensaba.

—Es que Gideon es muy… responsable —dijo Leslie para consolarme.

—Sí, también puede definirse así —dijo Xemerius, que había acabado su slalom. Respirando pesadamente, se posó en el suelo a mi lado—. O sencillamente como un soso, un plasta, un miedica —tomó aire—, un gallina, un cagueta, un pringado…

Leslie echó una ojeada a su reloj. Tuvo que ponerse a gritar para imponerse al ruido del tren de la Central Line que entraba en la estación.

—Aunque, por lo que se ve, no especialmente puntual. Ya son y veinte. —Se quedó mirando a las pocas personas que habían bajado del metro, y entonces, de repente, sus ojos se iluminaron—. Oh, ahí están.

—Esa mañana, los dos príncipes con tanto anhelo esperados habían dejado excepcionalmente sus corceles blancos en la cuadra y habían viajado en metro —declaró Xemerius en tono solemne—. Al divisarlos, los ojos de las princesas chispearon de alegría, y cuando la carga acumulada de hormonas juveniles entró en contacto en forma de cohibidos besitos de bienvenida y sonrisas bobas, el inteligente daimon de incomparable belleza no pudo si no vomitar en la papelera.

Exageraba descaradamente: nuestras sonrisas no tenían nada de bobas. Como máximo podían definirse como un poco embelesadas. Y nadie estaba cohibido. Bueno, al principio tal vez yo, porque de repente recordé cómo la noche anterior Gideon había apartado mis brazos de su cuello y había dicho: «Es mejor que ahora te llame un taxi. Nos espera un día muy duro». Me había sentido un poco como una lapa que hay que arrancarse del jersey. Y lo peor era que justo en ese momento estaba cogiendo impulso para pronunciar las palabras «Te quiero». No es que él no lo supiera desde hacía tiempo, pero… yo aún no se lo había dicho. Y ahora empezaba a dudar de que realmente quisiera oírlo.

Gideon me acarició fugazmente la mejilla.

—Gwenny, también puedo hacer esto sin ayuda. Solo tengo que interceptar al Vigilante de servicio en su camino hacia arriba y volver a quitarle la carta.

—«Solo» es la palabra exacta —dijo Leslie.

Y es que de hecho no podíamos desviarnos ni un milímetro de nuestro plan. Aunque nos encontrábamos muy lejos de poseer un plan genial, habíamos elaborado de todos modos, entre los cuatro, un «esquema general de actuación», como lo llamaba Leslie. Era fundamental que nos encontráramos otra vez con Lucy y Paul, y debíamos hacerlo antes de volver a presentarnos ante el conde por la tarde. Y, además, teníamos que ocuparnos de la carta con las informaciones sobre el paradero de Lucy y Paul que Gideon había llevado, la semana anterior, al año 1912. Debíamos evitar como fuera que esa carta cayera en manos del gran maestre de la época y de los gemelos De Villers. Y como el tiempo que, según nuestros cálculos, podíamos emplear en viajes secretos con nuestro cronógrafo privado, sin arriesgarnos a sufrir daños físicos (y ponernos a vomitar en papeleras como Xemerius), se limitaba a una hora y media como máximo, tendríamos que esforzarnos mucho para emplear cada minuto de una forma provechosa.

Raphael había propuesto con toda seriedad que introdujéramos a escondidas el cronógrafo en el cuartel general de los Vigilantes y saltáramos desde allí, pero ni siquiera su hermano mayor tenía la sangre fría necesaria para atreverse a hacer algo así.

Como contrapropuesta, Gideon había cogido entonces de una de las estanterías de su casa unos rollos de papel y había sacado como por arte de magia, de entre
La anatomía del ser humano en 3-D
y
El sistema circulatorio de la mano humana
, un plano de los pasadizos subterráneos que cruzaban el distrito de Temple. Y ese plano era la causa de que en ese momento nos hubiéramos encontrado en la estación de metro.

