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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (18 page)

BOOK: Esperando noticias
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Patrick creía en las saludables propiedades del vino tinto. Había adoptado la dieta del vino tinto, y comprado cajas de algún vino francés que lo haría vivir para siempre. Iba a nadar cinco mañanas por semana, jugaba a golf dos veces por semana, tenía una actitud positiva todos los días de la semana. Era como vivir con un alienígena que fingiera ser humano.

También se mostraba solícito respecto a su salud («¿Has pensado alguna vez en hacer yoga? ¿Tai-chi? ¿Algo relacionado con la meditación?»). No quería quedarse viudo por segunda vez. No quedaría bien que un cirujano enterrase a dos esposas seguidas.

Se deslizó el anillo en el dedo. Que Bridget viera que su precio podía no estar por encima de los rubíes, pero sí valía lo que un pedrusco de tres quilates y medio. Se puso también la alianza de boda y el dedo le pareció de pronto muy pesado. Los anillos le quedaban justos. Durante un instante pensó que se habían encogido, hasta que comprendió que era más probable que su dedo hubiese aumentado de tamaño.

Al verse en el espejo, se quedó de piedra: tenía la piel pálida como el alabastro y los ojos enormes y negros, como si hubiese estado tomando belladona. En la sien, una vena grande le palpitaba como un gusano enterrado bajo la piel. Parecía alguien salido de un terrible accidente.

Había oído sonar insistentemente el teléfono en el piso de abajo, y cuando bajó a desgana, Patrick estaba en el vestíbulo, poniéndose la chaqueta impermeable y dirigiéndose con impaciencia hacia la puerta.

—Ha habido un accidente de tren —le explicó—. Uno gordo. —Y añadió alegremente—: Eso significa que todo el mundo a cubierta. ¿Vienes?

Qué mundo este

Reggie Chase, pequeña como un ratón, silenciosa como una casa sin nadie dentro, estaba rascando distraídamente la cabeza de
Banjo
. Tenía a Homero abierto sobre el regazo pero estaba viendo
Coronation Street
. Casi se había acabado la caja de bombones de violeta que había sacado del fondo de uno de los armarios de la cocina de la señorita MacDonald (cualquier puerto en una tormenta). Miró el reloj. La señorita MacDonald no tardaría en llegar.

Oía aproximarse un tren, con el ruido amortiguado al principio por el viento para aumentar luego más y más. No era el ruido habitual de un tren, sino un estruendo ensordecedor que parecía dirigirse directo hacia la casa. Reggie se puso instintivamente en pie; tenía la sensación de que el tren iba a atravesar la casa. Se oyó entonces otro ruido muy agudo, como si una mano gigantesca arañase una pizarra gigantesca con uñas gigantescas, y por fin un tremendo estallido, como el de un trueno colosal. El Apocalipsis había llegado a la ciudad.

Y luego… nada. La estufa de gas siseó,
Banjo
roncó y gruñó, la lluvia continuó azotando la ventana de la sala de estar. Empezó a oírse el tema musical de
Coronation Street
al pasar los títulos de crédito. Reggie, con el libro en la mano y un bombón de violeta a medio comer en la boca, seguía de pie en el centro de la habitación, dispuesta a echar a correr. Durante unos instantes fue como si no hubiese pasado nada.

De pronto oyó voces y portazos cuando la gente de las casas vecinas empezó a salir corriendo a la calle. Abrió la puerta principal y asomó la cabeza al viento y la lluvia.

—Un tren ha chocado —le dijo un hombre—. Justo ahí detrás.

Reggie descolgó el teléfono del vestíbulo y marcó el 999. La doctora Hunter le había contado que, en una emergencia, todo el mundo suponía que algún otro llamaría. Ella no pensaba ser la persona que suponía nada.

—Enseguida vuelvo —le dijo a
Banjo
, poniéndose la chaqueta.

Cogió la gran linterna que la señorita MacDonald guardaba en la caja de fusibles en la entrada, se metió las llaves de la casa en el bolsillo, cerró la puerta detrás de sí y echó a correr bajo la lluvia. El mundo no iba a acabarse esa noche, al menos si de ella dependía.

La Ciudad Celestial

El túnel era blanco, no negro. Más que un túnel, era un pasillo. Estaba iluminado con luz muy brillante. Y había asientos, unos bancos de plástico blanco moldeado que parecían formar parte de la pared. Él estaba sentado en uno de ellos, como si esperase algo. Le recordó una escena de una película de ciencia ficción. Jackson esperaba que en cualquier momento aparecieran su hermana o su hermano y lo invitaran a seguirlo hacia la luz. Sabía que se trataba de una alteración temporal en la función del lóbulo o de falta de oxígeno en el cerebro mientras su cuerpo se desconectaba. O incluso de un exceso de ketamina; había leído al respecto en algún sitio, probablemente en el
National Geographic
. Aun así, era una sorpresa cuando te pasaba a ti. Uno podría pensar que le parecería un tópico, o un sueño, pero no era así. Se sentía cómodo como no recordaba haberse sentido cuando estaba vivo. Ya no le importaba no tener el control. Se preguntó qué pasaría a continuación.

