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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la muerte (11 page)

BOOK: Espadas contra la muerte
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Si la atmósfera no fuera tan cálida y seca, quizás habría podido reflexionar mejor. Nada parecía concordar. Ni siquiera la cualidad del aire concordaba con su impresión de que había descendido la mayor parte del camino, como si se dirigiera a un sótano profundo. En ese caso debería ser frío y húmedo, pero no era así. El ambiente era seco y cálido. Deslizó la mano a lo largo de la superficie de madera sobre la que descansaba, y un polvo fino se amontonó entre sus dedos. Eso, junto con la oscuridad impenetrable y un silencio total, indicaría que estaba en una zona de la Casa de Ladrones deshabitada desde hacía mucho tiempo. Reflexionó un momento sobre sus recuerdos de la cripta de piedra de la que él, el Ratonero y Fissif habían robado el cráneo enjoyado. El fino polvo penetró en sus fosas nasales y le hizo estornudar, y eso le hizo ponerse de nuevo en movimiento. Su mano tanteó y encontró una pared. Trató de recordar la dirección por la que se había aproximado a la mesa, pero no lo consiguió y tuvo que ponerse en movimiento al azar. Avanzó lentamente, a tientas, palpando con manos y pies.

Esta precaución le salvó. Una de las piedras pareció ceder ligeramente bajo la exploración de su pie, y se echó atrás. Se oyó un brusco sonido crepitante, seguido de un ruido metálico y otros dos ruidos apagados. Se agitó el aire ante su rostro. Aguardó un momento y luego tanteó con cautela en la negrura. Su mano tropezó con una tira de metal oxidado a la altura del hombro. Palpándola con sumo cuidado, descubrió que sobresalía de una grieta en la pared izquierda y terminaba en punta a escasas pulgadas de una pared que descubrió ahora a su derecha. Palpó un poco más y encontró una hoja similar por debajo de la primera. Entonces se dio cuenta de que los ruidos apagados se debían a unos contrapesos que, liberados por la presión sobre la piedra, habían impulsado automáticamente las hojas a través de la hendidura. Otro paso adelante y habría sido ensartado. Buscó su larga espada, descubrió que no estaba en la vaina y utilizó ésta para romper las dos hojas cerca de la pared. Entonces se volvió y desandó sus pasos hasta la mesa cubierta de polvo.

Pero un lento recorrido junto a la pared más allá de la mesa volvió a conducirle al corredor de las mortíferas hojas. Meneó su dolorida cabeza y soltó una colérica maldición, porque carecía de luz y no tenía manera de encender fuego. ¿Cómo era posible? ¿Acaso había entrado inicialmente en aquel callejón sin salida desde el corredor, eludiendo la piedra mortífera por pura suerte? Esa parecía ser la única respuesta posible, por lo que soltó un gruñido y avanzó de nuevo por el corredor de las hojas de espada, con los brazos extendidos y las manos rozando ambas paredes, a fin de saber cuándo llegaba a un cruce, y caminando con el máximo cuidado. Al cabo de un rato se le ocurrió que podría haber caído en la cámara situada detrás de alguna entrada en la pared, a cierta altura, pero la testarudez le impidió regresar por segunda vez.

Lo siguiente que encontró su pie fue un vacío, que resultó ser el inicio de unos escalones de piedra que descendían. En ese momento abandonó el intento de recordar cómo había llegado adonde estaba. A unos veinte escalones más abajo su olfato captó un olor de moho, árido, que procedía de abajo. Otros veinte escalones y empezó a compararlo con el olor que hay en ciertas tumbas antiguas y desiertas de las Tierras Orientales. Tenía un dejo acre casi imperceptible. Fafhrd notó su piel calurosa y seca. Sacó un cuchillo del cinto y se movió silenciosa y lentamente.

