Fue en ese momento cuando me fijé en una cosa.
Y empecé a picotear como loco la fotografía que había quedado tirada en el suelo.
—Silencio, Edgar —dijo Solsticio—. Estamos intentando pensar.
«Sí —me dije—, y yo estoy intentando salvar nuestro pellejo». Picoteé un ratito más, hasta que los dos hermanos comprendieron que había algo en la foto que yo quería que vieran.
Solsticio la recogió.
—¿Qué pasa, Edgar? ¿Has visto…? Ay, cielos. ¡Grito! ¡Sí que has visto algo!
Se volvió hacia Silvestre.
—Oye, hermanito, ya sé que el cerebro no es tu punto fuerte, pero ¿cuántos fantasmas había charlando con Espectrini cuando hemos sacado la fotografía?
—Dos —dijo él—. Y no me gusta lo que me has dicho.
—No importa. Mira lo que ha visto Edgar.
Echó un vistazo.
—¡Urk! —gritó, casi exactamente como yo—. ¡Es un ta… ta… ta…!
Sí, urk, en efecto: porque en segundo plano, medio oculto detrás de Espectrini y algo más difícil de ver, había otro fantasma.
—¡Valor, Silvestre! ¿Es este el que tú viste? —le preguntó Solsticio a su hermano con más delicadeza.
Él se puso a asentir frenéticamente.
—¿Uno de verdad transparente, y no cubierto de harina blanca? ¿Uno que lleva la cabeza bajo el brazo?
Silvestre asentía con tanta fuerza que pensé que corría el riesgo de que le diera otra vez un soponcio, pero no: con admirable aplomo, consiguió dominarse.
—Grito —dijo Solsticio—. Entonces este, amigos míos, es un «ya sabéis qué» de verdad.
Apenas lo hubo dicho, Silvestre se desmayó también de verdad y yo sentí que se me erizaban las plumas de terror. Pero ella permanecía erguida y con una noble actitud.
—Ya tengo un plan —dijo.
«Por dios, no», pensé. Pero ya era tarde. Estaba decidida.
Lo que hizo entonces Solsticio requería mucho valor, te lo aseguro. Y puedo asegurártelo porque yo fui el único testigo de la escena que se desarrolló a continuación, cuando nos dirigimos otra vez hacia la vieja Ala Sur del castillo.
En los terrenos
del castillo, hacia
el norte, se halla
el Laberinto Loco,
formado por doce
kilómetros de setos
de boj altísimos.
Muchos son los infelices
que se han aventurado
en él. Y jamás se
les ha vuelto a ver.
C
uando salimos de la habitación oímos un tremendo alboroto que procedía del Gran Salón.
Nos asomamos los tres a la entrada.
—Ah —exclamó Espectrini, que parecía haberse convertido nuevamente en el centro de atención—, ¡ahí está esa chica insolente e infortunada! ¡Son todo calumnias y mentiras, y presentaré contra ustedes una demanda millonaria!
Silvestre daba saltitos esgrimiendo la fotografía.
—¡Es un impostor! ¡Mirad! ¡Es amigo de los fantasmas! ¡Pero no son fantasmas de verdad! ¡Son empleados suyos!
Pantalín le prestó atención al fin y miró la fotografía, rascándose la cabeza, mientras que Mentolina permanecía aturdida y confusa, sin saber si debía echar a Espectrini y obligarlo a retirarse con el rabo entre las piernas.
Varios criados que lo habían oído todo y empezaban a captar lo que pasaba lanzaban a Espectrini furiosas miradas.
—¡Nunca se librarán de sus fantasmas! ¡No sin mi ayuda! —gritó él, colérico—. ¡Pandilla de ingratos!
—Yo creía que no teníamos ningún fantasma —dijo Pantalín, todavía manipulando su artilugio—. ¿O sí los hay?
Silvestre volvió a señalarle a Espectrini con el dedo.
—¡Los fantasmas son empleados suyos!
—En todo caso, mi querido muchacho, me parece que ya lo tengo. El opuesto de un fantasma. Verás, tú me habrías venido a las mil maravillas, pero ya sabemos lo que opina tu madre al respecto. Y tampoco me permitirías tocarle un pelo a tu mono. De modo que he pensado, bueno, ¿qué hace ese mono todo el día sino andar por ahí dando vueltas? Como una peonza.
Así pues, el opuesto de un fantasma es una peonza. Bien sencillo, si te paras a pensarlo.
Dicho esto, metió una peonza de madera en la cápsula sensora y pulsó el interruptor. El aparato cobró vida en el acto.
Por desgracia, nadie pudo contemplar su triunfo porque el follón había alcanzado entre tanto proporciones monumentales.
—¡Todos ustedes morirán! —mascullaba Espectrini desdeñoso, escupiendo las palabras entre sus incisivos y sus molares—. ¡Y les estará bien merecido! ¡Muertos de pavor por los fantasmas!
Justo en ese momento noté un olorcillo a harina y vi al Monje Loco y a la Dama Blanca, que pasaban por nuestro lado y se deslizaban flotando hacia el interior del salón.
Solsticio, veloz como un rayo, le puso la zancadilla al Monje y yo me lancé sobre la Dama Blanca, agarrando con el pico el borde de su túnica y dejando al descubierto sus patines.
Pero lo más curioso era lo que venían gritando.
—¡Fantasmas! —decían—. ¡Fantasmas!
Se abalanzaron sobre Espectrini y se aferraron con las uñas a sus pantalones de montar.
—¡Fantasmas! —aullaban—. ¡Fantasmas!
—¿Qué es esto? —exclamó Pantalín.
—¿Paparruchas? ¿Tontadas? —añadió Mentolina con tono intimidante.
Espectrini la emprendió a patadas con sus empleados.
—¡No hay fantasmas, idiotas! ¡Vosotros sois los fantasmas!
Pero ellos ni paraban de gritar ni se separaban de él. Solsticio levantó la voz.