—¿Quieres hacer esto sin nosotros? —dije enarcando las cejas—. Creía que estábamos todos de acuerdo en que a partir de ahora lo haríamos todo juntos.

—Exacto —dijo Raphael—. Si no después dirán que salvaste al mundo tú solo. —Raphael y Leslie debían de ocuparse de vigilar el cronógrafo, y aunque Xemerius había declarado, un poco ofendido, que él podría hacerlo igualmente bien, era reconfortante saber que alguien podría volver a guardarlo y desaparecer con él en caso de que nos viéramos obligados a saltar de vuelta en otro lugar.

—¡Y, además, seguro que sin nosotros acabarás por hacer algún desastre! —dijo Leslie fulminando a Gideon con la mirada.

Gideon levantó las manos.

—Está bien, ya lo he entendido. —Cogió mi bolsa de viaje y miró el reloj—. Atended. A las 7.33 llegará el próximo metro. Luego tendremos exactamente cuatro minutos para encontrar el primer pasadizo antes de que llegue el siguiente tren. Encended las linternas solo cuando yo lo diga.

—Tienes razón —me susurró Leslie—. Hace falta tiempo para habituarse a ese tono de mando.


Merde!
—exclamó Raphael. La maldición le había salido de lo más hondo de su ser—. Un poco justo, ¿no?

En eso no podía si no darle la razón. La luz de nuestras linternas de bolsillo se deslizó sobre las paredes embaldosadas e iluminó nuestras caras lívidas. Detrás de nosotros resonaba el traqueteo de los vagones de metro cruzando el túnel.

Para entonces ya sabíamos que cuatro minutos era un tiempo endemoniadamente corto para escalar la barrera situada al extremo del andén, saltar al otro lado y echar a correr junto a los raíles hacia el interior del túnel, por no hablar de lo de recorrer jadeando cincuenta metros detrás de Gideon, pararse, impotente, ante la puerta de hierro empotrada en la pared del túnel, y tener que contemplar sin hacer nada cómo Gideon se sacaba ceremoniosamente del bolsillo de los pantalones una especie de ganzúa y luego se disponía a forzar la cerradura. Ese había sido el momento en el que Leslie, Xemerius y yo habíamos empezado a chillar a coro: «Rápido, rápido, rápido», acompañados del estruendo del tren que se acercaba.

—En el plano parecía que estuviera más cerca —dijo Gideon disculpándose.

Leslie fue la primera en recuperar el aplomo. Apuntó el haz de su linterna hacia la oscuridad que se abría ante nosotros e iluminó el muro que cerraba el pasadizo unos metros más allá.

—Muy bien, estamos en el sitio correcto. —Consultó el mapa—. En el año 1912 esta pared aún no existía. El pasadizo continuaba por detrás.

Mientras Gideon se arrodillaba, desenvolvía el cronógrafo e introducía los datos, yo cogí nuestras ropas de 1912 de la bolsa y me dispuse a quitarme los vaqueros.

—¿Qué se supone que haces? —Gideon levantó la cabeza y me dirigió una mirada distraída—. ¿Quieres correr por los pasadizos con una falda que llega hasta el suelo?

—Hummm… pensaba… por lo de la autenticidad.

—A la mierda con la autenticidad —dijo Gideon.

Xemerius palmoteó con sus zarpas entusiasmado.

—¡Sí, señor, a la mierda con eso! —gritó, y añadió volviéndose hacia mí—: Sé que los malos modales se contagian un poco. Pero ya iba siendo hora.

—Tú primera, Gwenny —me indicó Gideon con un gesto.

Me arrodillé ante el cronógrafo. Fue un poco raro desaparecer ante las miradas emocionadas de Leslie y Raphael, pero me di cuenta de que con el tiempo se estaba convirtiendo para mí en una especie de rutina. (Tal como iban las cosas, probablemente no tardaría en saltar a algún sitio para ir a comprar el pan.)

