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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (7 page)

BOOK: Esperando noticias
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Reggie nunca le había dicho a la doctora Hunter que su madre estaba muerta, pues el peso de esa tristeza podría haber sido excesivo para la doctora, incluso sin contarle la forma innecesaria y trágica en que se había ido. Y porque entonces, cada vez que la mirase, la doctora Hunter tendría su expresión triste y eso también sería insoportable. Reggie prefirió inventarse una madre. Se llamaba Jackie y trabajaba de cajera en un supermercado de un centro comercial al que la doctora Hunter nunca iba. De joven había sido campeona de danza folclórica escocesa (aunque nadie lo diría). Sus mejores amigas se llamaban Mary, Trish y Jean. Siempre andaba planeando la siguiente dieta, tenía el cabello largo (un cabello precioso, lástima que ella no lo hubiese heredado) y decía que iba a tener que empezar a recogérselo porque se estaba haciendo demasiado mayor para llevarlo suelto. Ese año cumpliría treinta y seis, la misma edad que la doctora Hunter. Tenía dieciséis cuando se comprometió con su padre, diecisiete cuando tuvo a Billy y ya era viuda a los veinte. Reggie suponía que estaba bien que lo hubiese hecho todo pronto.

Quedaba fatal en las fotos, y aún más con la cara de mema que ponía siempre que una cámara la enfocaba. Uno de sus dichos favoritos era «Qué mundo este», dicho con afecto, como si el mundo fuera un crío travieso. Le gustaba leer a Danielle Steel y su flor favorita era el narciso, y hacía un pastel de carne muy bueno. De hecho, todas esas cosas eran ciertas. Lo único inventado era el pequeño detalle de que estaba viva.

Cuando limpiaba la encimera, con el rabillo del ojo Reggie vio moverse algo al fondo del campo. El sol apenas había asomado ese día y a esa distancia se hacía difícil distinguir algo más que formas borrosas. No era un caballo, no hacía día para caballos; estarían llevando su misteriosa vida en algún otro sitio. Fuera quien fuese o lo que fuese, parecía corretear a lo largo del seto, un manchón negro. Le echó un vistazo a la perra para comprobar si su instinto canino la alertaba de algo, pero
Sadie
permanecía sentada estoicamente en el suelo junto al bebé, mientras este trataba de meterse su cola en la boca.

—Me parece que no, señorito —le dijo ella soltándole los deditos de un puñado de pelo y cogiéndolo en brazos.

Fue con el bebé hasta la ventana, pero ya no había nada que ver. El bebé le aferró un mechón de pelo; sus tirones eran terroríficos. «Instinto atávico, supongo —decía la doctora Hunter—. De los tiempos en que yo habría estado saltando de árbol en árbol y la vida de él habría dependido de lo fuerte que se aferrase a mi pelaje.» A Reggie le parecía muy cómico pensar en la doctora, siempre tan pulcra con el traje de chaqueta negro que se ponía para trabajar, como una primitiva moradora de los árboles. Tuvo que buscar «atávico». Aún no había tenido ocasión de utilizar el término. Estaba dedicándose a la letra «a» del diccionario, de modo que buscar la palabra le iría bien para su empeño de mejorar su vocabulario.

Últimamente, Reggie se quedaba cada vez más rato en casa de los Hunter, mientras que la doctora parecía pasar cada vez más tiempo fuera de casa. «Está montando algo, un nuevo proyecto», le contó alegremente el señor Hunter. La doctora parecía contenta de que ella estuviera allí. De pronto, miraba por la ventana y exclamaba: «Dios santo, Reggie, ya ha oscurecido, deberías marcharte a casa —pero entonces añadía—: Detesto este tiempo tan espantoso…, ¿nos tomamos otra taza de té?». O «Quédate y cena algo, Reggie, luego te acompaño a casa». Ella confiaba en que la doctora no tardara en decirle algún día «¿Para qué vas a irte a casa, Reggie? ¿Por qué no te mudas a vivir aquí?», y entonces serían una familia de verdad: la doctora Hunter, Reggie, el bebé y la perra. («Neil» en realidad no figuraba en sus ensoñaciones sobre la vida familiar.)

