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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (43 page)

BOOK: Esperando noticias
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—Es tan buen chico… Parece que esté dormido.

—Sí, es verdad —respondió Louise.

No lo era. No parecía dormido, nadie tenía aquel aspecto cuando estaba dormido, pero bueno.

Él ya se había marchado, solo esperaba que le dijeran adiós. Hasta el infinito y más allá.

Dulce mujercita, lindo bebé

Lassie
volvió a casa. Al final no le hizo falta la ayuda de nadie. Volvió ella solita.

Todavía no era de día, así que costaba distinguir quién era. Solo una forma, una forma que se acercaba. Pero la perra sí lo supo.

Reggie casi se desmayó. La descarga de sustancias químicas en su cuerpo hizo que se mareara. Una gran cascada de adrenalina fluyó a través de ella, convirtiendo su corazón en un nudo tieso y duro en el pecho. La recorrió una oleada de tantas emociones que apenas pudo desenredar sus distintas hebras. Alivio e incredulidad. Felicidad. Y espanto. Mucho espanto.

La doctora Hunter caminaba hacia ellos con el bebé en brazos. Iba descalza y aún llevaba puesto el traje y el bebé su atuendo de marinerito. Ella estaba cubierta de sangre. Le apelmazaba el pelo, le manchaba la piel de la cara, de las piernas. El bebé también tenía vetas y salpicaduras de rojo.

La sangre no era de ellos. El bebé rió al ver a
Sadie
y la doctora Hunter daba pasos rectos y firmes, como una heroína, una reina guerrera.

La perra salió al galope y fue la primera en saludar a la doctora, tan juguetona como un cachorro. Cuando el bebé se encontró lo bastante cerca, tendió los regordetes bracitos hacia Reggie y dio su salto de estrella de mar. Ella lo cogió y lo abrazó con fuerza.

—Hola, solete. Te hemos echado de menos.

Jackson entró en la casa y volvió a salir con pinta de estar mareado; entonces, con una manguera, sacó gasolina del Toyota que estaba aparcado fuera y la utilizó para prenderle fuego a la construcción.

Cabría pensar que era la clase de situación en que cualquiera llamaría a la policía: secuestro, asesinato en defensa propia, etcétera; pero no, por lo visto no lo era.

—No quiero algo así en la vida del bebé para siempre de la forma que yo lo he tenido en la mía —le dijo la doctora Hunter a Jackson—. ¿Lo comprende?

Reggie supuso que él debió de comprenderlo, porque hizo desaparecer la escena entera de un crimen, ¡puf!, así, por las buenas.

Entonces se fueron de allí, recorriendo el sendero de vuelta al coche, con las llamas elevándose tras ellos en el cielo oscuro de la madrugada. Debía de parecer que salían directamente del infierno.

Jackson se detuvo en el pequeño aparcamiento que había a un lado del campo y la doctora Hunter dijo, como si los hubiera llevado de vuelta del supermercado:

—Déjenos aquí mismo. Desde aquí se ve mi casa, ya está bien. Gracias.

El bebé tendió una manita regordeta y Jackson se la estrechó.

—Qué tal te va —dijo, y el pequeño rió.

—Adiós, señor B. —dijo Reggie, y le dio un beso en la mejilla, tan leve como el de un gorrión.

En la casa había un montón de policías, pero entraron desde el campo, a través del hueco en el seto del jardín de atrás, y por la puerta de la cocina, donde la única señal de vida era el polvo para huellas digitales que cubría las encimeras. De modo que ella y la doctora subieron directamente por la escalera de atrás hasta el cuarto de baño, y la doctora le tendió al bebé y le dijo:

—¿Puedes darle un baño, Reggie, mientras yo me doy una ducha?

Y cuando los dos estuvieron limpios, calentitos y envueltos en toallas, la doctora comentó:

—Es sorprendente hasta qué punto echa una de menos el agua caliente y el jabón. —Y añadió, como si fuera lo más normal del mundo—: ¿Te parece que podrías coger nuestra ropa, meterla en tu bolsa y deshacerte de ella en algún sitio?

