—¡Arrak!
—Exacto —dijo Silvestre—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad? Que ya es la hora del baño.
El simio, al oírlo, perdió la chaveta del todo y empezó a hacer cosas más raras que una rana en una discoteca.
—Ya conoces las normas —dijo Silvestre—. A nadie le gusta un mono pringoso.
Solsticio
ha intentado estudiar
brujería en los viejos libros
de hechizos de su madre.
El problema es que las
explicaciones son tan
embrolladas que nunca
está muy claro si
el hechizo sirve para
que la víctima quede
perdidamente enamorada
o se transforme
en un tejón.
A
finales de aquella semana, el número de víctimas Muertas de Miedo había ascendido de modo preocupante. Ya te habrás dado cuenta de que las cosas de este tipo no son muy excepcionales en el castillo de Otramano, pero esta vez la frecuencia de las visitas de Cajón y Hermanos llamó incluso la atención de doña Sartenes, que tenía que servirles tazas de té y pastelillos de mantequilla dulce con arándanos cada vez que se presentaban.
Yo había experimentado una pequeña iluminación durante la semana. Ya me entiendes: uno de esos raros momentos en los que se ve todo claro de golpe. Y en esa pequeña iluminación descubrí que yo, Edgar el valiente, el de increíble astucia, tendría que encargarme una vez más de resolver la situación.
Pantalín estaba muy ocupado con sus experimentos, Mentolina con sus infructuosas labores de costura; solo yo podía dar con la respuesta adecuada. Y el primer paso para ello, desde luego, era comprender al enemigo.
Hasta que no supiéramos exactamente con qué tipo de espectro —o con cuántos— teníamos que vérnoslas, no habría forma de hallar la solución. Así pues, me encomendé a mí mismo la nada envidiable misión de montar guardia durante las veinticuatro horas del día a lo largo y ancho del castillo.
Quizás eché una cabezadita de vez en cuando, pero por lo demás me mantuve despierto y alerta a cualquier hora.
En cuanto llegaban noticias de la última aparición me personaba en el lugar de los hechos, como un misil con plumas, dispuesto a actuar. Pero, una y otra vez, llegaba demasiado tarde. El translúcido espectro ya se había desvanecido.
La cosa siguió así, día tras día, y yo sabía muy bien que debía anticiparme. No servía de nada reaccionar cuando sonaban los gritos de la víctima, porque entonces ya era víctima, ¿entiendes? Lo que tenía que hacer era dar con el fantasma, o fantasmas, antes de que cometiera su fechoría.
Para ello me harían falta dos cosas: un montón de suerte y una invisible y silenciosa astucia.
En cuanto a lo segundo podía arreglármelas sin problemas, porque, bueno, no quiero sacarme los colores a mí mismo, pero debo decirte que a los cuervos se nos da muy bien lo de ser negros y silenciosos cuando la ocasión lo requiere. Yo podía deslizarme sin ser visto ni oído por los rincones más oscuros del castillo, y ni siquiera el «ya sabes qué» más espectral tendría ni idea de que andaba por allí. En cuanto a la suerte, le dirigí una discreta oración al castillo mismo para que me echara una mano. Venga, arrima el hombro, no seas malo, haz algo útil. Aunque solo sea por los viejos tiempos.
Así que emprendí mi sigilosa misión y empecé a deslizarme como una sombra, oculto e inadvertido.
Mientras tanto las apariciones continuaban, y lamento decir que iban dejando un reguero de víctimas a su paso. Tres doncellas aparecieron abrazadas unas a otras de puro pavor. Un repostero se volvió más blanco que la harina. Y un aprendiz de jardinero fue hallado bajo un montón de hojas del que solo sobresalían sus botas.
Yo llegaba siempre tarde, y ya empezaba a desesperar cuando tuve por fin un golpe de suerte. A lo mejor el castillo había decidido hacer alguna cosa, como guiar al fantasma hacia donde yo estaba.
Lo mires como lo mires, la cosa sucedió así.
Una noche, ya tarde, me posé en el dintel de una puerta, un arco decorado con relieves de la quinta planta, Ala Norte.
Era una noche tranquila y sin luna. Solo había sombras y oscuridad, y yo me hacía pasar por un añadido avícola a la decoración del arquitrabe. O dicho con otras palabras, fingí formar parte de los elegantes relieves tallados sobre la puerta, una idea que saqué de un poema que Solsticio (qué culta es esa chica) me había leído una vez.
Yo había pensado que, en vez de revolotear sin ton ni son por las almenas como un murciélago desquiciado, podía llevar a cabo mi misión igualmente apostándome en un punto estratégico. Ello me permitiría también echarme algún que otro sueñecito. A eso se le llama matar dos pájaros de un tiro. A veces me impresiono yo mismo de lo listo que soy.
Y así, mientras me hallaba en aquel dintel, sumido en una duermevela entrecortada (tenía sueños de mi juventud, cuando cortejaba a la difunta señora Edgar), sentí de improviso que algo me rozaba. Bueno, no que me rozaba exactamente, pero sí noté un cosquilleo en el olfato, medio dormido como estaba, y supe sin más que algo o alguien acababa de pasar justo debajo de mí.
Con mucho, muchísimo sigilo, abrí mis ojos, negros como el carbón —primero uno, luego el otro—, y hube de hacer un esfuerzo para no caer fulminado. Contuve la respiración, mi leve respiración de cuervo, y procuré sofocar un grito.
Justo debajo de mí había un fantasma. Lo primero que deduje fue que no era el mismo que había visto Silvestre, porque este tenía la cabeza del modo tradicional, quiero decir, sobre los hombros.
Aunque me daba la espalda, pude distinguir algunos detalles. Era un espectro tipo monje, con una larga túnica que arrastraba por el suelo y una capucha echada sobre la cabeza.
Llevaba ceñida la cintura del hábito con una sarta de cuentas y sujetaba una Biblia en la mano. Y como el fantasma de Silvestre, iba de blanco de pies a cabeza y emitía un misterioso resplandor.
Caminó —o más bien flotó— por debajo de mí, pero cuando ya pasaba a la siguiente estancia, se detuvo bruscamente.
Oí cómo me retumbaba el corazón. Entonces, para mi horror, el «ya sabes qué» se volvió.
Me quedé petrificado, mirando al frente sin mover una pluma. Pero estaba perdido: me habían pillado. Poco a poco, muy lentamente, el espectro alzó la cabeza para mirarme.
El suyo era de verdad el rostro más repulsivo y escalofriante que había visto jamás. Abrió ante mí su boca desdentada; sus ojos eran como fuego verde y lo peor era que le salía un matojo de pelos de cada oreja, como un huerto silvestre.
Su boca hueca dibujó un círculo.
—¡Buuu! —dijo, y eso ya fue para mí más que suficiente.
Pasé a toda velocidad sobre su cabeza, aunque demasiado cerca para no morirme casi del susto, y me llegó una ráfaga de tufo a fantasma.