En una de esas veladas, a propósito de nada («a propósito de» era otra nueva expresión), cuando estaban bañando al bebé, la doctora se volvió hacia Reggie y dijo:

—En realidad no hay normas.

—¿En serio? —respondió ella, pues le parecía que había un montón, como cortar las uvas en dos o llevar gorro cuando ibas a nadar, por no mencionar separar la basura para los cubos de reciclaje. A diferencia de la señorita MacDonald, la doctora ponía mucho entusiasmo en reciclar.

—No, no me refiero a esa clase de cosas, sino a la forma en que vivimos nuestras vidas. No hay una plantilla, una pauta que se suponga que debemos seguir. No hay nadie observando si lo hacemos bien, no hay una manera correcta de hacerlo, tan solo vamos improvisando sobre la marcha.

Reggie no estuvo segura de entender del todo de qué hablaba la doctora. El bebé la estaba distrayendo con sus chillidos y chapoteos, como una criatura marina enloquecida.

—Lo que tienes que recordar, Reggie, es que lo único importante es el amor. ¿Me comprendes?

Eso le sonó muy bien a Reggie, un poco a lo Richard Curtis, pero muy bien.

—Alto y claro, doctora H. —contestó, cogiendo una toalla del radiador donde se estaba calentando.

La doctora sacó al bebé del agua, escurridizo como una anguila, y ella lo envolvió en la toalla.

—«Sabemos que cuando la luz se extingue, el brillo del amor permanece» —recitó la doctora Hunter—. ¿A que es bonito? Elizabeth Barrett Browning lo escribió para su perro.

—Para
Flush
—precisó Reggie—. Virginia Woolf escribió un libro sobre él. Me he documentado sobre el tema.

—Cuando todo lo demás se ha ido, el amor siempre permanece —concluyó la doctora Hunter.

—Totalmente de acuerdo —respondió Reggie.

Pero ¿de qué le servía eso a una?

De nada en absoluto.

«Ad augusta per angusta»

Así pues iba a ser la ruta panorámica. Había tomado el camino más largo. Jackson se quitó un metafórico sombrero ante las Dixie Chicks.

Por razones que solo el propio trasto conocía, el GPS había dejado de funcionar seis o siete kilómetros después de salir del pueblo. Era obvio que en algún punto habían cogido un desvío equivocado, porque se encontró en una carretera de un solo carril que ascendía describiendo pausadas curvas por un valle desierto. No tenía cobertura en el móvil y la radio llevaba algún tiempo sin emitir más que chisporroteos y siseos. El reproductor de discos compactos contenía uno olvidado por el anterior conductor del coche de alquiler, y Jackson se preguntó en qué circunstancias estaría tan desesperado por oír otra voz como para escuchar la de Enya.

Debería haberse traído el iPod, así podría haber oído canciones sobre la pena y la salvación y la rectitud presbiteriana. Y estaba claro que había sido muy mala idea dejar aquel mapa, aunque no estaba convencido de que las carreteras de por allí se ajustaran en realidad a ninguno. De no haber sido por el letrero de un kilómetro y medio atrás, que lo tranquilizó asegurándole que se dirigía al destino correcto, a esas alturas ya habría dado la vuelta. (Aunque ¿debía tener tanta fe en los letreros?)

Con su belleza inhóspita, el paisaje empezaba a sacar a la superficie aquella vena lastimera suya que más le valía mantener a raya. Hola, oscuridad, mi vieja amiga, como dirían Simon y Garfunkel. La vida resultaba más fácil si eras un pragmático sin imaginación, un idiota feliz. «Bueno, la parte idiota sí la tienes», oyó decir en su cabeza a su ex esposa Josie.

