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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (14 page)

BOOK: Esperando noticias
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Reggie estaba decidida a crear su propia religión, una en la que no se destruyeran las cosas sino que se cuidaran, en la que los muertos renacieran (y no de manera simbólica) sin que todo lo demás tuviese que morir. Entonces su madre estaría de nuevo en el sofá, viendo
Mujeres desesperadas
y comiéndose una bolsa de patatas fritas. Pero Gary no estaría allí manoseándola; solo mamá y ella. Juntas para siempre.

Habían pasado muchísimo tiempo las dos solas; bueno, también con Billy, pero Billy no era la clase de persona que se sentaba a comer y charlar y ver la tele (se hacía difícil decir qué hacía él exactamente), y luego apareció el Hombre-que-vino-antes-de-Gary, que resultó ser un «tonto del culo», según mamá (por no mencionar que estaba casado), y después llegó el «hombre de verdad» en la forma de Gary, y mamá empezó a decir «mi novio esto» y «mi novio aquello», y de pronto estaba acostándose con él y todas sus amigas acudían a la casa a hablar de ello. Su madre se pavoneaba y soltaba risitas, «¡Tres veces en una sola noche!», y sus amigas chillaban de emoción y derramaban el vino.

A diferencia del Hombre-que-vino-antes-de-Gary, Gary no era malo, solo era un gran zoquete que, hasta que conoció a mamá (y después de conocer a mamá también, en realidad), se pasaba el día entero sentado con sus tejanos grasientos en la parte de atrás de una tienda de motos con un montón de clones de Gary hablando de la Harley-Davidson 883L Sportster que se iba a comprar cuando le tocara la lotería. Cortejaba a mamá con rosas de invernadero baratas compradas en Shell Shop y latas de chocolatinas, y cuando Reggie protestó ante ese tipo de romance tan de cliché, su madre contestó: «No vas a oír quejas por mi parte, Reggie», toqueteándose la fina cadena de plata del relicario en forma de corazón que él le había regalado por su cumpleaños.

Gary iba a llevarla dos semanas a España («A Lloret de Mar, ¿a que suena estupendo, Reggie?»). Su madre llevaba sin tomarse unas «vacaciones de persona mayor como Dios manda» desde que estuvo en Fuerteventura, en 1989, de modo que él podría haberla llevado a un bungalow Butlins, en Skegness, y se habría quedado impresionada. Una vez, mamá los había llevado a ella y a Billy a pasar una semana en Scarborough, pero la cosa se estropeó cuando Billy desapareció una noche de la pensión y a la mañana siguiente lo trajo de vuelta un policía, tras haberlo encontrado dando tumbos por el paseo marítimo, totalmente borracho de cerveza. Entonces Billy tenía doce años.

Al cabo de una semana Reggie recibió una postal, de modo que su madre debía de haberla escrito poco después de llegar. Era una fotografía del hotel, un edificio de hormigón blanco que parecía construido con bloques mal hechos, pues las habitaciones quedaban en ángulos desiguales unas respecto a otras. En su centro rectangular había una piscina, turquesa y desierta, rodeada de tumbonas blancas pulcramente dispuestas. No se veía ni una sola persona, de manera que la foto se habría tomado probablemente a primera hora de la mañana, cuando todo estaba aún impecable, sin toallas mojadas ni crema solar ni platos de patatas a medio comer.

En el dorso, mamá había escrito: «Querida Reggie, hotel muy bonito y limpio, un montón de comida, nuestro camarero se llama Manuel, ¡como en aquella comedia de John Cleese! Bebo un montón de sangría, ¡qué mala soy! Nos hemos hecho amigos de una pareja, se llaman Carl y Sue, de Warrington, y son muy simpáticos. Te echo de menos un montón. Hasta pronto, cariño. Mamá». Gary había añadido su nombre al final, con la letra grande y redonda de alguien no muy convencido aún del concepto de escritura colectiva. Sangría venía de la misma raíz latina que «sangre». Vino rojo sangre. En la escuela habían estudiado un poema sobre un rey escocés que bebía vino rojo sangre, pero no conseguía recordar más. Se preguntó si acabaría por olvidar todo lo que había aprendido. En eso consistía la muerte, supuso. Se preguntó si su vida volvería a estar bien encarrilada antes de que se muriese. No parecía probable, pues cada día que pasaba tenía la sensación de quedarse un poco más atrás.

