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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (10 page)

BOOK: Esperando noticias
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El bautismo de fuego de Marcus tras dejar el uniforme fue el caso Needler, y lo había llevado mejor de lo que ella esperaba. Era un chico dulce, un verdadero querubín, tan recto como una carretera romana, más duro de lo que parecía y siempre alegre. Como Patrick. ¿De dónde salía toda aquella alegría, la mamaban con la leche de su madre? (Pobre Archie, entonces.)

Había acogido a Marcus bajo su tutela, como una gallina clueca. Nunca hasta entonces se había sentido maternal con nadie con quien trabajara, y era una experiencia perturbadora. Debía de ser cosa de la edad, concluyó. Pero ¿Marcus? Era un nombre extrañamente latino para alguien nacido en Sighthill. («Una madre ambiciosa, jefa —explicó él—. Pero mejor que Titus. O Sextus.») Se había mostrado entusiasmado con el caso Needler, pero ella lo había apartado y destinado a otra cosa. «Para que tengas más experiencia», le dijo, aunque en realidad no quería que acabase tan obsesionado con Alison Needler como ella. De forma que Marcus trabajaba ahora en el caso de un salón de juegos recreativos que había ardido misteriosamente hacía un par de semanas.

—¿Por el seguro? —especuló Louise—. ¿O por pura malicia? ¿O solo unos gamberros jugando con cerillas?

«Fruto de una tendencia pirómana» era una barroca forma escocesa de referirse a un incendio provocado, cuyo principal sospechoso, en su opinión, iba a ser siempre el propietario. El dinero del seguro era una perspectiva demasiado tentadora cuando uno necesitaba dinero. Veinte mil por un brillante, ¿cuánto por un salón de juegos recreativos? Un salón cuyo propietario no era otro que el marido de la encantadora doctora Joanna Hunter, Neil. («Y ¿a qué se dedica el señor Hunter?», le había preguntado con despreocupación a Joanna Hunter en su visita del día anterior. «Oh, a esto y aquello —había respondido la doctora sin darle importancia—. Neil siempre anda en busca de la siguiente gran oportunidad, es un empresario nato.») A saber qué hacía la encantadora doctora Hunter casada con alguien con intereses comerciales en el triángulo púbico (así lo llamaban) de Bread Street con sus antros de striptease, pubs de mala muerte y bares con espectáculo. ¿No debería estar casada con alguien más respetable, un traumatólogo, por ejemplo?

Según su mujer, Neil Hunter estaba en «la industria del ocio», una expresión que parecía cubrir un montón de posibilidades. En su caso, se trataba por lo visto de dos o tres salas de juegos recreativos, un par de gimnasios (no de especial categoría), una pequeña flota de vehículos privados de alquiler (turismos de cuatro puertas de aspecto deslucido que se hacían pasar por «coches de ejecutivo») y un par de salones de estética, uno en Leith y otro en Sighthill, que no parecían muy recomendables para la salud; estaba casi segura de que Joanna Hunter nunca se había hecho una limpieza de cutis en ninguno de ellos, porque, desde luego, no eran el Sheraton One Spa.

—Ponme al corriente sobre nuestro señor Hunter.

—Bueno, cuando llegó a Edimburgo —explicó Marcus—, empezó con una furgoneta de venta de hamburguesas en Bristo Square. De esa forma, vendía tanto a los estudiantes como a la gente que salía de los pubs.

—Una furgoneta de hamburguesas, qué clase.

—Que ardió hasta el chasis de madrugada, cuando no había nadie dentro.

—Hombre, vaya coincidencia.

—Pasó entonces a un bar especializado en vinos, una cafetería, un servicio de comida preparada, cualquier cosa que le cayera en las manos, en realidad.

—¿Alguno de estos establecimientos acabó ardiendo?

—Sí, el café. Un cortocircuito.

—¿Y el salón recreativo?

—Había un montón de gasolina derramada —explicó Marcus—. No fue una decisión improvisada. La puerta trasera estaba forzada y todas las alarmas se dispararon, pero cuando llegaron los bomberos el sitio ya estaba en llamas.

—¿Y qué se dice últimamente por ahí sobre el señor Hunter?

