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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (42 page)

BOOK: Esperando noticias
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Cuando llegaron para llevársela, estaba cambiándose en el dormitorio. Oyó a
Sadie
ladrar como una loca en el piso de abajo y luego unos golpetazos que no comprendió hasta que se dio cuenta de que la perra trataba de echar abajo una puerta para llegar hasta ella. Cogió al bebé y salió a toda prisa al rellano, y entonces los vio.

La cuerda era demasiado corta para llegar a la ventana, pero si se subía a la cama alcanzaba a ver el exterior. Campos, alrededor no había más que campos marrones, yermos por el invierno, iluminados por una luna brillante y fría. No había rastro de otras casas.

El segundo día, Peter le dio un bloc de papel y un bolígrafo y le dijo que le escribiera una nota a «su marido». ¿Qué debía decirle? Que morirían si no hacía lo que le dijesen, respondió Peter. Ella se preguntó qué habría hecho Neil para provocar aquello y qué estaba haciendo para encontrar una solución.

Estudió medicina porque quería ayudar a la gente. Era un tópico pero era verdad (aunque no lo era en el caso de todos los médicos). Quería ayudar a toda la gente que estaba enferma y sufría, de las paperas al cáncer, del abatimiento a la depresión. Si no podía curarse a sí misma, al menos podría curar a los demás. Por eso la había atraído Neil: no necesitaba que lo curasen, era un ser íntegro en sí mismo, no padecía el sufrimiento y la tristeza del mundo, se limitaba a seguir adelante con su vida. No tenía que cuidar de él, no tenía que preocuparse por él. Eso significaba, necesariamente, que convivir con él tendría sus inconvenientes, pero ¿quién era perfecto? Solo el bebé.

Se había pasado los treinta años transcurridos desde los asesinatos forjándose una vida. No era una vida real, sino un simulacro, pero funcionaba. Su vida real se había quedado en aquel otro campo dorado. Y entonces había tenido al bebé y el amor que sentía por él le había insuflado vida al simulacro y este se había vuelto genuino. Su amor por el bebé era inmenso, mayor que el universo entero. Feroz.

—El tipo para el que trabajamos —dijo Peter— quiere que tu marido le ceda todos sus negocios. Tú eres el precio. Tiene todos los papeles listos para que los firme, todo limpio y legal.

A ella eso le pareció absurdo.

—Pero eso es coacción, cualquier tribunal anulará esos documentos.

El hombre se echó a reír.

—Ahora no estás en tu mundo, doctora.

Ella había confiado en que ese fuera el inicio de una conversación entre ellos, pero el hombre perdió interés y le indicó con la cabeza el bolígrafo y el papel.

—Así que hazlo bien.

Joanna se preguntó si Neil sabía cómo era la gente con la que estaba tratando y decidió que probablemente sí.

—¿Y si no lo hace? —quiso saber—. Si no firma para cedérselo todo a su jefe, ¿qué nos pasará a nosotros?

Pero el tipo se limitó a mirarla como si no estuviese allí.

De manera que escribió: «Si no haces lo que te dicen van a matarnos».

En algún momento de la madrugada del sábado, John la despertó, volvió a darle papel y bolígrafo y le dijo que escribiera algo.

—Lo que sea. El tiempo se te está acabando. —Y salió de la habitación.

Ella escribió con el bolígrafo: «Por favor, tienes que ayudarnos. No queremos que nos maten». Pese a lo que decían de los médicos, ella siempre había tenido buena letra. Puso los palitos a las tes y los puntos sobre las íes y subrayó «Por favor», y cuando John volvió en busca de la nota, le clavó el bolígrafo en el ojo con toda la fuerza que pudo. Le sorprendió que penetrara tan hondo.

Le tomó el pulso. Nada. El bebé seguía dormido. Empezó a sentir pánico; Peter no tardaría en volver. Tenía que estar preparada. Buscó un arma por todo el cuerpo de John, pero no tenía ninguna. Peter llevaba un cuchillo en una funda sujeta al tobillo, se lo había visto cuando se agachaba para dejarle comida en el suelo.