Gideon aterrizó junto a mí y apuntó su linterna hacia delante. En el año 1912 no había ningún muro: el cono de luz se perdía en un pasadizo largo y bajo.

—¿Estás lista? —me preguntó sonriendo.

—Si tú lo estás —respondí, y le devolví la sonrisa.

Que en la realidad estuviera lista, sin embargo, era algo sobre lo que tenía mis dudas. Si el túnel del metro ya había despertado en mí una sensación de ahogo, en ese momento corría el riesgo de tener que someterme a tratamiento por un ataque de claustrofobia aguda.

Cuanto más avanzábamos, más bajas e intrincadas eran las galerías. A intervalos irregulares nos tropezábamos con escaleras que se hundían aún más en el suelo. Y en una ocasión nos encontramos ante un pasadizo obstruido por un derrumbe y tuvimos que volver atrás. Solo se oía nuestra respiración y el sonido apagado de nuestros pasos, y el crujido del papel cuando Gideon se paraba y miraba el plano. En un momento dado creí oír también unos crujidos y unos pasitos rápidos que venían de algún lugar que no podía precisar. Probablemente en el laberinto vivían ejércitos enteros de ratas, y se me ocurrió, así de repente, que si yo hubiera sido una rata enorme, hubiera elegido ese lugar como residencia familiar y territorio de caza.

—Bien, aquí tendría que girar a la derecha —murmuró Gideon concentrado.

Me daba la sensación de que ya con esta debían de ser cuarenta las veces que habíamos girado. Para mí todos esos pasadizos eran exactamente iguales. No había ningún punto de referencia. ¿Y quién sabía si ese maldito plano era realmente correcto? ¿Qué pasaría si lo había dibujado algún cretino como, por ejemplo, mister Marley? En ese caso, Gideon y yo probablemente seríamos desenterrados en el año 2250 en forma de dos esqueletos dándose la manita. Ah, no, lo olvidaba. Solo Gideon sería un esqueleto, mientras que a mí me encontrarían vivita y coleando aferrada a sus huesos, lo que no contribuía precisamente a hacer la visión más agradable.

Gideon se detuvo, dobló el plano suspirando y se lo metió en el bolsillo de los pantalones.

—¿Nos hemos perdido? —Traté de permanecer serena—. Tal vez este plano sea una porquería. Qué pasará si nunca…

—Gwendolyn —me interrumpió con impaciencia—, a partir de aquí conozco el camino. Ya no falta mucho. Ven.

—Ah, vaya.

Me sentí avergonzada. Realmente esa mañana estaba un poco demasiado… «susceptible». Seguimos avanzando apresuradamente uno detrás de otro. Para mí era todo un misterio cómo podía orientarse Gideon en ese laberinto.

—¡Oh, mierda!

Había pisado un charco. Y junto al charco vi una rata marrón oscuro que parpadeaba a la luz de mi linterna. Lancé un chillido. En la lengua de las ratas debía significar «Eres una monada», porque la rata me miró con sus ojos rojos, se levantó sobre sus patitas traseras e inclinó la cabeza de lado.

—¡No eres una monada! —chillé—. ¡Largo de aquí!

—¿Dónde te has metido?

Gideon ya había desaparecido tras la siguiente esquina.

Tragué saliva e hice de tripas corazón para pasar junto a la rata. De hecho, tampoco eran como perros que se te echaban encima y te mordían las pantorrillas, ¿o tal vez sí? Para mayor seguridad, deslumbré al bicho con la linterna y le seguí enfocando hasta que casi había alcanzado la esquina donde me esperaba Gideon. Entonces, ya más tranquila, giré la linterna para apuntar hacia delante y volví a lanzar un chillido. Al final del corredor había aparecido la silueta de un hombre.

—Ahí hay alguien —susurré.

—¡Mierda! —Gideon me agarró del brazo y me arrastró rápidamente hacia las sombras. Aunque no hubiera chillado, la luz de mi linterna me hubiera traicionado de todos modos.

