O sea que cuando digo que el pavor y el caos se habían apoderado de todo el comedor, me refiero en realidad a dos criaturas únicamente: a mí y a ese maldito mono.
No me gustaría que te llevases una idea equivocada, porque está más que demostrado que soy un cuervo orgulloso e intrépido, pero al parecer me ha entrado con los años un pánico mortal a los truenos y relámpagos. Basta el menor indicio de tormenta para que me vuelva loco de remate.
Salté sobre el mantel y me puse a picotear mi reflejo en la ponchera una y otra vez, con una desesperación demoníaca.
—Se ha vuelto majareta —dijo Mentolina, y eso fue lo último que entendí con claridad.
Colegui —y eso es lo que más me avergüenza: que podamos parecernos en algún aspecto— se había puesto también como loco, y saltaba y gritaba como si tuviera la cola en llamas. Se libró en un pispás de la correa que le había puesto Silvestre y salió disparado por todo el comedor en un acelerado tour de destrucción. Farfullaba, chillaba y sacudía lo mismo a las personas que a las cosas que se le ponían por delante.
Mientras tanto, yo había dejado en paz la ponchera y ahora me aporreaba la cabeza contra la mesa, no me preguntes por qué. Creo que era para distraer a los sensores de miedo de mi cerebro con otra cosa que no fuera la tormenta. O eso, o había perdido un tornillo, como aseguraba Mentolina.
Un segundo más tarde, Colegui se lanzó hacia la puerta.
Fermín, el mayordomo más imperturbable del mundo, hizo un tímido intento de agacharse, pero el mono se deslizó entre sus piernas como una rata con patines y desapareció.
Silvestre salió tras él a una velocidad impresionante para un chico de sus dimensiones. Y entonces sí que se armó un alboroto del demonio.
—¡Silvestre! —chilló Mentolina—. ¡Has de pedir permiso para levantarte de la mesa! ¡Arg! ¡Traédmelo aquí!
Se levantó enfurecida y organizó una partida de criadas, encabezada por doña Sartenes, para meter en cintura al chico.
Afuera, la tormenta proseguía con todo su furor. Decidí golpearme la cabeza contra la mesa un poco más fuerte, a ver si servía de algo.
Nada.
Lo último que oí fue que Solsticio le decía a Pantalín:
—Ahora en serio, padre, ¿cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo?
¿Cuál es el invento
más útil de Pantalín?
¿La máquina automática
a remos, demasiado pesado
para transportar a nadie?
¿La sombrilla de hielo,
pensada para mantenerte
fresco? ¿O quizás el cartel
que dice «No se golpee
la cabeza con el cartel»
colgado sobre la puerta
de su laboratorio?
T
odos los cuervos son cornejas, pero no todas las cornejas son cuervos.
Creo que la frase encierra un profundo mensaje, ¿verdad?
Lord Pantalín había dado en el clavo con ella, pero recordando ahora la escena, me parece que yo era el único de los presentes capaz de entender lo que había dicho. Como ya me doy cuenta de que un reducido porcentaje de los que seguís esta historia tal vez no tengáis plumas, voy a explicaros lo que quería decir en realidad.
Intentaré pensar en un equivalente humano.
Todos los reyes son hombres, pero no todos los hombres son reyes.
¿Lo veis? No era tan difícil, al fin y al cabo.
Solsticio, como chica aplicada que es, había decidido abordar el problema por sí misma. Estaba tendida en la alfombra de piel de lobo de su habitación, absorta en un libro enorme de aspecto imponente.
Eché una ojeada por la estancia, desde el dosel de la cama con colgaduras de terciopelo negro hasta la pared del lado este, recién empapelada con el alegre paisaje de un camposanto.
Afuera la tormenta rugía y destellaba con sus rayos y centellas, y la lluvia azotaba la ventana octogonal desde la que se domina el valle. El fuego chisporroteaba en la chimenea y Solsticio tenía a su lado un gran tazón humeante de leche caliente con miel. Era su tazón favorito, un chisme marrón oscuro con una calavera sonriente estampada en un lado.
Al parecer, me había puesto a graznar de tal modo en el comedor que el resto de la cena se había suspendido y a mí me habían enviado a mi jaula en la Habitación Roja. Pero debí de armar un buen alboroto ante la idea de quedar encerrado y se acabaron ablandando. No recuperé la calma hasta que dijeron que podía pasar la noche en la habitación de Solsticio, con lo cual Fermín tuvo que cargar con mi jaula desde la Habitación Roja hasta allí.