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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (18 page)

BOOK: Espadas y demonios
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Los dos ladrones tenían también el alivio de saber que, con la satisfacción de un trabajo bien hecho, ahora se dirigían directamente a casa, no para encontrarse con sus esposas —¡que Aarth no lo quisiera!—, padres e hijos —¡que todos los dioses lo evitaran!— sino a la Casa de los Ladrones, sede y cuartel del todopoderoso Gremio que era para ellos padre y madre a la vez, aunque a ninguna mujer se le permitía cruzar el portal siempre abierto de la calle de la Pacotilla.

Tenían además el consolador conocimiento de que aunque cada uno estaba armado solamente con su reglamentario cuchillo de ladrón con empuñadura de plata, un arma que no solía usarse salvo en los escasos duelos y pendencias intramuros y que, de hecho, era más una insignia de su condición de miembros que un arma, tenían no obstante el poderoso acompañamiento de tres matones de toda confianza alquilados para aquella noche a la Hermandad de Asesinos, uno de ellos avanzando bastante por delante de ellos como explorador y los otros dos bastante detrás a modo de retaguardia y principal fuerza de choque, de hecho casi fuera de la vista, pues nunca es prudente que tal acompañamiento sea evidente, o así lo creía Krovas, gran maestre del Gremio de los Ladrones.

Y si todo ello no bastara para que Slevyas y Fissif se sintieran seguros y serenos, andaba junto a ellos en silencio, a la sombra del bordillo norte, malformada o, en todo caso, con una cabeza demasiado grande, una forma que podría haber sido un perrillo, un gato de tamaño menor que el normal o una rata muy grande. En ocasiones corría a toda prisa hacia sus pies enfundados en fieltro, aunque siempre volvía a escabullirse con rapidez hacia la oscuridad. Eran unas pequeñas escapadas familiares e incluso alentadoras.

Desde luego, aquella última guardia no constituía una tranquilidad carente de impurezas. En aquel mismo momento, y cuando apenas se habían alejado cuarenta pasos de la casa de Jengao, Fissif caminó un trecho de puntillas y alzó sus labios gordezuelos para susurrar junto al largo lóbulo de la oreja de Slevyas:

—Que me aspen si me gusta que nos siga los pasos ese familiar de Hristomilo, por mucha seguridad que nos ofrezca. Ya es bastante malo que Krovas emplee o se deje engatusar para emplear a un brujo de la más dudosa, aunque atroz, reputación y no mejor aspecto, pero...

—¡Cierra el pico! —susurró Slevyas en tono aún más bajo.

Fissif obedeció encogiéndose de hombros y se dedicó con más intensidad y precisión de lo que quería a dirigir su mirada a uno y otro lado, pero sobre todo adelante.

A cierta distancia en aquella dirección, de hecho poco antes del cruce con la calle del Oro, había un puente sobre la calle del Dinero, un pasaje cerrado a la altura del segundo piso que conectaba los dos edificios que constituían los locales de los famosos albañiles y escultores Rokkermas y Slaarg. Los edificios de la firma tenían pórticos muy poco profundos apoyados innecesariamente por grandes columnas de forma y decoración variadas y que servían de anuncios más que de elementos estructurales.

Por debajo del puente salieron dos silbidos bajos y breves, señal lanzada por el matón explorador indicativa de que había inspeccionado aquella zona por si les tendían una emboscada, sin descubrir nada sospechoso, y que la calle del Oro estaba expedita.

Fissif no quedó en modo alguno totalmente satisfecho con la señal de seguridad. A decir verdad, el ladrón gordo casi gozaba siendo aprensivo e incluso temeroso, hasta cierto punto. Una sensación de pánico estridente, a la que se sobreponía una tensa calma le hacía sentirse más excitado y vivo que la mujer de la que gozaba en ocasiones. Así pues, exploró más atentamente a través de la leve niebla negruzca los frontones y colgaduras de Rokkermas y Slaarg mientras su paso y el de Slevyas, que parecían pausados pero no lentos, les acercaban más y más.

En aquel punto el puente estaba agujereado por cuatro pequeñas ventanas, entre las cuales había tres grandes hornacinas que contenían—otro anuncio—tres estatuas de yeso de tamaño natural, algo erosionadas por los años a la intemperie y a las que otros tantos años de niebla habían dotado de tonos diversos de gris oscuro. Cuando se acercaban a casa de Jengao, antes del robo, Fissif las había observado con una mirada rápida pero completa por encima del hombro. Ahora le parecía que la estatua a la derecha había sufrido un cambio indefinible. Era la de un hombre de mediana altura que vestía manto y capucha y que miraba abajo con los brazos cruzados y expresión meditativa. No, no del todo indefinible... Le pareció que ahora la estatua era de un gris oscuro más uniforme, el manto, la capucha y el rostro; le parecía de facciones algo más agudas, menos erosionadas. ¡Y asta juraría que su talla era algo menor!