La puerta se abrió.

—¿Qué coño pasa aquí? —exclamó Peter al verla sentada en el suelo con John en el regazo, como una Piedad.

No pudo sacarle el bolígrafo del ojo a tiempo, de modo que le había girado la cabeza hacia ella para taparlo a medias con las manos.

—Le ha sucedido algo —contestó, mirando a Peter—. No sé qué, me ha parecido que se ha desmayado, pero no estoy segura… —Trató de que su tono fuera profesional, como el de una doctora.

Peter se puso en cuclillas y volvió hacia él la cabeza de John, y, mientras lo hacía, ella se levantó, haciendo rodar a John de su regazo al suelo, y arremetió con la base de la palma contra la tráquea de Peter, con todas sus fuerzas. El hombre cayó hacia atrás llevándose las manos al cuello, con ojos desorbitados, y Joanna se le acercó de un salto para arrancarle el cuchillo del tobillo y cortar la cuerda que rodeaba el suyo.

Se agachó a su lado y lo observó. Tenía muchos problemas para respirar, pero no había acabado con él. Joanna notaba su propio aliento entrecortado, con las vías respiratorias constreñidas y silbando. Estaba empapada en sudor pese al frío que hacía en la habitación.

No le dejó ver el cuchillo, pero él se retorció de todos modos, tratando de apartarse de ella.

—Chist —lo tranquilizó, apoyándole una mano en el brazo.

Y entonces, con suavidad para que no lo viera venir, le hundió el cuchillo en la arteria carótida común, en la izquierda. Y luego, por si acaso, se lo clavó también en la derecha, y la sangre manó como si hubiese encontrado petróleo.

El bebé se despertó y rió al verla, y ella le canturreó:

—«El pequeño Tittlemouse en una casita vivía, y en las charcas ajenas pececitos cogía».

Un lugar limpio y bien iluminado

El Prius ya no estaba en el garaje. Las ventanas de atrás de la casa irradiaban luz. Eran las seis de la mañana de un sábado; quizá Neil Hunter se había levantado temprano, pero era más probable que no se hubiese acostado aún. A través de las puertas acristaladas, lo vio despatarrado en el sofá de la sala de estar, con los ojos cerrados. Louise dio unos golpecitos en el cristal y Neil Hunter se despertó con sobresalto y con una expresión de terror en el rostro que se esfumó al reconocerla. Se puso en pie, vacilante, y fue a abrirle la puerta.

—No me diga, es usted otra vez —dijo. Se lo veía completamente acabado.

—¿Quiere contarnos quiénes son sus amigos? —preguntó ella entrando en la habitación.

Hunter soltó una risa lúgubre.

—¿Mis amigos? ¿Qué amigos? Resulta que yo no tengo amigos. —El tipo parecía un muerto viviente.

—¿Y su esposa? ¿Qué le ha ocurrido, señor Hunter? Creo que ya nos ha mareado bastante, ¿no le parece? Nunca alquiló un coche para ir a Yorkshire, no había ninguna llamada de su tía; de hecho, y lo que voy a decirle es muy significativo, la anciana murió hace dos semanas. Así pues, ¿qué está pasando exactamente?

Neil Hunter se desplomó en una silla y se llevó las manos a la cabeza. Louise se agachó a su lado.

—Solo dígame una cosa, ¿la han secuestrado, sí o no?

Él inspiró ruidosamente y no contestó.

Louise se incorporó y, con su tono más oficial, declaró:

—Neil Hunter, voy a hacerle unas preguntas. No está obligado a decir nada en respuesta a esas preguntas, pero si lo hace, quedará constancia por escrito de lo que diga y podrá ser utilizado como prueba ante un tribunal.

Hunter se echó a llorar.

