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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (13 page)

BOOK: Esperando noticias
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—Las ocho menos diez —le dijo a la mujer de rojo—. ¿Adónde va este tren?

—A Edimburgo —respondió ella, justo cuando un joven que se abría paso tambaleándose a través del vagón tropezó y se precipitó sobre Jackson, aferrándose a la lata de cerveza que llevaba, como si esta fuera a impedir que se cayera.

Jackson se incorporó de un salto, no tanto para salvar al tipo como para salvarse él de acabar rociado de cerveza.

—Cuidado, caballero —exclamó, recurriendo por instinto a su tono autoritario, en tanto que utilizaba el peso de su cuerpo para enderezar al hombre.

Se acordó de la oveja de aquella tarde. El borracho era más flexible que ella. Lo miró con ojos soñolientos, confuso por el «caballero», no muy seguro de si era o no objeto de un ataque, pues probablemente solo la policía se había dirigido a él con tanta educación. Empezó a farfullar algo incoherente, y, cuando el vagón dio un repentino bandazo, cayó cuan largo era, pese a los intentos de Jackson de sujetarlo.

Entre los ocupantes del vagón hubo cierto grado de alarma ante aquella sacudida inesperada en el avance del tren, pero no tardó en verse reemplazada por el alivio.

—¿Qué ha sido eso? —oyó preguntar a alguien.

—Probablemente unas hojas que no deberían haber estado en la vía —contestó alguien entre risas.

Todo muy británico. El del traje en cambio parecía muy agitado.

—Todo irá bien —lo tranquilizó Jackson, y pensó de inmediato: «No tientes al destino».

Julia creía en las Parcas (reconozcámoslo, Julia creía en absolutamente cualquier cosa). Creía que tenían «el ojo fijo en ti», y que, si no lo tenían, sin duda te andaban buscando, así que más valía no atraer su atención. Una vez que estaban en el coche, en pleno atasco de tráfico, y llegaban tarde para coger un ferry, Jackson había dicho:

—No pasa nada, estoy seguro de que lo conseguiremos.

Julia se había encogido con dramatismo en el asiento de al lado, como si le estuvieran disparando, y siseó:

—Chist, van a oírnos.

—¿Quiénes van a oírnos? —preguntó él.

—Las Parcas.

Jackson incluso había mirado por el espejo retrovisor, como si pudiesen ir en el coche de atrás.

—No las tientes —insistió Julia.

Y otra vez, en un avión que empezó a sacudirse en plena turbulencia, él le había cogido la mano.

—No durará mucho —dijo, y se vio sometido a la misma interpretación histriónica por parte de Julia, como si las Parcas fueran en el ala del 747.

—No asomes la cabeza —le advirtió Julia.

Jackson había preguntado inocentemente si las Parcas eran lo mismo que las Furias, y Julia respondió con tono misterioso:

—Ni se te ocurra decir eso.

Era asombroso lo mucho que había viajado con Julia; siempre andaban en aviones, trenes y barcos. Desde su ruptura, casi no había estado en ningún sitio, aparte de haber cruzado unas cuantas veces el Canal para ir a su casa del sur de Francia. Ahora la había vendido, de hecho, el dinero debería haberle llegado ese mismo día a su cuenta. Francia le gustaba, pero allí no acababa de sentirse en casa.

En ese momento le preocupaban menos las Parcas que la dirección en que viajaban. ¿De verdad se dirigían a Edimburgo? No había cogido el tren que iba a King's Cross, sino el que venía de King's Cross. La mujer que paseaba tenía razón: iba en la dirección equivocada.

La casa Satis

Cuando Reggie llegó a la lóbrega casa en Musselburgh, la señorita MacDonald abrió la puerta.

—¡Reggie! —exclamó, como si se asombrara de verla, aunque su rutina de los miércoles era invariable.

De ser una mujer que se enorgullecía de que nada podía sorprenderla, la señorita MacDonald había pasado a ser alguien que se asombraba ante las cosas más simples («¡Mira qué pájaro!» «¿Eso de ahí arriba es un avión?»). Tenía el ojo izquierdo inyectado en sangre, como si una estrella roja le hubiese explotado en el cerebro. Le hacía preguntarse a una si no sería mejor lanzarse en picado al vacío, pagar la cuenta y largarse pronto.

Advirtió que en casa de la señorita MacDonald no había ni rastro de la llegada de la Navidad. Se preguntó si eso iría en contra de su religión.

—La cena está servida —anunció la señorita MacDonald.

Todos los miércoles tomaban juntas una cena temprana, y luego la señorita MacDonald conducía hasta el otro extremo de Musselburgh (que Dios se apiadase de quien estuviese por las calles) para asistir a su reunión de «Sanación y oración» (que, reconozcámoslo, no le estaban yendo muy bien) mientras Reggie hacía los deberes y vigilaba a
Banjo
, el viejo perrito de la maestra. Cuando la señorita MacDonald volvía, con todos sus rezos cumplidos y las pilas espirituales cargadas, revisaba los deberes de Reggie ante un té con galletas, «una integral» para ella y un barquillo Tunnock al caramelo comprado especialmente para Reggie.