—Dicen que está limpio —respondió Marcus—. Va un poco a la suya, pero a efectos prácticos es un hombre de negocios legal.

—Así pues, ¿es solo la gente con la que se asocia la que es chunga?

Había visto ya las fotos enviadas por la Comisión de Fraudes, imágenes bien nítidas de Hunter tomando copas a lo largo de las semanas con un tal Michael Anderson, de Glasgow, más toda una serie de parásitos.

—Son su séquito —explicó Marcus—. Mira esos tipos, con caras que solo una madre es capaz de amar.

Se sospechaba que Anderson traficaba con drogas en su ciudad natal, pero estaba tan arriba en la cadena alimentaria en su ático de lujo, que a la policía de Strathclyde le había resultado difícil acusarlo de nada.

—Buenos abogados —dijo Marcus.

—O malos, depende de cómo lo mires.

Los agentes de Fraude pensaban que Anderson se había quedado sin formas de blanquear dinero en Glasgow y que estaba mirando hacia Edimburgo para utilizar un poco del «esto y aquello» de Neil Hunter, tal como lo expresaba su encantadora esposa. La doctora Hunter llevaba mucho mejor que Louise el título de «esposa».

—¿Cómo se conocieron ustedes dos? —le había preguntado el día anterior, fingiéndose la clase de mujer interesada en anécdotas románticas, que escuchaba
Sunday Love Songs
de Steve Wright en la radio mientras le llevaba a su marido el desayuno a la cama, y no una terca arpía que probablemente estaba a punto de enviar un informe sobre su marido al fiscal.

Joanna Hunter rió y contestó:

—Lo atendí en urgencias y me preguntó si quería cenar con él.

—¿Y aceptó? —Louise no fue capaz de ocultar cierta incredulidad en su voz.

—No, eso habría sido muy poco ético —respondió Joanna Hunter riendo de nuevo, como si ese recuerdo formara parte de alguna historia divertida muy preciada (
Cómo conocí a vuestro padre
)—. Insistió, y acabé por ceder.

«Yo también», pensó ella, pero lo que dijo fue:

—Mis padres se conocieron en unas vacaciones.

—¡Ah, un romance de verano! —exclamó Joanna Hunter, y Louise no dijo que, en realidad, él había ligado con su madre en un bar de Gran Canaria y luego ella nunca consiguió recordar su nombre. Cosa que no importaba en absoluto, puesto que no era el único aspirante al codiciado papel de padre de Louise totalmente ausente.

—¿Qué hacía el señor Hunter en urgencias? —quiso saber.

—Lo habían atacado unos matones.

Propenso a accidentes y frecuentador de malas compañías; todos los indicios estaban ahí desde el principio. ¿Por qué demonios habría salido la encantadora doctora con alguien así?

—Me gustó su energía —explicó ella sin que se lo preguntara. Louise pensó que los perros tenían energía y sonrió.

—Sí —dijo—, eso mismo decía mi madre sobre mi padre.

No le mencionó a Joanna Hunter el incendio en el salón de juegos recreativos. Le pareció poco educado, dada la naturaleza de la noticia que la había llevado a su hogar.

—Llámeme Jo —dijo la doctora.

—No hay nada concreto que relacione a Hunter con ninguno de los tipos de Glasgow —le dijo Louise a Marcus—. Quizá Anderson y Hunter eran amigos en la escuela primaria.

—Bueno, también se dice por ahí que Hunter está al borde de la ruina —explicó Marcus—. Hace algún tiempo que lo está. Meterse en negocios con Anderson puede ser una forma de mantenerse a flote, pero también puede serlo cobrar el seguro por un gran incendio.

—Hablaré con él —dijo Louise cogiendo el informe.

—¿Jefa?

—¿Qué? ¿No me toca a mí, estando él tan alto en el escalafón? Vive en la esquina de mi casa. Me pasaré un momento mañana, de camino al trabajo. —No dijo «Estoy leyendo la obra de su suegro». Ni, desde luego, «Me tiene fascinada Joanna Hunter; es mi reverso, la mujer en la que nunca me convertí: la buena superviviente, la buena esposa, la buena madre»—. Pidámosle una orden judicial al fiscal para hurgar en la documentación sobre Hunter.