—¡Creo que me ha visto! —volví a susurrar.

—¡Sí, te he visto! —dijo Gideon malhumorado—. ¡Seré estúpido! ¡Vamos! ¡Sé amable conmigo! —Y, acto seguido, me dio un empujón que me devolvió de vuelta al pasillo dando traspiés.

—Pero ¿qué dem…? —susurré al sentirme atrapada en el haz de luz de una linterna.

—¿Gwendolyn? —dijo Gideon desconcertado.

Pero esta vez su voz venía de delante. Aún necesité medio segundo para comprender que nos habíamos tropezado con el anterior yo de Gideon, que en ese momento se dirigía a entregar la carta al gran maestre. Le apunté con la linterna. ¡Oh, Dios, era él! Gideon se quedó parado a unos metros de distancia, contemplándome con cara de consternación. Durante dos segundos nos cegamos el uno al otro con las linternas, y luego él dijo:

—¿Qué haces aquí?

No pude reprimir una sonrisa.

—Oh, es un poco complicado de explicar —dije, ¡aunque me habría gustado decirle que no había cambiado nada!

El otro Gideon agitaba las manos frenéticamente detrás de la esquina.

—¡Explícamelo de todos modos! —exigió su yo más joven acercándose a mí.

—Un momento, por favor. —Sonreí con amabilidad a su versión más joven—. Tengo que aclara algo rápidamente. Volveré enseguida.

Pero, por lo visto, ni el viejo ni el joven Gideon estaban para conversaciones. Mientras el más joven me seguía y trataba de sujetarme por el brazo, el más viejo no esperó a que asomara la cabeza por la esquina, sino que saltó hacia delante y golpeó a su álter ego con todas sus fuerzas en la frente con su linterna. El Gideon más joven se desplomó como un saco de patatas.

—¡Le has hecho daño!

Me arrodillé y observé horrorizada la herida sangrante.

—Sobrevivirá —dijo el otro Gideon sin inmutarse—. ¡Ven, tenemos que seguir adelante! La entrega ya ha tenido lugar, este de aquí —se dio una patadita a sí mismo— ya estaba de vuelta cuando te encontró.

Sin hacerle caso, acaricié cariñosamente el cabello de su yo inconsciente.

—¡Te has dejado K.O. A ti mismo! ¿Aún recuerdas lo cruel que fuiste conmigo por eso?

Gideon sonrió débilmente.

—Sí, lo recuerdo —dijo—. Y lo siento de verdad. Pero ¿quién puede contar con que pase algo así? ¡Ahora ven de una vez! Antes de que ese tonto se despierte. Hace rato que ha entregado la carta. —Y, a continuación, soltó unas cuantas palabras francesas tras las que supuse que se ocultaban otras tantas maldiciones jugosas, porque recurrió varias veces, igual que su hermano antes, a la palabra
merde
.

—Chist, chist, chist —dijo una voz cerca de nosotros—. Joven, el hecho de que aquí abajo nos encontremos cerca de las cloacas no debería ser motivo para abandonarse sin freno a ese lenguaje fecal.

Gideon giró bruscamente sobre sus talones, pero no hizo ningún intento de dejar K.O. también al recién llegado, tal vez por el tono benévolo con el que había pronunciado esas palabras. Levanté la linterna e iluminé el rostro de un desconocido de mediana edad, y luego la moví hacia abajo para ver si nos estaba apuntando con una pistola. Pero no lo hacía.

—Soy el doctor Harrison —dijo inclinando la cabeza, y su mirada reflejó un ligero desconcierto al pasar de Gideon al otro Gideon que yacía tendido en el suelo—. Y acabo de recibir su carta de nuestro adepto de servicio en la guardia de Cerbero. —Se sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre con un gran sello rojo—. Lady Tilney ha insistido en que no debían llegar en ningún caso a manos del gran maestre o de otros miembros del Círculo Interior. Aparte de mí.

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