La carretera seguía las curvas del terreno y, aparte de una cuesta abajo ocasional, no paraban de ascender. Aunque Jackson se habría referido a sí mismo en singular de haber ido (Dios no lo permitiera) a pie, cuando estaba en un coche se convertía en pronombre plural. Ellos, nosotros. El coche y yo, una fusión biomecánica de hombre y vehículo. Peregrinos en la autopista de Dios.

Estaban solos. No había un solo coche más a la vista. Ni tractores ni Land Rovers, ni nadie dando tumbos por las altas llanuras, ni un solo compañero de viaje. Tampoco había granjas o corrales para ovejas, solo hierba y yerma piedra caliza y un mortecino cielo de diciembre. Estaba en la carretera rumbo a ninguna parte.

Seguía habiendo sin embargo un montón de resistentes ovejas vagando por allí, ajenas al peligro que representaba para ellas un jodido Discovery grande como ellas. Sin duda, parirían más adelante allí arriba, en aquellas cumbres borrascosas. Jackson se preguntó si ya estarían preñadas de los corderitos del año siguiente. Nunca se había parado a pensar en el período de gestación de una oveja; era sorprendente el efecto que una carretera solitaria podía tener en uno. Su hija había anunciado recientemente su conversión a la causa vegetariana. En una prueba de asociación de ideas, la respuesta automática de Jackson a la palabra «cordero» sería «salsa de menta»; la de Marlee sería «inocente». La matanza de los. La estaban criando como una atea, pero hablaba la lengua de los mártires. Quizá el catolicismo fuera genético, se llevara en la sangre.

—Volverse vegetariana parece ser un rito de paso de las adolescentes de hoy en día —dijo Josie durante la última visita que él hizo a Cambridge a finales de verano—. Todas sus amigas han dejado de comer carne.

Se acabó la vinculación afectiva padre-hija ante una buena hamburguesa, pues.

—Ya lo sé, ya lo sé, la carne es la muerte —dijo Jackson cuando estaban sentados a la mesa de un café elegido por Marlee y que se llamaba Semillas o Raíces o algo así. («Malas hierbas», lo llamó él para irritación de su hija.)

Lo que le apetecía era un sándwich de carne con mostaza, pero se decidió por un correoso rollo integral con un relleno de aspecto anémico que supuso sería huevo pero que resultó ser —horror de los horrores— «revuelto de tofu».

—Ñam —soltó.

—No seas tan cínico, papá —respondió Marlee—. Es demasiado previsible.

¿Cuándo había empezado su hija a hablar como una mujer? Hacía apenas un año, correteaba a su lado como una cría de tres años por el sendero que bordeaba el río hasta Grantchester (donde, si la memoria no le fallaba, ella se había tomado una ensalada de jamón en el salón de té de Orchard, sin sentir la menor culpa por comerse al cerdito Babe). Ahora, por lo visto, aquella niña lo había adelantado corriendo hasta desaparecer de la vista. Volvías la espalda un solo instante y ya no estaban.

Cuando se tenían hijos, los años se contaban por los de ellos. Uno no decía «tengo cuarenta y nueve años», sino «tengo una hija de doce años». Josie tenía ahora otro hijo, otra niña, de dos años, la misma edad que Nathan. Dos niños unidos por la cadena común de ADN que compartían con su hermanastra, Marlee. Que Nathan no se pareciera a él no significaba que no fuera hijo suyo. Después de todo, Marlee tampoco se le parecía. Julia aseguraba que Nathan no era hijo suyo, pero ¿cuándo se había creído nadie lo que dijera su ex novia? Julia era una mentirosa nata. Además de actriz, por supuesto. De modo que cuando lo miró a los ojos y le dijo: «No, Jackson, el bebé no es tuyo, te estoy diciendo la verdad, ¿por qué iba a mentirte?», la reacción instintiva de él fue preguntar: «¿Por qué cambiar ahora la costumbre de toda una vida?». En lugar de discutir («En general, solo discuto con la gente que me gusta», le dijo ella una vez), Julia lo había mirado con cara de lástima.