—Sí, jefa. —Marcus pareció decepcionado de que le arrancaran el caso de las manos ante sus mismísimas narices.

—Solo voy a hablar con él —lo tranquilizó ella—, luego podrás volver a ocuparte tú. Tengo cierta conexión. Ayer tuve que ir a hablar con su mujer, eso es todo.

—¿Con su mujer?

—Joanna.

La detective Karen Warner entró en el despacho abierto de Louise y dejó caer un montón de carpetas en su escritorio.

—Son tuyos, me parece —dijo, apoyándose en un mueble.

Era un archivador andante, embarazada de ocho meses de su primer hijo y todavía trabajando («Hay que morir luchando, jefa»). Era mayor que Louise («Primigrávida mayor, ¿no te parece que suena espantoso?»). La maternidad iba a suponer un tremendo shock para ella, pensaba Louise. Estaba a punto de estrellarse contra la pared a cien kilómetros por hora y preguntarse qué había ocurrido.

Karen estaba aún en el equipo del caso Needler, reducido ahora a la mitad respecto al que había sido seis urgentes meses atrás, y trasladados sus miembros de Saint Leonard a Howdenhall para ocupar un espacio más pequeño. El superintendente de Louise sugirió que había llegado el momento de que ella «se apartara un poco» de ese caso, de que empezara a ocuparse de otros.

—Estás obsesionada con Alison Needler —dijo.

—Ajá —admitió ella alegremente—. Lo estoy. Obsesionarme es mi trabajo.

Karen desenvolvió una barrita Snickers y la mordió, dándose unas palmaditas en el vientre.

—Licencia para comer —le dijo a Louise—. ¿Quieres un poco?

—No, gracias.

Estaba muerta de hambre, pero no había nada que le apeteciera. El matrimonio parecía haber afectado a su apetito, normalmente bueno. Patrick parecía volverse cada vez más sano gracias a él, mientras que ella se desvanecía. En su adolescencia había tonteado brevemente con la bulimia, entre una etapa de autoinfligirse heridas y una temprana afición a las juergas alcohólicas (Bacardí con Coca-Cola, solo de pensarlo ahora le daban ganas de vomitar), pero todas esas cosas le parecieron adicciones de una u otra clase, de modo que las había dejado. En la familia solo había sitio para una adicta y su madre nunca tuvo intenciones de cederle el puesto.

Karen observó el informe sobre el escritorio de Louise.

—¿Es el mismo Hunter? —quiso saber—. ¿Neil Hunter es el esposo de Joanna Hunter? Guau. Eso sí que es una coincidencia.

—¿Debería sonarme el nombre de Joanna Hunter? —le preguntó Marcus a Louise.

—Es la que consiguió escapar —respondió Karen—. ¿Recuerdas a Gabrielle Mason y sus tres hijos? ¿Hace treinta años?

Marcus negó con la cabeza.

—Qué encanto, qué joven eres. Un tipo mató a la madre y a dos de sus hijos en un campo en Devon, Joanna salió corriendo, se escondió y la encontraron más tarde sana y salva. Joanna Hunter, de soltera Mason.

—El hombre al que condenaron por el asesinato se llamaba Andrew Decker —añadió Louise—. Lo declararon capacitado. Si acuchillar a una mujer y sus dos hijos es estar cuerdo, ¿cuál es entonces la definición de demente? Eso hace que una tenga sus dudas, ¿verdad? Y ahora lo van a soltar, ya está fuera, de hecho, y alguien se ha ido de la lengua. La noticia va a estar en todas partes durante al menos…, no sé, unas dos horas. Llenando las fauces vacías de la prensa. Ayer fui a avisar a a doctora Hunter.

Karen arrugó el envoltorio de Snickers y lo arrojó a la papelera.

—¿Y es una víctima, jefa?

—Buena pregunta —respondió Louise.

Ya era demasiado tarde para ir a Maxwell, podía conseguir unas flores en Waitrose. Todavía tenía tiempo. El tiempo justo. Subió a su coche, un BMW serie 3 plateado, mucho más bonito que el megasensato Ford Focus de Patrick. Era sensato hasta en el coche que conducía.

