Tan absorto me quedé con su resplandor que poco faltó para que se produjera el desastre, porque se me olvidó que estaba cayendo a plomo. Me llegó de sopetón el olor del lago y, en el último segundo, pude enderezarme haciendo un viraje que por poco me arranca las alas de la aceleración brutal que llevaba. Ya parece haberse convertido en una costumbre en mi caso… Me estaré volviendo un poco olvidadizo con los años.
Noté a pesar de la oscuridad que había perdido una pluma en las aguas negras del lago y sonreí con pesar. No puedo permitirme perder demasiadas plumas de la cola; ya bastante pelada se me está quedando por sí sola.
Con un humor algo sombrío, crucé el lago volando bajo en dirección al castillo mientras reflexionaba en lo que podían significar aquellas luces misteriosas en el Ala Sur.
Llegué a la conclusión enloquecida de que solo podían significar una cosa: que una horda de espíritus malignos del más allá se estaba adueñando del castillo. Y al final resultó que no me alejaba mucho de la verdad.
Silvestre
no es un gran lector,
que digamos; pero está
decidido a terminarse
Los secretos
de los grandes
taxidermistas
aunque se deje
la piel en ello.
-¡¡I
hhhiiiiiiiiiiiiii!!
Eso fue lo primero que oí cuando volé alrededor de los muros del castillo, buscando algún hueco por donde entrar. Me había entretenido un poco más de la cuenta y parecía que iba a quedarme fuera. Pero el grito venía de un punto situado más allá del castillo, así que me elevé en el aire para situarlo.
—¡¡Ihhhiiiiiiiiiiiiii!! —resonó otra vez en la oscuridad; luego se interrumpió en seco.
Ahora ya había localizado de dónde procedía, y sin hacer caso del miedo que se me había metido en el cuerpo, orienté la punta afilada de mi pico hacia el edificio de los establos y aceleré como un cuervo veinte años más joven que yo.
¡Demasiado tarde!
¡Malditas sean mis viejas alas y mis plumas desmochadas! Ya era demasiado tarde.
Cuando llegué al establo, encontré los caballos relinchando y dando coces al suelo como si hubieran enloquecido de pavor. Echaban humo por los ollares, levantaban chispas con los cascos y ofrecían la visión de un caos diabólico.
Ajá. Entonces vi la causa de tanta conmoción. Al fondo había un mozo de establo. Por un momento me pregunté por qué estaba plantado allí en medio tan quieto, con la boca abierta y los ojos desorbitados, hasta que comprendí que era la última víctima del «ya sabes qué».
Se había quedado muerto del susto… ¡pero seguía de pie sobre sus botas temblequeantes!
Pensando que el fantasma debía de haber abandonado la escena del crimen hacía solo un momento, salí disparado sobre el último pesebre y describí un círculo alrededor de los establos.
Nada.
¡El espectro se había desvanecido como por arte de magia!
Di un par de vueltas más para asegurarme y volví al establo, donde me encontré a Fermín acompañado de doña Sartenes y de una pandilla de criados. Todos hablaban a la vez atropelladamente. Comprobé con alivio que la infame niñera Cachivaches no venía con ellos; seguía en cama después del accidente que había sufrido con una prensa para planchar pantalones. Con lo odiosa que es esa mujer, su presencia solo habría servido para estropear todavía más la situación.
Bastante jaleo había sin ella.
Estaban todos alrededor del mozo del establo, que aún no se había enfriado, y no paraban de señalarlo entre lamentos y gritos sofocados.
—¿Quién es? —susurró alguien.
—Un chico nuevo. No estoy segura.
—Tenía un nombre raro —apuntó otro.
—¿Oliver?
—¡Eso es!
—¡Mirad el pelo! ¡Lo tiene todo erizado!
—Madre mía.
Entonces apareció Mentolina en un torbellino de seda verde y mandó que salieran todos, salvo Fermín y doña Sartenes.
—Fermín —dijo—. ¿Te encargas tú? Hay un arcón en el almacén donde puedes meter a este pobre chiquillo hasta que vengan mañana por la mañana los de Cajón y Hermanos. Doña Sartenes, ¿quiere hablar usted otra vez con la agencia? ¡Nos estamos quedando sin personal a una velocidad alarmante!
Los dos fieles criados se retiraron para cumplir sus encargos y yo decidí anunciar mi presencia, porque intuí que Lady Otramano estaba en un tris de deprimirse.
—¡Rark! —dije, y descendí aleteando hasta posarme en su enjoyada mano derecha.
—Tienes razón, Edgar. Mucha razón, bendito seas. ¡Qué buen chico eres! Pero ¿sabes?, me tiene muy preocupada que quizá no podamos seguir viviendo aquí.
Advertí que Mentolina tenía en las manos la aguja, el hilo y un par de retales de terciopelo negro. Los llevaba consigo a todas partes y ahora me los mostró con un gesto dramático.
—¡Ah, sí! Eres un pájaro muy listo. ¿Lo has adivinado, verdad? Pero tú sabes guardar un secreto, ¿no es cierto? No me importa decirte que esta cosita insignificante que tengo aquí nos va a salvar de una pobreza espantosa. ¿A que es maravilloso?
Agitó ante mí el gurruño de tela y sonrió. Pero enseguida se le despintó la sonrisa.
—Claro que aún queda el problema del «ya sabes qué». Pero eres un pájaro muy listo. Hagamos un trato. Yo salvaré a toda la familia de la miseria, y tú nos salvas del fantasma… ¿Sí?
Dicho esto, dio media vuelta y regresó al castillo. Me apresuré a volar tras ella para no quedarme fuera toda la noche.