Louise estaba de pie en el umbral de entrada de los Hunter, respirando el aire gélido del amanecer. En momentos como ese deseaba ser fumadora, porque así no la tentaría tanto acabar con el whisky Laphroaig de Neil Hunter.

A media mañana, la calle estaba a rebosar de policías. Le vino a la mente una imagen de caballos, cerrojos y puertas de establo que se abrían.

Se habían llevado a Neil Hunter para someterlo a un interrogatorio, pero lo que decía no tenía mucho sentido, y la policía de Strathclyde había irrumpido en el ático de lujo de Anderson. Sin embargo, este estaba bien protegido por sus abogados. Nadie tenía ni idea de dónde empezar a buscar a Joanna Hunter. Habían parado el Nissan en la M8 gracias a la matrícula que les había dado Reggie, pero los tipos que iban en él tampoco soltaban prenda.

Joanna Hunter estaba muerta, Louise tenía la seguridad de que era así. Y el bebé también. Yacían en una zanja en alguna parte o servían de alimento a los cerdos. Hunter decía que ella ya no estaba cuando él llegó a casa el miércoles, y que una hora más tarde había recibido una llamada diciéndole que si acudía a la policía jamás volvería a verla.

—Encuentre el dinero para pagar a Anderson o cédaselo todo de inmediato, me dijeron —le reveló a Louise antes de que se lo llevaran a la comisaría.

—Eso fue el miércoles, y hoy es sábado. ¿No firmó simplemente para cedérselo todo?

—Estaba tratando de encontrar el dinero.

—¿No firmó de inmediato?

—Eso no quiere decir que no me importe mi familia.

—No firmó en el acto para cedérselo todo, dice.

—Usted no lo comprende…

—Sí lo entiendo: no firmó en el acto y punto. Un tribunal habría desestimado esa documentación considerándola falsa. Lo habría conservado todo y habría tenido una posibilidad de recuperar a su esposa y a su bebé.

—Y él habría venido a por mí de otra manera. Anderson es un maníaco, sus esbirros son unos maníacos. Una vez que le hinca el diente a algo, no lo suelta. Si lo hubiese llevado a juicio, habría venido a por nosotros, nos hubiese matado a todos, seguro.

Un agente de uniforme salió de la casa.

—¿Jefa?

Llevaba «noticia importante» escrito en la cara, y ella se dijo: «Se acabó, Joanna Hunter está muerta», pero el policía esbozó una gran sonrisa.

—No va a creerlo, jefa. Ha vuelto. Está en la casa.

—¿Quién? ¿La doctora Hunter?

—Sí, la doctora Hunter, y el bebé. Y una chica.

—¿Una chica?

¿Qué clase de truco de magia era aquel? Joanna Hunter estaba sentada en el sofá, en la antaño preciosa sala de estar. Llevaba unos vaqueros limpios y un suave jersey azul claro que parecía de cachemira. Tenía botoncitos de perla en los puños. Esos detalles parecían completamente fuera de lugar. Se la veía impecable. Tenía el cabello mojado, como si acabara de ducharse.

—El bebé está dormido en su cuna —le dijo, antes de que pudiera preguntar por él.

Reggie estaba sentada en el sofá, a su lado, con una expresión deliberadamente neutra en la cara, como si estuviera decidida a no revelar nada. A Joanna Hunter, en cambio, se la veía muy relajada.

—Perdóneme si les he causado molestias —dijo, como quien se disculpa por llegar tarde a una visita al dentista—. Quería irme de aquí un par de días. Lo tengo todo un poco en blanco, me temo. Creo que he sufrido alguna clase de amnesia temporal. El término médico es «estado de fuga disociativa», creo recordar. Un trauma provocado por el recuerdo de un trauma anterior. Andrew Decker, supongo. Y ya está.

—¿Y ya está? —repitió Louise.