Además, al pie de la hornacina, había un montón de escombros grises y blanco crudo que no recordaba haber visto allí antes. Hizo un esfuerzo para recordar si durante la excitación del atraco, mientras se entregaba a las animadas tareas de matar al leopardo y zurrar al propietario de la casa, el rincón siempre alerta de su mente había grabado un estruendo distante, y ahora le pareció que así había sido. Su rápida imaginación representó la posibilidad de que hubiera un agujero o incluso una puerta detrás de cada estatua, a través de la cual pudiera darse a ésta un fuerte empujón y derribarla sobre los transeúntes, él y Slevyas en concreto, y que el derrumbe de la estatua a mano derecha había servido para probar el dispositivo, sustituyéndola luego por otra casi igual.

Decidió vigilar las tres estatuas cuando él y Slevyas pasaran por debajo. Sería fácil esquivarla si veía que una empezaba aoscilar. ¿Debería apartar a Slevyas del peligro en caso de que sucediera? Era algo en lo que debía pensar.

Sin pausa, su atención inquieta se fijó entonces en los pórticos y columnas. Estas últimas, gruesas y casi de tres metros de altura, estaban situadas a intervalos regulares, mientras que su forma y sus estrías eran irregulares, pues Rokkermas y Slaarg eran muy modernos y recalcaban el aspecto inacabado, el azar y lo inesperado.

No obstante, a Fissif le pareció —ahora su cautela del todo despierta— que había una intensidad de lo inesperado, en concreto que había una columna más bajo los pórticos de las que había cuando pasaron antes por allí. No podía estar seguro de qué columna era la nueva, pero casi estaba seguro de que había una.

¿Debía compartir sus sospechas con Slevyas? Sí, y obtener otro susurro de reprobación y otra mirada despectiva de los ojos pequeños y aparentemente apagados.

Ahora el puente cerrado estaba cerca. Fissif echó un vistazo a la estatua de la derecha y observó sus diferencias con la que recordaba. Aunque era más corta, parecía sostenerse más erecta, mientras que la línea del ceño tallada en el rostro gris no era tanto de reflexión filosófica como de desprecio burlón, inteligencia pagada de sí misma y presunción.

Ninguna de las tres estatuas cayó mientras él y Slevyas pasaban bajo el puente, pero algo le ocurrió a Fissif en aquel momento.

Una de las columnas le guiñó un ojo.

El Ratonero Gris —pues tal era el nombre que ahora el Ratón se daba a sí mismo y le daba también Ivrian—, se volvió en la hornacina de la derecha, dio un salto hacia arriba, se cogió de la cornisa, dio una silenciosa voltereta que le depositó en el tejado y lo cruzó en el momento oportuno para ver a los ladrones que pasaban debajo.

Sin titubear saltó adelante y abajo, su cuerpo recto como una flecha de ballesta, las suelas de sus botas de piel de ratón dirigidas a los omóplatos ocultos en grasa del ladrón más bajo, aunque un poco más allá de él, a fin de compensar el metro que andaría mientras el Ratonero descendía en su dirección.

En el instante en que saltó, el ladrón alto miró arriba por encima del hombro y desenfundó un cuchillo, aunque sin hacer ningún movimiento para apartar a Fissif de la trayectoria del proyectil humano que se precipitaba hacia él. El Ratonero se encogió de hombros en pleno vuelo. Tendría que ocuparse con rapidez del ladrón alto tras haber derribado al gordo.

Con más rapidez de lo que podía esperarse, Fissif giró entonces sobre sus talones y gritó débilmente:

—¡Slivikin!

Las botas de piel de ratón le alcanzaron en el vientre. Fue como aterrizar sobre un gran cojín. Rodando a un lado para esquivar el primer golpe de Slevyas, el Ratonero dio un vuelco y, mientras el cráneo del ladrón grueso golpeaba contra los adoquines produciendo un ruido sordo, se puso en pie, cuchillo en mano, dispuesto a ocuparse del ladrón alto.

Pero no tuvo necesidad. Slevyas, con sus pequeños ojos vidriosos, también se derrumbaba.

Una de las columnas había saltado hacia adelante, arrastrando una túnica voluminosa. Una gran capucha se había deslizado hacia atrás, mostrando un rostro juvenil y una cabeza enmarcada por larga cabellera. Unos brazos fornidos habían emergido de las mangas largas y holgadas que habían constituido la sección superior de la columna, mientras que el gran puño en que finalizaba uno de los brazos había propinado a Slevyas un fuerte puñetazo en el mentón que le había dejado fuera de combate.

Fafhrd y el Ratonero Gris se miraron, por encima de los dos ladrones tendidos sin sentido. Estaban colocados en posición de ataque, pero de momento ninguno se movía.

Cada uno percibía algo inexplicablemente familiar en el otro.

—Nuestros motivos para estar aquí parecen idénticos —dijo Fafhrd.

—¿Sólo lo «parecen»? ¡Claro que lo son! —respondió fríamente el Ratonero, mirando con fiereza a aquel enorme enemigo potencial, cuya altura rebasaba en una cabeza al ladrón alto.

—¿Cómo has dicho?

—He dicho: «¿Sólo lo "parecen"? ¡Claro que lo son!»

—¡Muy civilizado por tu parte! —comentó Fafhrd en tono complacido.