La escalera finalizaba en el escalón cincuenta y tres, y las paredes laterales se retiraban. Por la atmósfera que había allí, pensó que debía de encontrarse en una cámara grande. Avanzó un poco, arrastrando los pies sobre una alfombra espesa de polvo. Se oyó un aleteo seco y un ligero sonido crepitante en el aire, por encima de su cabeza. Por dos veces algo pequeño y duro le rozó la mejilla. Recordó las cuevas infestadas de murciélagos en las que se había aventurado previamente. Pero aquellos ruidos diminutos, aunque similares en muchos aspectos, no eran exactamente como los que produce el murciélago. Los pelos cortos le punzaban en la nuca Forzó la vista, pero sólo vio la pauta carente de sentido de los puntos de luz que acompañan a la oscuridad profunda.

De nuevo una de aquellas cosas le rozó el rostro, y esta vez él estaba preparado. Sus grandes manos aferraron rápidamente aquel objeto..., y casi lo dejaron caer, pues era seco y sin peso, una mera armazón de pequeños huesos quebradizos que crujieron bajo sus dedos. Con el índice y el pulgar sujetó un diminuto cráneo de animal.

Su mente rechazó la idea de murciélagos que eran esqueletos y, sin embargo, aleteaban de un lado a otro en una gran cámara similar a una tumba. Sin duda aquella criatura debía de haber muerto colgada del techo, encima de su cabeza, y al entrar allí hizo que se desprendiera. Pero ya no trató de averiguar qué eran los ligeros ruidos crujientes en el aire.

Entonces empezó a percibir otra clase de sonidos, pequeños gritos agudos, casi demasiado altos para que el oído los captara. Fueran lo que fuesen, reales o imaginarios, había algo en ellos que engendraba pánico, y Fafhrd se oyó gritar: « ¡Habladme! ¿Qué son esos gimoteos y risas disimuladas? Revelaos! > .

Tras esto oyó los débiles ecos de su voz, y supo con certeza que estaba en una cámara grande. Entonces se hizo el silencio, y hasta los sonidos en el aire se diluyeron. Y después de que el silencio hubiera durado veinte o más latidos del corazón desbocado de Fafhrd, fue roto de una forma que no le gustó nada al nórdico.

Una voz débil, aguda, apática surgió de algún lugar delante de él y dijo: '

—Este hombre es un nórdico, hermanos, un bárbaro tosco, de larga cabellera, procedente del Yermo Frío.

Desde un punto algo apartado a uno de los lados, una voz similar respondió:

—En nuestros tiempos encontramos a muchos de su raza en los muelles. Los emborrachábamos y les robábamos el polvo de oro de sus bolsas. Éramos poderosos en nuestros tiempos, sin igual en destreza y astucia.

Y una tercera voz:

—Ved, ha perdido su espada, y mirad, hermanos: ha aplastado un murciélago y lo tiene en la mano.

El grito de Fafhrd, denunciando todo aquello como tonterías y mascaradas ridículas, se extinguió antes de llegar a sus labios, pues de repente se le ocurrió preguntarse cómo aquellas criaturas podían saber qué aspecto tenía e incluso ver lo que tenía en la mano, cuando la oscuridad era negra como la pez. Sabía que hasta el gato y el búho están ciegos en una oscuridad completa. Sintió que un hormigueo de terror se apoderaba de él.

—Pero el cráneo de un murciélago no es el cráneo de un hombre —dijo la que parecía ser la primera voz—. Es uno de los tres que recuperaron el cráneo de nuestro hermano en el templo de Votishal. Sin embargo, no ha traído el cráneo consigo.

—Durante siglos, la cabeza enjoyada de nuestro hermano ha languidecido solitaria bajo el maldito santuario de Vitishal —dijo una cuarta voz—, y ahora que esos de arriba lo han rescatado no tienen intención de devolvérnoslo. Arrancarán sus ojos resplandecientes y los venderán por grasientas monedas. Son ladrones insignificantes, sin dioses y codiciosos. Nos han olvidado, a nosotros, sus hermanos antiguos, y son pura maldad.

