Espectros y experimentos (14 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Espectros y experimentos
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El castillo tiene

su propio cementerio,

encaramado en la ladera

de la montaña. A un corto

paseo cuesta arriba desde

el huerto. Hortensio,

el jardinero, atribuye la

lozanía de sus preciadas

coles al agua que se escurre

desde las tumbas.

-¿Q
ué aspecto tenía exactamente el fantasma que viste? —le preguntó Solsticio a su hermano a la mañana siguiente, durante el desayuno.

—¿Te refieres al «ya sabes qué»? —respondió Silvestre, haciéndole cosquillas a Colegui en la oreja para ver si espabilaba un poco. Aún seguía muy alicaído.

Solsticio suspiró.

—Sí, bueno, al «ya sabes qué».

Silvestre tragó saliva y miró alrededor, aterrorizado.

Estaban desayunando como de costumbre en el cuarto de los niños. Mentolina tiene la firme convicción de que para Fizz y Buzz es muy instructivo ver cómo se comportan sus hermanos mayores en la mesa, pero lo cierto es que los dos terribles renacuajos estaban en ese momento intentando lanzarme yema de huevo, lo que me obligaba a cambiar de punto de apoyo cada dos minutos, porque su puntería iba mejorando.

Se me pasó por la cabeza la idea de guiarlos al lago y esperar a que se acercara a la orilla un pez bien gordo… Pero ahora tenía casi toda mi atención puesta en la descripción del espectro que habían visto Silvestre y su mono.

—Lo he ido recordando poco a poco —dijo el chico, todavía nervioso—. Y creo… creo… creo que era espeluznante. No, mejor dicho. Estoy seguro. Era espeluznante.

Solsticio volvió a suspirar.

—Vale, pero ¿qué pinta tenía?

—Ah —dijo él—. Ya entiendo. Bueno, para empezar era transparente. Sí, transparente. Y además era todo blanco y flotaba.

—Un momento —dijo Solsticio—. Si era transparente, ¿cómo podía ser blanco?

Silvestre parpadeó, desconcertado.

—No sé. Era así. Blanco y flotante. Pero también transparente. Invisible no era, o no lo habría visto.

La palabra exacta sería «translúcido», pero dejé que siguieran hablando sin interrumpirles. Al menos, el chico nos servía de algo por fin. Pero me inquietaba que Solsticio le estuviera haciendo todas aquellas preguntas. ¿Planeaba otra excursión de Cazafantasmas por el Ala Sur? Esperaba que no.

—¿Y flotaba en el aire o caminaba por el suelo?

—No lo sé —dijo Silvestre—, pero era hombre, y daba un miedo…

—¿Por qué?, ¿por qué daba tanto miedo?

—Pues porque no tenía cabeza. O sea… sí tenía.

Solsticio estaba a punto de ponerse a chillar. Y no era para menos, la verdad.

—A ver, ¿sí o no? Las dos cosas no pueden ser.

—Quiero decir —dijo Silvestre, como si se explicara ante un conejo lerdo y adormilado— que tenía una cabeza, pero no sobre los hombros. La llevaba bajo el brazo.

—Grito —dijo Solsticio gravemente—. Eso es espeluznante.

Silvestre asintió.

—Así que era blanco y flotaba, aunque tal vez caminaba, y tenía la cabeza bajo el brazo. Muy bien. ¿Cómo iba vestido? ¿Con ropas anticuadas?

Silvestre volvió a asentir, esta vez con más énfasis.

—Sí, ropa anticuada. Llevaba un sombrero de copa en la cabeza. Bajo el brazo, no sé si me entiendes.

—¿Un sombrero de copa blanco?

—Sí, todo blanco, ya te lo he dicho.

Ella se quedó callada.

El silencio duró como cinco segundos. Y entonces resonó un alarido como para reventarte los oídos.

Nos quedamos todos de piedra, salvo Fizz y Buzz.

Yo me volví hacia donde había sonado el grito, estirando el cuello para averiguar qué ocurría, y entonces me cayó en la cabeza un grumo de yema de huevo.

—Buzz, no seas travieso —exclamó Solsticio.

Fizz se mondaba de risa, el muy sinvergüenza.

Salimos todos disparados del cuarto de los niños y cruzamos el pasillo hasta la escalinata. Yo iba delante, desentendiéndome con toda dignidad del churrete de huevo que iba escurriéndose por mi lustroso plumaje negro. Solsticio me seguía de cerca. Y Silvestre cerraba la marcha, algo rezagado, indeciso entre el miedo que le daba quedarse solo y el temor a lo que pudiéramos encontrar. Por mi parte, habría jurado que Fizz y Buzz se bastaban por sí solos para espantar lo mismo a un duende que a una aparición, y que Silvestre habría estado totalmente a salvo si se hubiera quedado con ellos.

Llegamos a la galería y nos asomamos para echar un vistazo al Salón Pequeño.

El alarido resonó otra vez, primero con poca claridad y enseguida más alto, mientras surgía una doncella y cruzaba corriendo el salón como si las cintas de su delantal le estuvieran mordiendo el trasero. Se oía un gran estrépito, como un traqueteo, detrás de ella, y entonces apareció a la vista una cosa con ruedas, llena de cables y de tubos, que echaba humo por los cuatro costados. ¡Qué manera de exagerar, por favor! Cualquier doncella que llevara en el castillo unas cuantas semanas tenía que estar al tanto de los inventos de Pantalín, y de lo peligrosos y poco fiables que podían llegar a ser.

—Bah —dijo Solsticio, haciéndole señas a Silvestre para que se acercara a mirar—. ¡Falsa alarma! Es ese Detector de Oro otra vez. Hoy parece detectar doncellas de cocina.

Se alzó otro grito desde abajo, seguido de un estruendo monumental. El artefacto había ido a estrellarse contra una de las armaduras que flanqueaban la puerta principal.

Nos llegó débilmente la voz de Pantalín.

—¡Fermín! Tacha el berro de la lista. Parece que es el opuesto de los chillidos femeninos y no del oro, me temo. Reajusta el aparato y vamos a probar con el siguiente elemento. ¿Hum? ¿Qué? Sí, es lo que pone aquí. ¿Cómo? ¿Qué tienen de raro las sardinas? Es una posibilidad perfectamente factible.

Los dejamos y volvimos enfadados al cuarto de los niños.

El panorama que encontramos allí me puso otra vez de buen humor. Fizz y Buzz no habían perdido el tiempo mientras los habíamos dejado sin vigilancia.

Colegui daba brincos en la mesa, bailaba como poseído y trataba de escabullirse, pero todo inútilmente, porque estaba pringado de yema de huevo de pies, digo, de patas a cabeza.

Los gemelos se reían como locos.

—Ay, Colegui —gimió Silvestre.

Solsticio procuró contener la risa, pero yo no pude reprimir un sutil comentario.

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