Como si lo hubiese oído, su hermana apareció de pronto sentada a su lado en el banco. Le tocó el dorso de la mano y le sonrió. Ninguno de los dos habló: no había nada que decir y había todo que decir al mismo tiempo. Las palabras nunca habrían podido expresar lo que Jackson sentía, aunque hubiese sido capaz de hablar, que no lo era.

Se sentía eufórico. Nunca le había pasado con anterioridad, ni siquiera en los momentos más felices de su vida: cuando estaba enamorado, cuando Marlee nació, cualquier posibilidad de experimentar un gozo nítido, completo, se había visto empañada por la ansiedad. Nunca hasta entonces había flotado libre de las preocupaciones del mundo. Confió en que durase para siempre.

Su hermana acercó su rostro al de él y Jackson pensó que iba a besarlo en los labios, pero lo que hizo fue insuflarle aire en la boca. Niamh siempre olía a violetas —llevaba una colonia de violetas y sus bombones favoritos eran los de violeta, que de niño a Jackson le daban náuseas con solo verlos—, de manera que no le sorprendió que su aliento supiera a violetas. Se sintió como si hubiese inhalado el Espíritu Santo. Pero entonces sintió que tiraban de él para sacarlo del túnel, separándolo de Niamh, y se resistió. Su hermana se levantó y empezó a alejarse. Jackson exhaló el Espíritu Santo y cerró la boca para que no pudiese volver a entrar. Se levantó y siguió a Niamh.

Hubo algún bajón, alguna clase de interrupción en el continuo espaciotemporal. Algo lo había golpeado en el pecho con una fuerza increíble. No estaba en el pasillo blanco. Estaba en la Tierra del Sufrimiento. Y entonces, de golpe y porrazo, volvía a estar en el pasillo blanco, con su hermana caminando delante, mirando por encima del hombro y haciéndole señas de que la siguiera. Quiso decirle que de acuerdo, que ya iba, pero seguía sin poder hablar. Deseaba seguir a su hermana más que nada en el mundo. Fuera a donde fuese, sería lo mejor que le habría ocurrido nunca.

Algo volvió a golpearlo como un martillo neumático en el pecho. De repente se sintió furioso. ¿Quién hacía eso, quién trataba de impedir que se fuera con su hermana?

Estaba de vuelta en el pasillo blanco, pero no veía a Niamh por ningún lado. ¿Se habría cansado de esperarlo? Y eso fue todo, el pasillo blanco desapareció para siempre, reemplazado por algo extraño y borroso, como la imagen de un televisor en blanco y negro con interferencias. Y sentía un dolor cegador, como si en su cerebro estuviesen lanzando rayos.

Había una palabra para describir cómo se sentía, pero tardó un buen rato en encontrarla en su cerebro achicharrado. «Desconsolado», esa era la palabra. Estaba en pleno viaje hacia un lugar maravilloso, y había aparecido algún cabrón para detenerlo. Entonces empezó a desvanecerse, a deslizarse de nuevo hacia la oscuridad, hacia el olvido. No hubo pasillo blanco esta vez, solo noche interminable.

TERCERA PARTE
Mañana
Los perros que dejaron atrás

¿Qué quería decir con que se había ido? ¿Que se había ido? ¿Adónde? ¿Y por qué?

—A visitar a una tía anciana que se ha puesto enferma —respondió él.

Nunca había mencionado que tuviese una tía, y mucho menos una que pudiese caer enferma.

—Acaba de ponerse enferma —le explicó el señor Hunter con impaciencia.

Como si Reggie fuese una pesada, como si fuera ella la que lo había llamado a él a las seis y media de la mañana, despertándola, aturdida de sueño e incapaz de entender por qué estaba el señor Hunter al otro lado de la línea diciéndole «Hoy no hace falta que vengas».

Por un instante, pensó que tenía algo que ver con el accidente de tren, y entonces, peor aún, que a la doctora Hunter y al bebé les había pasado algo, o, lo peor de todo, que la doctora y el bebé habían estado implicados de algún modo en el accidente de tren. Pero no, la llamaba a una hora intempestiva para hablarle de una tía enferma.

—¿Qué tía? —quiso saber, desconcertada—. Nunca mencionó a una tía.

—Bueno, supongo que Jo no te lo cuenta todo —respondió el señor Hunter.

—¿O sea que la doctora y el bebé están bien? ¿Seguro? ¿No están enfermos o algo así?

—Pues claro que no —contestó el señor Hunter—. ¿Por qué iban a estarlo?

—¿Cuándo se ha ido?

—Se fue hacia allá anoche, en coche.

—¿Hacia allá?

—Hacia Yorkshire.

—¿Dónde de Yorkshire?

—Hawes, ya que pides todos los detalles.

—¿Cómo dice?

—H-a-w-e-s. ¿Podemos dejar ya este interrogatorio? Mira, tómate unas pequeñas vacaciones, Reggie. Jo estará de vuelta dentro de unos días. Entonces te llamará.