No sabía qué clase de cocinera habría sido la señorita MacDonald antes de que aquel tumor gruñón empezara a mordisquearle el cerebro, pero ahora era terrible. La «cena» solía consistir en pesados macarrones al queso o un pegajoso pastel de pescado, tras los cuales la señorita MacDonald se levantaba con esfuerzo de la mesa.

—¿Postre? —preguntaba, como si estuviera a punto de ofrecerle pastel de chocolate o crema quemada, cuando en realidad se trataba siempre del mismo yogur de fresa desnatado, que la observaba comer con una especie de placer ajeno que resultaba inquietante.

La señorita MacDonald ya no comía mucho ahora que a ella misma se la estaban comiendo.

La maestra tenía cincuenta y tantos años, pero nunca había sido joven. Cuando daba clases en la escuela, tenía pinta de haberse planchado a sí misma todas las mañanas y jamás había manifestado un solo indicio de conducta irracional (más bien al contrario), pero ahora no solo se había vuelto adepta de una religión de chiflados, sino que se vestía como si estuviera a un paso de convertirse en una vagabunda, y su casa ya estaba dos pasos más allá de la miseria. Decía que se estaba preparando para el fin del mundo. Reggie no acababa de ver cómo podía una persona prepararse para algo así; por otra parte, a menos que el fin del mundo ocurriera muy pronto, no parecía probable que la señorita MacDonald estuviese allí para verlo.

Esa noche fueron espaguetis demasiado cocidos. La señorita MacDonald tenía una receta que hacía que espaguetis de verdad salidos de un paquete supieran exactamente igual que si fueran de lata, lo cual era una proeza considerable.

Ante su plato de espaguetis, la maestra parloteaba sobre «el éxtasis», y si vendría antes o después de «la tribulación», o «la trib», según la llamaba ella con íntima familiaridad, como si la persecución, el sufrimiento y el fin de los tiempos se hallaran al mismo nivel de molestia que un atasco de tráfico.

La religión había introducido a la señorita MacDonald, más bien tarde, en la vida social, y a su iglesia (también conocida como «culto religioso rarito») le encantaba celebrar cenas a las que todo el mundo contribuía con algún plato, así como aburridas barbacoas. Reggie había estado en unas cuantas, insoportables, y había comido con cautela las cosas chamuscadas que le ofrecían.

La señorita MacDonald pertenecía a la Iglesia del rapto venidero, y ella misma estaba, como anunciaba con suficiencia, «lista para el rapto». Era una pretribulacionista («pretribista»), lo que significaba que la subirían al cielo a toda velocidad, en clase preferente, mientras todos los demás, incluida Reggie, tendrían que padecer grandes dosis de sufrimiento y aflicción («Setenta semanas, de hecho, Reggie»). De manera que la cosa no era tan distinta de la vida cotidiana. Había asimismo postribulacionistas que tendrían que esperar hasta después del sufrimiento, pero podrían saltarse el cielo y entrar directamente en el Reino del Cielo en la Tierra, «que es de lo que se trata», decía la señorita MacDonald. Había también miditribulacionistas que, como su nombre indicaba, ascendían en medio de todo el confuso proceso. Resumiendo, la señorita MacDonald se salvaría y Reggie no.

—Sí, me temo que vas a ir al infierno, Reggie —le decía con una sonrisa benévola.

Aun así, a Reggie le quedaba un consuelo: la señorita MacDonald no estaría allí dándole la lata con la traducción de Virgilio.

Siempre que ocurría alguna tragedia espantosa, desde cosas gordas, como accidentes de avión y bombas que explotaban, hasta cosas más pequeñas, como que un niño se cayera de la bici y se ahogara en el río o la muerte súbita de un bebé en una casa calle abajo, la señorita MacDonald lo atribuía a «la intervención de Dios». «Está llevando a cabo Sus misteriosos designios», comentaba sabiamente cuando veía a la gente huir despavorida de los desastres en las noticias de la televisión, como si Dios dirigiese una oficina secreta que traficase con el sufrimiento humano. Solo
Banjo
parecía capaz de conmoverla. «Espero que él se vaya primero», decía. Iba a ser una carrera entre la señorita MacDonald y su terrier viejo y contrahecho. Era sorprendente que ella fuera capaz de prodigar a
Banjo
todo aquel amor maternal y sensiblero, aunque también Hitler le tenía mucho cariño a su perra. («
Blondi
—le dijo la doctora Hunter—. Se llamaba
Blondi
.»)

