Dicen que
algo maligno
acecha en el Lago
de Otramano.
Y aunque nadie
se pone de acuerdo
sobre qué clase
de criatura podría ser,
no es buena idea salir
al anochecer en bote.
D
ecidí que lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias, era enfurruñarme durante una semana o dos. Pero tampoco funcionó. Solsticio no iba a dejarse distraer ni disuadir; nada ni nadie iba a sacarle de la cabeza la misión que se había encomendado ella misma de investigar a los fantasmas.
He de reconocerle, eso sí, que se lo tomaba en serio.
—Si vamos a ser Cazafantasmas, Edgar —me dijo una mañana—, hemos de organizar nuestra expedición como es debido.
Y así fue como preparó su Equipo Cazafantasmas, que incluía los instrumentos siguientes:
Una pequeña linterna eléctrica con la que explorar los rincones más oscuros.
Un bolígrafo y una libreta para anotar todo lo que valiera la pena.
Una grabadora en miniatura.
Un pequeño crucifijo de plata. Y también una Estrella de David, cuentas de vidrio de un rosario, un Anj egipcio, un trébol de cuatro hojas y una pata de conejo un poco mohosa. («Bueno —dijo—, ¿quién sabe en qué creen los fantasmas?»)
Una bufanda y unos guantes, por si había que explorar algún lugar gélido.
Un sándwich de mantequilla de cacahuete con pepino.
Un termo de leche caliente con miel.
Una cartera de cuero para llevarlo todo.
Extendió las cosas en el suelo de su habitación y fue tachando cada ítem en la lista que había confeccionado.
—Me pregunto —dijo— si esto es todo lo que hace falta para salir a cazar fantasmas. Supongo que sí, porque no se me ocurre nada más. —Se volvió hacia mí y sonrió—. Venga, Edgar, deja de enfurruñarte. Sabes que te necesito. Me daría demasiado miedo ir sola al Ala Sur, y tú eres el único lo bastante valiente para acompañarme. ¿No es cierto?
Soy un viejo pájaro demasiado blando, y Solsticio sabe muy bien cómo engatusarme. Pero aún así no estaba convencido.
—Ur k —dije con tono gruñón.
—Edgar, por favor —dijo poniendo morritos—. Mira, hagamos un trato. Te daré un ratón seco si vienes conmigo, ¿vale?
—Rar k —declaré.
—Bueno, de acuerdo —dijo—. Dos ratones secos. Pero es mi última oferta.
Revoloteé desde la columna de la cama hasta el suelo y le di unos golpecitos con el pico a la cartera de cuero.
—¿Eso significa que sí? —exclamó—. Genial. Bueno, pasaremos de camino por el almacén para recoger tus ratones, y después ya podemos ponernos en marcha. ¡Qué emocionante, Edgar! ¡Somos Cazafantasmas!
Hum, pensé. Emocionante no es la palabra que yo escogería. Claro que yo llevo en este castillo una eternidad y he visto más cosas raras de las que soy capaz de recordar.
Intenté pensar solo en los ratones secos. Pero lo que me venía todo el rato a la cabeza era la imitación que Colegui había hecho del espantoso «ya sabes qué».
Extracto del cuaderno
de experimentos de
Pantalín: inventar un
pegamento. Pegar otra
vez las sillas. Encontrar
otra cosa donde puedan
sentarse los elefantes.
¿M
e permites que te hable un momento del tema del olor?
Imagínate una larga línea dividida en toda su extensión por marcas regulares; o sea, una escala. La escala tiene dos extremos. En un extremo situamos los olores agradables. Hay algunos tan agradables que ni siquiera los llamamos olores: los llamamos aromas o, todavía mejor, perfumes; la fragancia de la prímula del atardecer, de la madreselva y de otras flores encantadoras. También podemos incluir en ese extremo de la escala cosas tan maravillosas como el aliento angelical y las brisas de verano.
En algún punto de la línea, según las preferencias personales, podríamos situar el olor a fresas, a perritos calientes, a cerveza, a gasolina, a piedra mojada, a cuero. Todos ellos olores muy interesantes, en especial si tienes tantas terminaciones nerviosas en las napias como yo. Pero de todos modos a unas personas les gustan y a otras, no.