Esa era la cuestión, por qué no la había llamado ya. La doctora siempre llevaba el móvil, decía que era su «tabla de salvación». Lo utilizaba para todo; el teléfono de casa era «de Neil», decía siempre. Aunque quizá estaba conduciendo y tenía demasiada prisa por llegar junto a aquella tía misteriosa para parar y llamarla. Pero la doctora Hunter no era la clase de persona que no llamaba. Hizo que se sintiera rebajada, un poco como una criada. ¿Cuándo se había marchado? «Anoche», según el señor Hunter.

Debía de estar oscuro como boca de lobo cuando se fue. Imaginó a la doctora Hunter conduciendo en mitad de la noche, bajo la lluvia, con el bebé dormido en su sillita en el asiento de atrás, o despierto y distrayendo a la doctora de la carretera mientras hurgaba en la bolsa del bebé en busca de una galletita de avena para tranquilizarlo, al tiempo que los
Grandes éxitos
de los Tweenies (los favoritos del bebé) contribuían a provocar un accidente. Era raro que la doctora Hunter se hubiese ido en coche hacia Yorkshire al mismo tiempo que el tren se alejaba de allí para internarse en el desastre, y en la vida de Reggie.

Ella tenía una tía en Australia; la hermana de su madre, Linda. «Linda y yo nunca estuvimos muy unidas», decía su madre. Cuando mamá murió, Reggie tuvo que soportar una incómoda conversación telefónica con Linda. «Tu madre y yo nunca estuvimos muy unidas —repitió Linda—. Pero lamento tu pérdida», como si la pérdida no fuese de ella en absoluto, sino algo que tuviese que soportar Reggie sola. Antes de la llamada, se había preguntado si Linda la invitaría a vivir con ella en Australia o al menos a pasar unas vacaciones («Oh, pobrecita, ven aquí y deja que cuide de ti»), pero estaba claro que a Linda ni siquiera se le había pasado por la cabeza semejante idea («Bueno, cuídate mucho, Regina»).

El día que tenía por delante le pareció de pronto muy largo y vacío. «Será agradable para ti disfrutar de un poco de tiempo libre», había dicho el señor Hunter, pero no era agradable en absoluto; ella no quería tener tiempo libre. Quería ver a la doctora Hunter y al bebé, quería contarle a la doctora lo ocurrido la noche anterior, hablarle del accidente de tren, de la señorita MacDonald, del hombre. En especial del hombre porque, si lo pensaba bien, el hecho de que estuviese vivo (si es que seguía vivo) no era cosa de Reggie sino de la doctora Hunter.

Había pasado toda la noche, o lo poco que quedaba de ella cuando se metió en la cama, revolviéndose con inquietud en el poco familiar entorno de la habitación de atrás de la señorita MacDonald, repasando los sucesos de las últimas horas y rebosante de excitación ante la idea de contárselo todo a la doctora Hunter. Bueno, quizá excitación no era la palabra adecuada, pues en las vías del tren había visto cosas terribles, pero Reggie había estado involucrada en ellas, como testigo y como partícipe. Habían muerto personas a las que conocía. Habían muerto personas a las que no conocía. Drama, esa era una palabra mejor. Y necesitaba hablarle a alguien de aquel drama. En concreto, necesitaba contárselo a la doctora, porque la doctora Hunter era la única persona que sentía algún interés por su vida, ahora que mamá se había ido.

La doctora Hunter la habría llevado a la cocina para poner en marcha la cafetera eléctrica, y la habría hecho sentarse a la bonita mesa de madera, y solo cuando hubiesen tenido delante sendas tazas de café y un plato de galletas de chocolate («Son normas estrictas de la casa, Reggie»), la doctora Hunter, con la cara radiante por la expectación, le habría dicho: «Bueno, Reggie, venga, cuéntamelo todo», y ella habría inspirado profundamente antes de decirle: «¿Sabe ese accidente de tren que hubo anoche? Yo estuve allí».

Y ahora, por culpa de alguna tía, una tía que vivía en H-a-w-e-s, no tenía a nadie a quien contárselo. Aunque, por supuesto, la doctora Hunter habría estado en el trabajo cuando ella llegara y solo estaría el señor Hunter («¿Cuál es la historia de tu vida, Reggie?»), que no era precisamente un público apetecible.

Reggie bajó a la cocina de la señorita MacDonald, puso en marcha el hervidor y echó unas cucharadas de café instantáneo en una taza con «Creo en los ángeles» escrito. Mientras esperaba a que el agua hirviera, metió su asquerosa ropa de la noche anterior en la lavadora; luego encontró un pan blanco medio duro en la panera, lo convirtió en una torre Jenga de tostadas y mermelada y encendió el televisor justo a tiempo de ver las noticias de las siete en la GMTV.

—Quince personas muertas, cuatro en estado crítico, muchas gravemente heridas —anunció la locutora con su mejor cara seria.

Pasó la transmisión a un reportero que estaba «en directo en el lugar de los hechos». El hombre, que llevaba gabardina y aferraba un micrófono, procuraba que no se notara que estaba muerto de frío, ni que había acudido a toda prisa a Escocia a través de la noche, como un demonio necrófago, con la adrenalina por las nubes ante la idea de un desastre.

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