Aquellas voces producían una sensación de algo muerto horriblemente y muy lejano, como si se formaran en un vacío. Algo sin emoción pero, a la vez, extrañamente triste y amenazante, a medio camino entre un débil suspiro desesperanzado y una liviana risa glacial. Fafhrd apretó los puños y el diminuto esqueleto se convirtió en astillas, que él arrojó a un lado con un gesto espasmódico. Trató de hacer acopio de valor y seguir adelante, pero no pudo.

—No es justo que un destino tan innoble haya recaído en nuestro hermano —dijo la primera voz, que parecía tener cierta autoridad sobre las otras—. Escucha ahora nuestras palabras, nórdico, y escucha bien.

—Ved, hermanos —intervino la segunda voz—, el nórdico está temeroso, se enjuga la boca con su gran mano y se roe el nudillo, lleno de incertidumbre y miedo.

Fafhrd empezó a temblar al oír tan minuciosa descripción de sus acciones. Terrores largamente ocultos surgieron en su mente. Recordó sus primeras ideas sobre la muerte, cómo de muchacho había sido testigo de los terribles ritos fúnebres del Yermo Frío y se unía a las silenciosas plegarias a Kos y el innombrable dios de la muerte. Entonces, por primera vez, le pareció que podía distinguir algo en la oscuridad. Puede que sólo fuera una formación peculiar de los puntos de luz carentes de significado que brillaban tenuemente, pero distinguió una serie de diminutos centelleos al nivel de su propia cabeza, todos ellos en parejas y a un dedo de separación unos de otros. Algunos eran de un color rojo intenso, otros verdes y algunos azul pálido como zafiros. Fafhrd recordaba vívidamente los ojos de rubíes del cráneo robado en Votishal, el cráneo que, según Fissif, había estrangulado a Krovas con unas manos esqueléticas. Los puntos de luz se reunían y avanzaban hacia él, muy lentamente.

—Nórdico continuó la primera voz—, debes saber que somos los antiguos ladrones de Lankhmar y que necesariamente debemos poseer el cerebro perdido, que es el cráneo de nuestro hermano Ohmphal. Tienes que traérnoslo antes de que las estrellas de la próxima medianoche brillen en el cielo. De lo contrario te buscaremos y te arrancaremos la vida.

Las parejas de luces coloreadas seguían acercándose, y ahora Fafhrd creyó que podía oír el sonido de unas pisadas secas, crujientes, en el polvo. Recordó las profundas marcas púrpura en la garganta de Krovas.

—Debes traer el cráneo sin falta—resonó la segunda voz.

—Antes de la próxima medianoche —dijo otra.

—Las joyas han de estar en el cráneo; no se nos debe privar de ninguna.

—Ohmphal, nuestro hermano, regresará.

—Si nos fallas —susurró la primera voz—, iremos a por el cráneo... y a por ti.

Y entonces todos parecieron estar en torno a él, gritando «Ohmphal, Ohmphal» con aquellas voces detestables que no eran ni un ápice más fuerces ni menos lejanas. Fafhrd tendió las manos convulsamente, tocó algo duro y suave y seco. Y entonces se estremeció como un caballo asustado, dio media vuelta y echó a correr tan rápido como podía, hasta que se detuvo, dolorido y tambaleante, en los escalones de piedra; los subió de tres en tres, tropezando y lastimándose los codos contra las paredes.

Fissif, el ladrón gordo, deambulaba desconsolado en el interior de una gran cámara de techo bajo, apenas iluminada, con el suelo cubierto de toda clase de objetos diversos y llena de toneles vacíos y balas de telas podridas. Mascaba una nuez que tenía una propiedad soporífera, cuyo jugo le manchaba los labios de azul y goteaba por sus mejillas fofas. A intervalos regulares emitía un suspiro de autocompasión. Comprendía que su porvenir en el Gremio de los Ladrones era bastante dudoso, aunque Slevyas le había concedido una especie de supresión temporal del castigo. Recordó la fría mirada de Slevyas y se estremeció. No le gustaba la soledad de la cámara en el sótano, pero cualquier cosa era preferible a las miradas despectivas y amenazantes de sus hermanos ladrones.