Estaba trabajando en su propia traducción para la señorita MacDonald del libro sexto de la
Ilíada
, uno de los textos griegos del programa. Pensó que podía echarle un vistazo a la competente edición de Loeb para comprobar qué tal iba de momento («Néstor se dirigió entonces a los argivos, en voz bien alta: “Valientes amigos y griegos, servidores de Ares, que ninguno se quede ahora atrás”»). Por supuesto, se suponía que no debía recurrir a la Loeb, pues según la señorita MacDonald eso era trampa. Reggie habría dicho que era «una ayudita».

El primer volumen de la
Ilíada
estaba sin duda allí la semana anterior, pero cuando fue a buscarlo no vio ni rastro de él. Advirtió otros huecos en la estantería: los volúmenes primero y segundo de la
Odisea
y el segundo volumen de la
Ilíada
, el primero de la
Eneida
(uno de los textos latinos del programa). Era probable que la señorita MacDonald los hubiese escondido. Continuó laboriosamente: «Matemos, hombres. Después ya dispondréis de tiempo para saquear los cuerpos de los muertos». Los muertos se contaban a montones en Homero.

Después de la muerte de su madre, Reggie siempre tuvo cerca la postal de España, en el bolso o en la mesita de noche. Había estudiado cada detalle de la misma como si contuviese un secreto, una pista oculta. Su madre había muerto allí mismo, en aquel espacio desierto de agua color turquesa y, aunque la había visto muerta en el tanatorio, cuando la mandaron a casa, una minúscula parte de ella aún creía que su madre seguía viva en aquel brillante mundo de la postal y que si examinaba la imagen larga y detenidamente podría vislumbrarla.

Mamá se había levantado antes de que los otros huéspedes rondaran por allí; siempre fue madrugadora. Dejó a Gary roncando, durmiendo la mona de sangría de la noche anterior, se puso el bañador que tan mal le sentaba bajo el albornoz rosa y bajó a la piscina. Había dejado caer el albornoz rosa mientras estaba de pie en el borde, en la parte honda. Mamá nunca fue de las que doblan la ropa con pulcritud. Reggie la imaginaba levantando los brazos sobre la cabeza —era buena nadadora y buceaba con sorprendente elegancia— y zambulléndose en el fresco azul del olvido, con el cabello ondeando tras ella como si fuera una sirena.
Vale, mater
.

Después, en la vista judicial en España, a la que ni Billy ni Reggie asistieron, la policía informó de que habían encontrado el barato relicario de plata de su madre en el fondo de la piscina («El cierre no era muy de fiar», admitió Gary ante Reggie con expresión de culpa) y se especuló con que se le habría soltado mientras nadaba y que buceó para recuperarlo. Nadie lo sabía con seguridad, nadie presenció lo ocurrido. Ojalá hubiese sido la mañana en que el fotógrafo de la postal estaba tomando las fotos del hotel. Encaramado a su atalaya, posiblemente en el techo del hotel, habría visto a mamá hendir las aguas azules, contemplando incluirla en la fotografía —seguramente decidió que no, dadas la licra naranja y la rolliza palidez de su piel norteña— y luego alertado a alguien al ver que no volvía a salir. Pero no fue así como ocurrió. Cuando alguien advirtió que su precioso cabello estaba enganchado en un desagüe en las turquesas profundidades, ya era demasiado tarde.