Intentaba encontrar la manera de interrogar a dos mentirosas consumadas (no sabía muy bien cómo averiguar la verdad, y mucho menos seguirla), pero la salvó del dilema una llamada a la puerta. Karen Warner entró con torpeza en la habitación.

—Siento interrumpir, jefa.

Jadeaba como si hubiese llegado corriendo. Ni siquiera pareció reparar en la milagrosa reaparición de Joanna Hunter. Tenía en la cara una expresión sombría que solo podía significar que había ocurrido algo malo.

—Oh, Dios mío —soltó Louise con el corazón encogido—. Se trata de Needler, ¿no? Ha vuelto.

—Sí, ha vuelto —confirmó Karen.

—Alguien ha muerto, lo sé por la expresión de tu cara. ¿Quién? ¿Alison? ¿Uno de los niños? ¿Todos ellos?

—Ninguno de ellos, jefa. Es Marcus.

En situación crítica. Bien mirado, era una expresión rara. Marcus estaba en el quirófano. Louise y Karen estaban sentadas en el «santuario» desierto del hospital. Había alguna clase de vegetación poco ortodoxa para indicar que estaban en Navidad.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Louise.

—No lo sé, por lo visto la cosa es muy confusa. Marcus oyó la llamada y respondió, creo que estaba en el cinturón, dirigiéndose al trabajo. Ya había agentes de uniforme de la zona. Me parece que se ha hecho todo un poco a la ligera; ya sabes, esa mujer ha gritado que venía el lobo demasiadas veces.

—Conque a la ligera. Dios santo.

Needler había tenido a su familia amenzada a punta de pistola toda la noche. Uno de los niños se las había apañado para oprimir el botón de emergencia y la policía respondió; el «primer agente en la escena» había llamado al timbre, y Needler abrió y le descerrajó un tiro en el pecho. Ese «primer agente» era Marcus.

—No llevaba chaleco —explicó Karen—. Debería haber esperado al vehículo de respuesta inmediata. Idiota.

—El necio es atrevido —sentenció Louise—. Solo trataba de ayudar.

Cuando Karen y Louise llegaron, ya no había nada que hacer.

Needler había salido de la casa, ofreciéndole un blanco perfecto a un agente del vehículo de apoyo, pero antes de que pudiesen abatirlo se había pegado un tiro.

—El muy cabrón —dijo Louise.

Deseó haber estado allí, deseó haber podido hacerlo pedazos con sus propias manos, cual ménade enloquecida.

Habían llevado a Marcus al hospital Saint John de Livingston para luego trasladarlo al Royal Infirmary en Edimburgo, donde lo habían operado.

Cuando el cirujano salió del quirófano, reconoció a Louise y enarcó muy levemente una ceja, un gesto mínimo que a la madre de Marcus le pasó inadvertido, pero que ella sí captó.

—Oh, Dios —gimió.

—No creo que Él vaya a ayudar —contestó Karen.

Louise estaba a los pies de la cama. La madre de Marcus, sentada a un lado, aferraba la mano de su hijo. Estaba conectado a una máquina de constantes vitales en la unidad de cuidados intensivos.

—Es hijo único —dijo la madre.

Se llamaba Judith, pero se le hacía imposible pensar en ella de otra forma que no fuera «la madre de Marcus».

—Su padre murió —continuó la mujer—. Siempre me ha preocupado que me pasara algo y él se quedara solo.

Un hijo sin madre. Ahora ella iba a convertirse en una madre sin hijo. Louise también lo estaba perdiendo, a su chico bueno.

Apareció una muchacha guiada por una enfermera hasta la cama, y se sentó frente a la madre.

—Esta es Ellie —le dijo a Louise la madre de Marcus.

Ellie no reconoció la presencia de ninguna de las dos; de haber podido traer de vuelta a Marcus con el poder de sus pensamientos, él ya estaría levantado y caminando por allí. La madre tendió una mano sobre su cuerpo para coger la de Ellie. Con la mano libre, acarició los cortos rizos de su hijo.

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