El sonido de unos pies que se arrastraban le hizo tragarse uno de sus monótonos suspiros, junto con la nuez que mascaba, y esconderse detrás de una mesa. De las sombras surgió una aparición asombrosa. Fissif reconoció al nórdico Fafhrd, pero era un Fafhrd de aspecto muy lamentable, el rostro pálido y sombrío, las ropas y el cabello desordenados y cubiertos de un polvo grisáceo. Tenía la expresión de un hombre perplejo o sumido en sus pensamientos. Fissif se dio cuenta de que aquella era una oportunidad de oro, cogió una voluminosa pesa de tapiz y se deslizó sigilosamente hacia el joven ensimismado.

Fafhrd acababa de convencerse de que las voces extrañas de las que acababa de huir sólo habían sido figuraciones de su cerebro alimentadas por la fiebre y el dolor de cabeza. Razonó que, al fin y al cabo, un golpe en la cabeza puede hacerle a uno ver luces de colores y oír sonidos zumbantes. Debía de haber sido casi un estúpido para perderse tan fácilmente en la oscuridad... Lo probaba la prontitud con que había descubierto el camino correcto.

Ahora tenía que concentrarse en la huida de aquella madriguera mohosa No debía fantasear. Toda una Casa de ladrones iba tras él, y era previsible que se encontrase con alguno a la vuelta de cualquier esquina.

En el momento en que meneaba la cabeza para despejarla y alzaba la vista, ya con los sentidos alerta, descendió sobre su cráneo el sexto golpe que recibía aquella noche. Pero esta vez fue más fuerte.

La reacción de Slevyas a la noticia de la captura de Fafhrd no fue exactamente la que Fissif había esperado. No sonrió ni alzó la vista del plato de fiambres que tenía ante él. Se limitó a tomar un pequeño sorbo de vino amarillo claro y siguió comiendo.

—¿El cráneo enjoyado? —preguntó secamente entre bocado y bocado.

Fissif explicó que existía la posibilidad de que el nórdico lo hubiera escondido en algún lugar, en los confines más remotos del sótano. Una búsqueda minuciosa daría respuesta a la pregunta.

—Tal vez lo llevaba el Ratonero Gris...

—¿Has matado al nórdico? —inquirió Slevyas tras una pausa.

—No del todo —respondió Fissif orgullosamente—, pero le he sacudido bien los sesos.

Fissif esperaba un cumplido, o por lo menos un gesto amistoso, pero recibió una fría mirada apreciativa, cuyo significado era difícil determinar. Slevyas masticó durante largo rato un trozo de carne, lo tragó y bebió despaciosamente el vino, todo ello sin desviar la mirada de Fissif. Finalmente dijo:

—Si le hubieras matado, en este momento te estarían torturando. Entiende, panzudo, que no confío en ti. Hay demasiadas cosas que señalan tu complicidad. Si ce hubieras confabulado con él, le habrías matado para impedir que revelara tu traición. Tal vez quisiste matarle. Por suerte para ti, su cráneo es duro.

El tono flemático ahogó la protesta de Fissif. Slevyas apuró su copa, se echó atrás e hizo una seña a los aprendices para que se llevaran los platos.

—¿Ha recuperado el nórdico el sentido? preguntó bruscamente.

Fissif asintió.

—Parecía tener fiebre —añadió—. Trató de librarse de sus ataduras y musitó unas palabras. Algo sobre «la próxima medianoche». Repitió eso tres veces. El resto lo dijo en una lengua extranjera.

Entró un ladrón larguirucho, con orejas de rata.

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