Y entonces le sonó el teléfono. Durante un segundo dudó si contestar o no. Su instinto, su sexto sentido de policía, le dijo —más bien le gritó— que si contestaba no habría lubina ni suflés horneados dos veces.

Contestó al tercer timbrazo.

—¿Hola?

Santuario

Sadie
levantó las orejas. La perra siempre oía el coche de la doctora Hunter mucho antes que Reggie. La excitación del animal se expresaba mediante un levísimo movimiento de cola, pero ella sabía que si la tocaba notaría cómo todo su cuerpo estaba electrizado ante la expectativa. Al bebé le pasaba lo mismo. Cuando veía entrar a la doctora en la cocina, Reggie captaba la emoción que recorría el macizo torso justo antes de disponerse a catapultarse en el aire con los bracitos regordetes tendidos hacia su madre.

—Eh, vaquero, tranquilo —le dijo la doctora Hunter entre risas, y lo levantó para abrazarlo.

La doctora había traído consigo una bocanada de aire gélido. Como de costumbre, llevaba el caro bolso de Mulberry («Es de Bayswater, ¿a que es precioso, Reggie?») que el señor Hunter le había regalado en septiembre, por su cumpleaños y, en el brazo, uno de sus trajes de chaqueta negros en una bolsa de la tintorería; tenía tres trajes idénticos que iba alternando: uno puesto, otro en el armario y otro en la tintorería.


Quelle horreur
! —exclamó de manera teatral—. Vaya con el crudo invierno. Ahí fuera hace un frío espantoso.

—Báltico —confirmó Reggie.

—«El viento del norte soplará y tendremos nieve, y ¿qué hará entonces el pobrecito petirrojo?»

—Supongo que el pobrecito se posará en un granero para estar calentito y ocultará la cabeza bajo el ala, doctora H —respondió ella completando la estrofa de la cancioncilla.

—¿Todo bien por aquí, Reggie?

—Todo perfecto, doctora H.

—¿Cómo está mi tesoro? —preguntó la madre enterrando la nariz en el cuello del bebé («Está para comérselo, ¿no te parece?»).

Y Reggie sintió que algo le oprimía el corazón, una pequeña convulsión de dolor, y no supo muy bien por qué, pero pensó que era triste (muy triste de hecho) que nadie se acordara de cuando ella era un bebé. Lo que habría dado por volver a ser un bebé de nuevo, acurrucado en los brazos de mamá. O en los brazos de la doctora Hunter, ya puestos. En los brazos de cualquiera, en realidad. En los de Billy no, obviamente.

—Qué triste que no recordemos eso —le dijo a la doctora. (¿Se le estaría contagiando de algún modo la tristeza de la doctora?)

—A veces es bueno olvidar —dijo la doctora Hunter—. He ido a los almacenes Bonner y he visto un cerdo con peluca, te doy mi palabra.

La madre de Reggie había sido proclive a dar abrazos y besos. Antes de Gary, y antes del Hombre-que-vino-antes-de-Gary, se sentaban en el sofá por las noches, acurrucadas, a ver la televisión y comer patatas fritas o comida para llevar. A Reggie le gustaba rodear con un brazo la cintura de mamá y notar el cómodo michelín que la rodeaba y la blanda barriguita. («Mi panza de gelatina», solía decir ella.) Eso era todo: sus recuerdos más tiernos consistían en ver
Urgencias
, comer pollo chow mein y palpar el michelín de su madre. Un poco cutre, pensándolo bien. Habría cabido esperar que dos vidas entrelazadas diesen para algo más. Imaginaba que la doctora Hunter y su bebé almacenarían recuerdos maravillosos: descenderían en canoa por el Amazonas y subirían a los Alpes, irían a la ópera en Covent Garden y verían obras de Shakespeare en Stratford, pasarían la primavera en París y el Año Nuevo en Viena y la doctora dejaría atrás un álbum de fotos en el que ya no se parecería a sí misma. Era extraño pensar en que el bebé se convertiría en un niño y luego en un hombre. No era más que un bebé.

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