Y Reggie, a la que entonces ya se le daba muy bien ocuparse de prendas manchadas de sangre, metió el trajecito de marinero del bebé y el traje de chaqueta, la camiseta y la bonita ropa interior de la doctora, todo estropeado por la sangre, en su mochila. La sangre aún no estaba seca del todo, pero prefirió no pensar mucho en eso.

Entonces fue en busca de ropa limpia al dormitorio de la doctora y la habitación del bebé, donde había más polvos para huellas digitales, y los dos quedaron impecables, como nuevos. Reggie no, Reggie era vieja; había vivido una vida entera en un solo día.

Cuando volvieron a bajar, todos los policías que había en la casa parecieron absolutamente perplejos al verlos. Uno de los forenses preguntó:

—¿Quién es usted?

—Joanna Hunter —respondió la doctora.

—¿Qué están haciendo? Esto es la escena de un crimen, la están comprometiendo.

—¿La escena de qué crimen? —quiso saber la doctora.

—Un secuestro —contestó el policía.

Y entonces tuvo pinta de sentirse bastante estúpido, porque la víctima del secuestro estaba sentada delante de sus narices diciéndole a Reggie:

—¿Puedes poner la tetera?

—Sí, así todos tomaremos un té —contestó ella.

Y entonces todo el mundo quiso hacerle preguntas, por supuesto, y la doctora Hunter no paraba de decir, tan educada como la que más:

—Lo siento mucho, de verdad, pero no me acuerdo.

Cuando ya habían tomado el té, Reggie dijo:

—Bueno, será mejor que me vaya, doctora H. Tengo cosas que hacer, gente que ver. —Y se despidió de todos los agentes de policía—: Adiós, amigos.

Y se echó la mochila a la espalda como si contuviera libros o la compra o cualquier cosa menos dos juegos de prendas manchadas de sangre.

Grandes esperanzas

Jackson esperaba al otro lado de la puerta del hospital, con el cuello levantado para protegerse del frío. Ella lo ignoró y pasó de largo, pero él tendió una mano para coger la suya. Louise tenía la piel seca y fría. Se soltó la mano y siguió caminando. Él la alcanzó.

—Siento lo de tu chico, Marcus.

Se sentaron en el coche de ella, y Jackson la abrazó mientras lloraba. Cuando hubo acabado de llorar se retorció para librarse de él como si fuera un engorro y se sonó la nariz.

—Sabes que la hemos encontrado, ¿verdad? —dijo Louise.

—¿A la doctora Hunter? Sí, eso he oído. Me lo ha contado Reggie.

—¿Cómo?

—Me ha llamado por teléfono.

—Tú no tienes teléfono.

—Ajá, eso es verdad.

—¿Ni siquiera vas a intentar mentir? —quiso saber ella—. Sé que has estado tramando algo, lo llevas escrito en la cara. Mientes fatal.

¿Qué iba a contarle? ¿Que había arrancado el bolígrafo del ojo de aquel tipo, que había tirado el cuchillo a un contenedor de la calle minutos antes de que pasaran los de la basura? ¿Que había prendido fuego a una casa y destruido la escena de un crimen y que era cómplice de encubrir un doble asesinato? Ella era policía, y él también lo había sido. Ahora había un abismo entre los dos que nunca podrían salvar porque él jamás podría contarle la verdad. Ella iba a estar para siempre en su pasado, nunca en su futuro.

—Deberías irte a casa, Louise.

—Tú también.

Cogió un autocar. No sabía por qué no se le había ocurrido antes. Le sorprendió lo cómodo que era, un vehículo exprés que viajaba durante la noche y que lo depositó convenientemente en Heathrow antes del amanecer. Su odisea por fin había concluido. Fue a tomarse un café y a esperar que su esposa tomara tierra.

