Ahora te pediría que pienses un momentito en los malos olores. En los olores desagradables y más asquerosos: alcantarillas, cloacas y fosas sépticas, por ejemplo. En ese extremo de la escala estarían también el queso con gusanos, el aliento de elefante y la carne podrida.
Espera un segundo, Edgar, me dirás quizá. ¿Es que tú no comes carne podrida? ¿No tienes la tarea de limpiar la naturaleza de carroñas?
Es cierto, debería confesar, pero hasta yo sé que apesta a kilómetros. Y antes de que me preguntes cómo puedo comerme en ese caso algo tan repulsivo, permíteme que te recuerde algunos alimentos humanos tan fétidos como los arenques fermentados, los mejillones o el queso parmesano.
Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que si ese es el extremo maloliente y hediondo de la escala de los olores, entonces hay que desplazarse aún tres kilómetros más allá para situar a Colegui, el mono de Silvestre.
Y así, como suele ocurrir, mientras Solsticio y yo bajábamos por la escalinata principal, a punto ya de embarcarnos en nuestra misión, detecté con gran antelación la presencia de mi archienemigo. Una oleada apestosa me subió a la altura del pico, haciendo que se me estremecieran todas las plumas.
En efecto, llegamos a la planta baja y allí estaba: todavía colgado del cuello de Silvestre y con su limitado coeficiente intelectual de costumbre.
Reconozco, eso sí, que tenía cierto mérito que mantuviera la calma, porque en el Salón Pequeño se estaba desarrollando en aquel momento una escena muy curiosa: Lord Pantalín, secundado por Fermín, acababa de aparecer por la puerta que daba a la escalera del Torreón Este, y entre los dos cargaban trabajosamente un enorme e insólito armatoste. Todos entendimos en el acto que era la última invención de Pantalín.
Parecía el resultado de un choque entre un cochecito de bebé y un museo científico. Andaba sobre ruedas, y ahora que Pantalín y Fermín habían conseguido sacarlo del todo de la estrecha escalera, lo hicieron rodar con orgullo sobre las pieles de oso polar y de tigre que alfombraban el Salón Pequeño.
Sobre las ruedas se veía una colección de tubos, cañerías, cables y diales. También un buen surtido de palancas, interruptores, mandos y botones. Debajo, en una especie de tren de aterrizaje, había varias baterías; para alimentar el artilugio, supuse.
Muy impresionante, en fin, aunque en aquel momento no teníamos ni idea de lo que era.
Lord Pantalín nos leyó el pensamiento (a los que teníamos cerebro, quiero decir) y se volvió hacia nosotros con un floreo de prestidigitador.
—
¡Ay, mis queridos niños!
Y vosotras, criaturas… —Se cortó un instante, pero enseguida recuperó el hilo—.
¡Ah!
¿Cuán grande es vuestro padre? No respondas, muchacho. ¿Cuán grande es el hombre que ve el aprieto en que se halla su familia y pasa a la acción para resolverlo? Allí, al borde del desastre y la indigencia, se encuentra el clan de los Otramano; y entonces salta a la arena del destino el héroe del momento, ¡el gran adalid que salvará la situación!, ¡vuestro señor y salvador!
¡Yo!
Nos hizo una profunda reverencia. Fermín suspiró, pero tuvo la gentileza de obsequiar a su amo con unos débiles aplausos. Los chicos, aunque habituados a aquella clase de discursos del hombre que otros niños de su edad habrían llamado «papá», se lo quedaron mirando con aire inexpresivo.
—¡Observad! —dijo Pantalín, con ojos enloquecidos—. Aquí está. La máquina que ha de salvarnos y que impedirá que vayamos por las calles pidiendo limosna a las damas bondadosas: mi Artilugio Detector de Oro de Primera Categoría.
Hizo otra solemne reverencia y señaló el armatoste con la mano.
Una bombilla se encendió en el interior de mi cerebro. Había cierta lógica en sus ocurrencias, al fin y al cabo. Es bien sabido, al menos según cuenta la leyenda, que en algún punto del castillo está escondido un enorme y fabuloso tesoro, conocido como el Tesoro Perdido de Otramano. Al parecer, ese riquísimo botín se habría ocultado cientos de años atrás, antes incluso de que los Otramano tomaran posesión del lugar, y estaría compuesto —dicen— por montañas de oro e innumerables piedras preciosas, así como por un diamante legendario llamado precisamente la Fortuna de Otramano.
El problema es que nadie sabe si existe ni, en caso de que exista, dónde está. Los Otramano no tienen ningún indicio de dónde podría encontrarse y han organizado numerosas expediciones fallidas para localizarlo. Pero ni siquiera esos fracasos han disuadido a los intrusos que a veces, en las noches oscuras, deambulan por los alrededores del castillo armados con palas, pues nadie sabe a ciencia cierta si el tesoro está en el interior del castillo o en los extensos terrenos aledaños al mismo.
—Sí —exclamó Pantalín—. ¡A la hora del almuerzo ya estará superada la crisis! Seremos otra vez inmensamente ricos. Bueno, lo seré yo, pero ya me encargaré de que no os falte de nada. —Nos hizo un guiño—. Sí, ¿y cómo funciona?, casi oigo que preguntáis.
Nadie había preguntado, pero eso no iba a amedrentarlo.
—Veréis, es muy sencillo. Se basa enteramente en el concepto de la atracción. Como sabéis, los opuestos se atraen. Pensad en vuestra madre y en mí, por ejemplo. ¡Totalmente opuestos! Lo que hemos hecho, así pues, es colocar una pequeña muestra de la cosa menos parecida al oro dentro de lo que nosotros llamamos «cápsula sensora» de la máquina. No vaciléis en interrumpirme si me pongo demasiado técnico… La máquina entonces se verá atraída como un imán hasta el emplazamiento del oro. ¡Ja! ¡El oro!
Solsticio reflexionó en lo que había dicho su padre.
—¿Y qué es, padre? ¿Qué es lo menos parecido al oro?
Pantalín pareció titubear un instante.
—Hum. Bueno, no estamos del todo seguros, pero tenemos algunas ideas. Sí, ya lo creo que sí. Contamos con una breve lista de candidatos y solo nos queda ir probando con cada uno. Vamos a empezar con ciruelas, salchichas y porquería de pájaro. Sin ánimo de ofender, Edgar, viejo amigo.
Le lancé una mirada feroz a Pantalín, pero él ya estaba hurgando debajo del cacharro. Luego se volvió hacia Fermín.
El mayordomo asintió. Extendió un dedo huesudo y accionó un interruptor diminuto de aspecto insignificante. El Detector de Oro cobró vida de golpe con gran estruendo. Silbaba, aspiraba, zumbaba y soltaba detonaciones. Todo al mismo tiempo.
—Allá vamos, muchacho. ¡Allá vamos!
Y desaparecieron con el artilugio por la puerta principal, en busca de aquella fortuna que aún aguardaba a su descubridor.