Fue un camarero quien la vio, mientras preparaba las mesas para el desayuno. Reggie se preguntaba si sería el «Manuel» de la postal. Se había zambullido con su uniforme de camarero y tratado de liberar a la sirena inglesa sin conseguirlo. Entonces había vuelto a salir del agua y corrido a las cocinas, donde cogió un cuchillo y se precipitó de nuevo a la piscina para zambullirse otra vez y serrar el cabello de mamá hasta lograr por fin liberarla de su prisión submarina. Trató de reanimarla —en la vista judicial fue elogiado por sus intentos de salvar a la desafortunada turista—, pero por supuesto no sirvió de nada. Mamá se había ido. Nadie tenía la culpa, había sido un trágico accidente. Etcétera.

—Y lo fue, después de todo, Reggie —dijo Gary.

Había asistido a la vista y fue a ver a Reggie a su vuelta de España, apareciendo sin previo aviso en la casa con un paquete de seis Carlsberg en la mano «para brindar por una mujer excepcional». Estaba durmiendo mientras pasó todo, y cuando se despertó, abotargado y resacoso, cuando «Carl y Sue, de Warrington» aporrearon su puerta, todo había terminado. Estaba, según le dijo a Reggie, «muy disgustado» por lo ocurrido.

—Sí —contestó ella—. Yo también.

La policía española le devolvió el relicario en forma de corazón a Gary, que lo conservó «como recuerdo». En la vista no se mencionó qué había sido del grueso mechón de cabello de mamá que quedó en la piscina. Ni tampoco del cuchillo que lo había cortado. ¿Fue a parar al lavavajillas, volvía a estar picando verduras para una paella al final de la jornada? A Reggie le habría gustado tener un mechón de cabello de su madre como recuerdo. Habría dormido con él debajo de la almohada. Se habría aferrado a él como el bebé se aferraba al cabello de la doctora Hunter, como se agarraba a su mantita verde. Habría sido su talismán.

—Sí, eso lo demuestra todo —comentó Gary poniéndose filosófico tras la tercera Carlsberg—. Nunca sabes qué te espera a la vuelta de la esquina.

Reggie aguantó aquella visita de pésame, lo más parecido a un velatorio que tendría su madre. Había estado en uno con ella, en uno irlandés auténtico celebrado por sus vecinos, los Caldwell, un par de años atrás, cuando el viejo Caldwell había muerto. Había sido una ocasión bastante alegre, con un montón de cánticos, algunos muy desafinados, e interminables botellas de Bushmills aportadas por los muchos y variados dolientes, de modo que un joven grandullón de los Caldwell tuvo que llevar a mamá a casa y al día siguiente le contó a todo el mundo que mamá había tratado de meterlo en su cama antes de vomitarle encima. Aun así, como su madre comentó después, había sido una buena despedida para el viejo.

Gary se fue después de la cuarta Carlsberg y Reggie no volvió a verlo hasta unas semanas después, cuando se lo encontró en el supermercado, donde curioseaba en el pasillo de las sopas en lata en compañía de una mujer con demasiada henna en el pelo. Esperó a ver si la reconocía, pero Gary ni siquiera advirtió su presencia, pues su cerebro estaba ya a punto de estallar por el esfuerzo de elegir entre el gran caldo de ternera Heinz y la crema de tomate Batchelor. Era el supermercado donde había trabajado mamá, y le pareció poco respetuoso que Gary estuviese allí con otra mujer. Casi como si fuera una infidelidad.

La postal había llegado al buzón prácticamente en el momento exacto (teniendo en cuenta la diferencia horaria entre Gran Bretaña y España) en que mamá abandonaba el planeta. Reggie pensó en
Laika
, la pobre perra espacial, surcando el cielo en su cohete y mirando hacia la tierra con ojos tan muertos como estrellas. Reggie creía que seguiría aún allá arriba, pero no, le explicó la doctora Hunter; al cabo de unos meses había caído de nuevo a la tierra y ardido al entrar en la atmósfera. Lassie, vuelve a casa.