Según el panel de llegadas de la terminal 3, el vuelo VS 022 había aterrizado en Heathrow hacía veinte minutos. Llevaba un buen rato decantar un pájaro grande como el Airbus A-340 y luego, claro, los pasajeros aún tenían que pasar por el suplicio de la recogida de equipajes. De manera que Jackson había entrado en fase de espera, un estado similar al zen, con la mente casi en blanco, al que se había acostumbrado cuando trabajaba de detective privado diluido a las interminables horas sentado en un coche, esperando a que maridos desaparecidos y esposas infieles cruzaran su radar.

La zona de llegadas estaba abarrotada de gente que esperaba para recibir a los pasajeros del vuelo. Nunca había visto una variedad semejante de nacionalidades en un solo sitio, y desde luego no de tan buen humor, en especial teniendo en cuenta lo temprano que era. Una hilera de conductores y chóferes bastante menos entusiastas recorría el perímetro, con carteles de empresas y nombres escritos a mano en alto. Técnicamente, él pertenecía al primer grupo, pero era con el segundo grupo de hermanos con el que se sentía identificado.

Tras un período de calma de varios minutos, la expectativa creció de intensidad entre la multitud, una expectativa que se transformó de pronto en emoción cuando las puertas automáticas se abrieron con un siseo y por ellas salió la avanzadilla de pasajeros con paso decidido: tipos de la primera clase, trajeados y con equipaje de mano, que hacían gala de una indiferencia heroica ante las multitudes.

—¿Venía usted en el vuelo de Washington? —le preguntó a un hombre con pinta de agobiado, que musitó una respuesta afirmativa, como si no pudiera creer que un absoluto extraño se dirigiera a él a esas horas de la mañana.

Unos minutos después, un flujo constante de gente empezó a verterse del avión para verse absorbido por la zona de llegadas. Al cabo de poco, el flujo fue menguando hasta que solo quedaron familias de aspecto agotado con niños y bebés. Finalmente, una retaguardia de sillas de ruedas cerraba la marcha.

No había ni rastro de su esposa.

Había varias explicaciones posibles, por supuesto. Podían haberle perdido el equipaje y aún estaría rellenando formularios en la zona de recogida. O la habían parado en la aduana o en inmigración o en el control de pasaportes, por error o para hacer una comprobación. A él lo habían retenido una vez durante horas porque la lámina transparente de su maltrecho pasaporte había empezado a levantarse. Esperó otros veinte minutos para comprobar si Tessa aparecía; nada de paciencia budista esta vez, solo con agitación de perro ovejero.

Se dijo que debía de haber perdido el vuelo. Lo habría llamado o le habría mandado un mensaje de móvil. Quizá Andrew Decker había leído un alegre mensaje de Tessa en su BlackBerry («¡He tenido que cambiar de vuelo por falta de plazas! Tengo una en el vuelo siguiente»).

Quizá él se había equivocado de vuelo, con el cerebro trastornado como lo tenía por el accidente de tren. «En vez de cerebro tienes carne picada», le había dicho Louise.

Trató de llamar al móvil de Tessa desde una cabina, pero no tenía tarjeta de crédito y se quedó enseguida sin monedas. Se había gastado casi todo el dinero de Reggie en el billete de autobús.

Por fin, fue en busca de un empleado de la compañía aérea y una mujer («Lesley») embutida en un uniforme rojo que le habría permitido ahogarse en una cuba de sopa de tomate Heinz sin que nadie lo advirtiera, le informó de que en la lista de pasajeros no figuraba nadie con el nombre de Tessa Webb.

—Entonces ha perdido el vuelo —dijo él.

—Nunca tuvo plaza en este vuelo —contestó «Lesley», observando con atención la pantalla de su ordenador—. O en ningún vuelo, pues en realidad no hay nadie con ese nombre en toda la base de datos.

