Espectros y experimentos (7 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Espectros y experimentos
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Pero eso no quiere decir que haya fantasmas en Otramano. Un castillo con personalidad propia, sí. Con espectros, no.

El lúgubre humor general, sin embargo, parecía haberse extendido desde las cavernas insondables de debajo de las bodegas hasta las almenas y las agujas de los torreones.

Una tarde, Solsticio y Silvestre se sentaron en la Terraza Superior desde la que se abarcaba el maravilloso panorama del valle de Otramano para tomarse unos refrescos en una mesa de picnic. El mono, acurrucado a los pies de Silvestre, seguía encogiéndose de miedo casi una semana después del incidente, cosa que a mí me mosqueaba un poco.

Yo me posaba a ratos cerca del zumo de naranjas sanguinas de Solsticio, que casi parecía sangre, y a ratos volaba en círculos sobre ellos, aprovechando unas deliciosas rachas de aire ascendente.

Tras un largo día al sol, la mole de granito del castillo despide corrientes de aire caliente por las que puedo dejarme llevar fácilmente hacia lo alto, tan fuertes que apenas he de aletear un par de veces por minuto.

Desde lo alto del Torreón Este, donde Pantalín tiene su laboratorio, descendían los ruidos que hacía mientras trabajaba en su último invento. No deja de ser un detalle curioso que el Torreón Este no esté situado al este, como podría creerse. Una de las rarezas del castillo, que costó muchos siglos construir, es que las cosas se mueven. Bueno, no es que se muevan exactamente, pero resulta que en su día el Torreón Este era el punto más oriental del castillo; y como luego se fueron añadiendo otras partes, ahora casi está en el centro. Los nombres no cambian, eso sí, y todavía sigue siendo el Torreón Este.

Como decía, desde lo alto nos llegaban los ruidos familiares que hacía Lord Otramano con sus experimentos.

Cada cosa que inventa es más absurda que la anterior y, como siempre, se oía mucho martillazo, mucho estruendo de taladro y mucho despotricar malhumorado. Solsticio y Silvestre, de todas formas, no parecían darse cuenta. Estaban como aplatanados, y yo me propuse averiguar qué sucedía.

—Solsticio —preguntó Silvestre—, ¿qué quería decir padre la otra mañana, cuando me desperté después del «ya sabes qué»?

—¿Eso de que nos acabarán echando a la calle?

Silvestre asintió y dio un sorbo de gaseosa de jengibre.

—Creo que estamos en un aprieto —dijo ella—. Según parece, somos más pobres de lo que creíamos. Si se nos agota el dinero, tendremos que vender el castillo y marcharnos a vivir a un sitio… normal.

Silvestre se estremeció.

—¿Normal? —dijo—. No creo que me gustara.

—Ya —respondió Solsticio.

Pensé, al verlos tan tristones, que debía consolarlos un poco, así que fui a posarme al borde de la mesa. Pero algo salió mal, porque tropecé con un plato de magdalenas y me caí sobre esta con el pico por delante. Por desgracia, mi viejo apéndice se encalló en una rendija y me encontré atascado unos instantes, hasta que Solsticio me agarró y me soltó, riéndose.

Silvestre se sumó a sus risas, así que me imagino que había conseguido animarlos, pero yo me alejé airado y me enfurruñé un rato, sintiéndome viejo y estúpido. Mientras intentaba averiguar si el accidente había agravado o mejorado la desviación de mi pico, seguí escuchando con disimulo la conversación.

—¿Y qué va a hacer padre para arreglarlo? —dijo Silvestre, tras un rato de trabajosa reflexión.

Solsticio suspiró y señaló el Torreón Este.

—Eso —dijo.

La expresión de su hermano se ensombreció.

—Ah. ¿Y madre?

Solsticio casi gritó de pura frustración.

—Madre está obsesionada con sus labores de costura. Lo único que hace en todo el día es cortar, coser, tirarlo todo y volver a empezar. ¡Fermín ya ha tenido que ir tres veces al pueblo a comprar más terciopelo!

—Y mientras, nosotros vamos a perder nuestro hogar. ¡Y encima, nos vamos a morir de miedo!

Era posible. Circulaban rumores sobre un incidente ocurrido pocos años antes, cuando la oveja espectral había chocado sin querer con la plantación de ruibarbo. De lo más desagradable.

Silvestre empezó a lloriquear. La cosa se ponía fea.

—Vamos, vamos —dijo Solsticio—. No llegaremos a tales extremos. Los Otramano hemos vivido durante siglos en este castillo, y estoy segura de que seguiremos aquí siempre.

Prefería no explicarle que había oído a Lady Defriquis diciéndole exactamente lo mismo a su marido dos semanas antes de que los Otramano los invadieran. Pero aquello había sucedido trescientos años atrás y ya estaba olvidado desde hacía mucho (salvo para los seres de negro plumaje y pico torcido).

Ella seguía intentando consolar a su hermanito.

—Estoy segura de que no perderemos el castillo. Y además, te digo que no hay ningún fantasma en el Ala Sur.

Silvestre dejó de lloriquear en el acto. Se irguió en la silla y miró a los ojos a Solsticio.

—Sí lo hay. Yo vi uno. Y Colegui también lo vio.

—Pero Silvestre…

—¡Nada de peros! Mira a Colegui. Míralo bien. ¿Alguna vez lo habías visto así? Di.

Solsticio miró al mono, y yo me di la vuelta para inspeccionarlo con mis propios ojos.

Era verdad. Solo entonces caí en la cuenta de que el apestoso chimpancé no había intentado estrangularme o asesinarme de ninguna manera ni una sola vez en toda la semana.

Algo grave pasaba, no cabía duda, y la misma idea pareció ocurrírsele de golpe a Solsticio.

—¿Quieres decir…? ¿Quieres decir que es cierto? ¿Realmente viste un fantasma?

Ahora le tocó a Silvestre gritar de frustración.

—¡Sí! ¡Sí, sí, sí! Vi un «ya sabes qué». ¡Pensaba que me creías!

—Claro —se apresuró a responder Solsticio—. Te creí. Pero ahora te creo todavía más. —Se puso de pie—. Grito —dijo, echándose la larga melena negra detrás de los hombros—. En ese caso, solo se puede hacer una cosa.

—¿Qué? —le preguntó Silvestre. Si él no sabía lo que iba a decir su hermana, yo ya lo había adivinado. Buen provecho, pensé. Que te diviertas. Saluda a los fantasmas de mi parte. Ya nos contarás cómo te ha ido.

—Sí —repitió Solsticio—. Una sola cosa. ¡Tenemos que ir a investigar al Ala Sur!

—¿Tenemos? —dijo Silvestre—. ¿Nosotros? ¡Yo no vuelvo a entrar allí en mi vida!

—No —dijo Solsticio, riendo—. Ya lo sé. No quiero decir tú y yo; quiero decir yo y Edgar… ¿verdad, Edgar?

No dije nada, porque estaba de pie sobre las almenas, totalmente inmóvil, tratando de hacerme pasar por una gárgola.

Desgraciadamente, no coló.

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