Más o menos a esa hora de la tarde,
Banjo
se sentaba junto a la puerta de atrás y empezaba a gemir, y Reggie le decía: «Vamos, pobre bollito mío; ya es hora de sacarte de paseo», y
Banjo
recorría la calle con andares de pato hasta su farola favorita, donde, con torpeza, levantaba una artrítica pata. Llegaba a duras penas hasta la farola, pero normalmente había que llevarlo de vuelta. Al cogerlo en brazos, siempre la sorprendía lo poco que pesaba en comparación con el bebé.

La señorita MacDonald vivía en una vivienda de protección oficial cuya parte trasera quedaba casi encima de la línea férrea de la costa oriental. La casa entera se estremecía cada vez que pasaba un tren. La señorita MacDonald estaba tan acostumbrada a los trenes que ni siquiera se daba cuenta del terremoto que causaban, al menos cuando circulaban puntuales. A veces, a la hora del té, la maestra ladeaba la cabeza de forma muy parecida a como lo hacía
Banjo
antes de quedarse sordo, y decía: «Ese no puede ser el de las seis y veinte de Aberdeen a King's Cross, ¿verdad?» o algo similar.

Reggie, por su parte, oía todos los trenes. Se le formaba un extraño nudo en el estómago cuando los oía acercarse, una especie de miedo primitivo (¡atávico!), y se preguntaba si su cerebro de la Edad de la Piedra pensaría que el tren era un mamut lanudo o un tigre diente de sable o la criatura que fuera que hubiese hecho correr a sus antepasados hasta el fondo de la cueva, porque la doctora Hunter decía que, «después de todo», aún teníamos el ADN de los cazadores-recolectores del Paleolítico y, por lo que ella veía, no habíamos evolucionado biológica ni emocionalmente y seguíamos siendo gente de la Edad de la Piedra con «un fino barniz de cultura y sofisticación. Decapa ese barniz y volvemos a quedarnos en lo más básico, Reggie: amor, odio, comida, supervivencia. Aunque no necesariamente en este orden». Desde luego, era una teoría que ayudaba a explicar a Billy.

Esa noche
Banjo
estaba aletargado y no mostró interés por salir; siguió tendido ante el calor de la estufa de gas y Reggie se lo agradeció, pues hacía una noche espantosa, con ráfagas de viento que levantaban repetidamente el llamador de bronce de la puerta principal de la señorita MacDonald, haciéndolo parecer un visitante invisible desesperado por entrar. Cathy regresando a Cumbres Borrascosas. El fantasma de mamá que buscaba a Reggie. Hasta pronto.
Je reviens
. O, simplemente, nadie y nada. «Veloz se cierne el manto de la noche; la oscuridad se vuelve más intensa.»

Listos para el rapto

Todo el mundo ignoraba con escrupulosa insistencia al tipo borracho tendido completamente inmóvil en el suelo, y Jackson sintió una punzada de culpa. Una vez había arrestado a un hombre por ebriedad y alboroto y resultó que el pobre padecía una hemorragia cerebral a consecuencia de una conmoción y casi se les murió en la celda. Con eso bien presente, se arrodilló para inspeccionar la forma postrada en el suelo del vagón.

Su postura le proporcionó un primer plano de los pies de la mujer de rojo, calzados con un par de feroces zapatos de tacón de aguja, mitad fetiche mitad arma. Una vez, una arpía lo había atacado con el tacón del zapato cuando trataba de mediar en una riña durante una despedida de soltera que había acabado mal, dándole un sentido completamente nuevo a las palabras «vestida para matar» o más bien «calzada para matar». Le pareció recordar que la madre de la novia era la propietaria del zapato. Mientras trataba de recordar en qué pub de Cambridge había pasado y le tomaba el pulso al borracho (quién decía que los hombres no eran multitarea) el tren dio otra sacudida, y después una rápida serie, cada una peor que la anterior. Luego empezó a ganar velocidad, lo que no parecía buena cosa en aquellas circunstancias. Le llegó un olor a quemado, de caucho y algo desagradablemente químico, acompañado por un chirrido muy agudo, como de metal contra metal. Sintió de hecho que el tren se bamboleaba, como si tratara de mantener el equilibrio.

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