Quizá Tessa se había equivocado al darle la compañía; él no había visto nunca el billete, igual era de British Airways y no de Virgin. La mujer de la British no parecía muy contenta de hablar con él —supuso que podía ser por los moretones, o el cabestrillo, o su pinta general de desesperación, pues había muchos motivos para no entablar conversación con él—, pero sí le dijo que el siguiente vuelo procedente de Dulles tenía prevista su llegada al cabo de una hora. De modo que esperó también ese vuelo. Ni rastro de Tessa. En realidad, esperó toda la mañana antes de desistir y coger el tren exprés de Heathrow a Paddington, desde donde fue andando hasta Covent Garden. Después de todo, no tenía otra cosa que hacer.

Utilizó lo que le quedaba del dinero de Reggie para comprar una bolsa de cruasanes. Estaba deseando tomarse una buena taza de café preparado con su máquina industrial. No se había tomado una buena taza de café desde que había emprendido la marcha, a primera hora del miércoles.

Lo que no había considerado, y le pareció entonces totalmente lógico, era que Tessa hubiese llegado ya en un vuelo anterior, o incluso el día anterior, y que estuviera perpleja ante su ausencia. Se convenció de esa visión de las cosas y silbaba de puro optimismo mientras subía la escalera de su pequeño nido de águilas («nuestro nidito de amor», lo había llamado él una vez, y ella se echó a reír, aunque no supo si lo hacía por su sensiblería o por el tópico).

Llamó con fuerza a la puerta. No tenía llaves, por supuesto, pero su esposa estaba en casa, ¿para qué las necesitaba? Debía de estar durmiendo, en pleno desfase horario. Durmiendo profundamente. O había salido un momento en busca de una bolsa de cruasanes. De café recién hecho para su amado, para llevarlo de vuelta al nidito de amor. Las vigas del alero de su casa eran de cedro, y las interiores de abeto.

¿Dónde coño estaba Tessa?

Jackson guardaba una llave sobre el dintel de la puerta del vecino de abajo sin que este lo supiera. Un ladrón podía buscar sobre el dintel, pero era poco probable que supiera que la llave era de otra puerta. Los ladrones, en general, eran oportunistas y estúpidos. Pensó en las llaves del Prius detrás de la lata de perla satinado. En otra vida, habría sido un buen nombre para Joanna Hunter. Dijo que había matado a los dos tipos que la tenían prisionera en la casa porque ellos tenían intención de matarlos, a ella y al bebé, pero Jackson no tenía la certeza de que fuera así. Se habría librado alegando defensa propia, estaba seguro, pero aquella casa era un baño de sangre, y nunca habría podido huir de la mala fama. Durante el resto de su vida habría sido la mujer que mató a sus secuestradores, y el bebé habría sido el hijo de esa mujer. Jackson comprendía su punto de vista. Había pasado treinta años huyendo de una pesadilla solo para zambullirse de cabeza en otra.

Cuando metió por fin la llave en la cerradura, lo hizo con sensación de alivio. La llave giró y entró en casa. Por fin.

No había ni rastro de Tessa. Ni bolsa con café recién hecho en la encimera. Ni cruasanes. ¿Adónde se ha ido tu amada?

Le llegó el olor antes de verlo. No olía a café, eso seguro. Lo que fuera llevaba ahí al menos un día, por el hedor a matadero. No era «lo que fuera», era un tipo. Había una pistola en el suelo, a sus pies, un arma rusa… Makarov, Tokarev, no se acordaba; en la guerra del Golfo había un montón de ellas, y algunos chicos se las traían a casa como trofeos. Quizá el tipo era un ex soldado que había decidido quitarse limpiamente de en medio volándose la tapa de los sesos. No, limpiamente, no, todo lo contrario. Había sangre por todas partes, sesos y otras cosas; no se acercó demasiado, pues no quería contaminar la escena. Había destrozado ya otra escena de un crimen en las últimas veinticuatro horas, y le pareció que debería conservar aquella.

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