—¿Civilizado? —le preguntó con suspicacia el Ratonero, apretando más su cuchillo.

—Preocuparse, en plena acción, de las palabras exactas que uno ha dicho —explicó Fafhrd. Sin perder de vista al Ratonero, miró abajo. Su mirada pasó del cinto y la bolsa de uno de los ladrones caídos al otro. Entonces miró al Ratonero con una ancha y franca sonrisa—. ¿Al sesenta por ciento? —le sugirió.

El Ratonero vaciló, enfundó su cuchillo y dijo con voz ronca:

—¡Trato hecho! —Se arrodilló con brusquedad, y sus dedos manipularon los cordones de la bolsa de Fissif—. Saquea a tu Slivikin —instruyó al otro.

Era natural suponer que el ladrón gordo había gritado el nombre de su compañero al final.

Sin alzar la vista de donde estaba arrodillado, Fafhrd observó:

—Ese.. ese hurón que iba con ellos. ¿Adónde ha ido?

—¿Hurón? —replicó el Ratonero—. ¡Era un tití!

—Tití —musitó Fafhrd—. Eso es un pequeño mono tropical, ¿verdad? Bueno, es posible que lo fuera, pero he tenido la extraña impresión de que...

La doble acometida silenciosa que se abatió sobre ellos en aquel momento no les sorprendió en realidad; los dos la habían estado esperando, pero el sobresalto de su encuentro había apartado de su conciencia aquella expectativa.

Los tres matones, abalanzándose contra ellos en ataque concertado, dos por el oeste y uno por el este, todos con las espadas ;reparadas para atacar, habían supuesto que los dos atracadores estarían armados como mucho con cuchillos y que serían tan temerosos, o al menos se mostrarían cautos, con las armas de combate, como lo eran en general los ladrones y quienes atacaban a éstos. Por eso fueron ellos los sorprendidos y confusos cuando con la celeridad de la juventud el Ratonero y Fafhrd se levantaron de un salto, desenvainaron temibles espadas y se les enfrentaron espalda contra espalda.

El Ratonero hizo un quite muy pequeño en cuarta posición, de modo que la acometida del matón por el lado este pasó casi rozándole por la izquierda. Al instante lanzó un contragolpe. Su adversario, echándose desesperadamente atrás, paró a su vez en cuarta. Apenas deteniéndose, la punta de la larga y estrecha espada del Ratonero se deslizó por debajo de aquella parada con la delicadeza de una princesa que hace una reverencia, y entonces saltó adelante y un poco hacia arriba; el Ratonero lanzó una estocada larga que parecía imposible para un ser tan pequeño, y que penetró entre dos mallas del jubón acorazado, pasó entre las costillas, atravesó el corazón y salió por la espalda, como si todo ello fuese un pastel de bizcocho.

Entretanto, Fafhrd, de cara a los dos matones procedentes del oeste, desvió sus estocadas bajas con paradas algo mayores y amplias, en segunda posición y primera baja, y luego dio un golpe rápido hacia arriba con su espada más larga pero más pesada que la del Ratonero, la cual cortó el cuello del adversario que tenía a la derecha, decapitándole a medias. A continuación, ando un rápido paso atrás, se dispuso a embestir al otro.

Pero no había necesidad. Una estrecha cinta de acero ensangrentado, seguida por un guante y un brazo grises, pasaron por su lado desde atrás y transfiguraron al último matón con la misma estocada que el Ratonero había empleado con el primero.

Los dos jóvenes limpiaron y envainaron sus espadas. Fafhrd se pasó la palma de su mano derecha abierta por la túnica y la tendió. El Ratonero se quitó el guante gris de la mano derecha y estrechó la gran mano que el otro le ofrecía con la suya nervuda. Sin intercambiar palabra, se arrodillaron y terminaron de desvalijar a los dos ladrones inconscientes, asegurando las bolsitas con las joyas. Con una toalla aceitosa y luego otra seca, el Ratonero se limpió de un modo incompleto la mezcla grasienta de cenizas y hollín que le había ennegrecido el rostro, y luego enrolló con rapidez ambas toallas y las guardó de nuevo en su bolsa. A continuación, con sólo un inquisitivo movimiento de los ojos hacia el este por parte del Ratonero y un gesto de asentimiento por la de Fafhrd, se pusieron rápidamente en marcha en la dirección que habían tomado Slevyas, Fissif y su escolta.

Tras un reconocimiento de la calle del Oro, la cruzaron y, a propuesta de Fafhrd, efectuada con un gesto, continuaron hacia el este por la calle del Dinero.

—Mi mujer está en la Lamprea Dorada —le explicó.

—Vamos a por ella y la llevaremos a mi casa para que conozca a mi chica —sugirió el Ratonero.

—¿Tu casa? —inquirió cortésmente Fafhrd, con el más leve tono interrogativo en su voz.

—En el Camino Sombrío —le informó el Ratonero.

—¿La Anguila de Plata?

—Detrás. Tomaremos unos tragos.

—Yo iré primero a tomar un jarro. Nunca puedo beber lo suficiente.

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