Jackson quería un hijo varón. Un hijo al que pudiera enseñarle todas las cosas que sabía, y cómo aprender todas las que no sabía. A su hija no podía enseñarle nada, ya sabía más que él. Y además quería un hijo porque era un hombre. Así de simple. De pronto recordó la oleada de emoción que sintió al tocar la cabeza de Nathan. Esa clase de cosas volvían débil para la vida a un hombre fuerte.

Además, le había dicho a Josie:

—¿Desde cuándo a los doce se es adolescente? Pensaba que trece marcaban el comienzo. Marlee solo tiene doce.

—La segunda década ya cuenta —contestó Josie sin darle importancia—. Hoy en día empiezan pronto.

—¿Empiezan qué?

Jackson había pasado toda la adolescencia sin ser consciente de ella. A los doce era un niño, y a los dieciséis se había alistado en el ejército y se convirtió en un hombre. Entre ambas edades había recorrido el valle de las sombras de la muerte, sin ningún consuelo a su alcance.

Confiaba en que su hija hubiera vivido alegremente esos años. Llevaba una arrugada postal suya en el bolsillo, de cuando estuvo en Brujas, en viaje escolar de final de trimestre. En la postal se veía una pintoresca vista de un canal y unas antiguas casas de ladrillo rojo. Él nunca había sentido la necesidad de ir a Bélgica. Había trasladado la postal de su vieja chaqueta de cuero a la North Face —su disfraz— sin saber muy bien el motivo, solo porque un mensaje de su hija, por banal y cumplidor que fuera («Querido papá. Brujas es muy interesante, tiene un montón de edificios bonitos. Está lloviendo. He comido un montón de patatas y chocolate. ¡Te echo de menos! ¡Te quiero! Marlee XXX»), no le parecía algo que se pudiese tirar sin más. ¿De verdad lo echaba de menos? Sospechaba que la vida de su hija estaba demasiado llena para advertir su ausencia.

Una oveja de aspecto ajado, más vieja que matusalén, estaba plantada firmemente en medio de la carretera, como un pistolero que aguardara el mediodía. Jackson aminoró la marcha hasta detenerse y esperó un rato. La oveja no se apartó. Tocó el claxon, pero el animal ni siquiera movió una oreja y continuó mascando hierba lacónicamente, como un viejo temporero en una plantación de tabaco. Se preguntó si estaría sorda. Bajó del coche y le dirigió una mirada amenazadora.

—¿Vas a sacar de una vez esas pistolas o a quedarte ahí como un pasmarote?

La oveja lo miró con un destello de interés y luego siguió mascando tranquilamente.

Trató de empujarla. El bicho se resistió, apoyando su estúpido peso contra él. ¿No debería tenerle miedo? Si él fuera oveja se lo tendría.

Trató entonces de desplazarla cogiéndola por los cuartos traseros, agarrarla y ejercer torsión, pero fue imposible; era como si la hubiesen pegado con cemento a la carretera. Una llave de cabeza tampoco tuvo el más mínimo resultado. Se alegró de que no hubiese nadie por allí para presenciar aquel absurdo combate de lucha libre. Se preguntó si sería ético darle un puñetazo. Retrocedió unos pasos para reconsiderar su táctica.

Por fin intentó empujarle las patas delanteras para hacerla caer, pero acabó por perder el equilibrio y se encontró despatarrado boca arriba sobre el asfalto. En lo alto, en el pálido cielo invernal, flotaba una nubecilla aún más pálida, tan blanca y suave como un corderito. Allí tendido, Jackson la observó avanzar de un extremo al otro del valle. Cuando el frío no solo lo hubo calado hasta los huesos sino que empezó a congelarle el tuétano de su interior, exhaló un suspiro y, poniéndose en pie, le hizo un saludo a su contrincante.

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