El perro de la señorita MacDonald tenía un par de patas en el otro mundo; literalmente, pues a veces las de atrás le fallaban y se quedaba sentado en el suelo con expresión de absoluto asombro ante su repentina inmovilidad. A la señorita MacDonald había empezado a preocuparle que se muriese solo durante las veladas de sanación y oración a las que asistía los miércoles, de modo que ahora Reggie se quedaba con él, por si estiraba las patas. Había formas peores de pasar una velada. La señorita MacDonald tenía un televisor que funcionaba, aunque, por desgracia, no conexión por cable como los Hunter, y Reggie tenía a su disposición toda la biblioteca y comida caliente a cambio de sus desvelos; además, la congregación entera (de ocho miembros) siempre rezaba una plegaria por ella, y ese era un caballo regalado al que no estaba dispuesta a mirarle el dentado. Podía no creer en todo ese rollo, pero era agradable saber que alguien pensaba en su bienestar, aunque fuera el rebaño de chiflados de la señorita MacDonald, que le tenían lástima por lo de que era huérfana, lo cual a ella ya le parecía bien; en su opinión, cuanta más gente le tuviera lástima, mejor. Pero no la doctora Hunter. No quería que ella la considerase otra cosa que heroica y alegremente competente.

Cuando Reggie se acababa el yogur, la señorita MacDonald exclamaba con grandes aspavientos: «¡Dios santo, mira qué hora es!». Últimamente andaba siempre sorprendiéndose de la hora que era. «¡No pueden ser las seis!» o «¿Las ocho? Parece que sean las diez» y «En realidad no es esa hora, ¿verdad?». Cuando diese comienzo todo el sufrimiento y la aflicción, Reggie la imaginaba volviéndose hacia ella para decirle: «¡No puede ser ya el fin del mundo!».

¿Existía acaso alguna clase de lotería (ella imaginaba una tómbola) de la que Dios sacaba tu manera de irte? Ataque al corazón para él, cáncer para ella, y veamos…, ¿hemos tenido ya este mes algún terrible accidente de coche? No era que Reggie creyera en Dios, pero a veces resultaba interesante imaginarlo. ¿Se levantaba Dios una mañana de la cama y abría las cortinas (su Dios imaginario llevaba una vida muy doméstica) y pensaba «Hoy me apetece que alguien se ahogue en la piscina de un hotel. Hace mucho que no tenemos ese caso»?

La Iglesia del rapto venidero era una religión inventada, pues en realidad consistía en un puñado de gente que creía cosas increíbles. Ni siquiera tenían un local, sino que celebraban los servicios en las salas de estar de sus miembros de forma rotatoria. Ella nunca había asistido a uno de esos servicios, pero imaginaba que se parecerían mucho a las cenas en que todos aportaban algo, con debates sobre opiniones dispensacionalistas y futuristas, mientras se pasaban una bandeja de rollitos de higo. Con la única diferencia de que
Banjo
no asistía para babear y gruñir al ver los rollitos de higo.

—Dios nunca me bendijo con hijos —le dijo la señorita MacDonald en cierta ocasión—, pero tengo a mi perrito. —Y añadió—: Y te tengo a ti, por supuesto, Reggie.

—Pero no por mucho tiempo, señorita Mac —respondió. Por supuesto que no le había dicho eso. Pero era cierto.

Lo espantoso era que la señorita MacDonald era lo más parecido a una familia que tenía. Reggie Chase, huérfana de la parroquia, la pobre Jenny Wren, la pequeña Reggie, la niña fenómeno.

Reggie lavaba los platos y limpiaba los peores rincones de la cocina. El fregadero daba asco, con comida podrida en el sifón, bolsitas de té usadas, un trapo mugriento.

Nadie parecía haberle dicho a la señorita MacDonald que la limpieza era importante en la viña del Señor. Reggie vertía lejía pura en las tazas manchadas de té y las dejaba en remojo. La señorita MacDonald tenía tazas en las que se leían frases como «Jesús lo es todo» o «Dios te está mirando», algo que a Reggie le parecía improbable, pues seguramente Dios tendría cosas mejores que hacer. Mamá tenía una taza de la boda de Carlos y Diana que había sobrevivido al matrimonio de estos. Mamá idolatraba a lady Di y se lamentaba con frecuencia de su fallecimiento. «Se ha ido —decía negando con la cabeza con incredulidad—. Así, tal cual. Todo ese ejercicio para nada.» El culto a Diana era lo más parecido que tenía mamá a una religión. Puestos a elegir una religión, Reggie también se decantaría por Diana, por la auténtica: Artemisa, la diosa de la pálida luna, de la caza y la castidad. Otra virgen poderosa. O por Atenea, la de los ojos brillantes, sabia y heroica, una virgen guerrera.

Lo lógico habría sido que, con su conocimiento de los clásicos, la señorita MacDonald hubiese elegido a un dios de un panteón más interesante: a Zeus, que arrojaba rayos como jabalinas, o a Febo Apolo, que conducía sus fogosos caballos a través de los cielos. O, teniendo en cuenta el tumor que le crecía como una seta, a Higea, diosa de la salud, y a Esculapio, dios de la curación.

Reggie dividió la basura entre los cubos rojo, azul y marrón. La señorita MacDonald no reciclaba nada, debía de ser la persona menos verde del planeta. No tenía sentido preservar la Tierra, le explicaba con tono amable, porque el Juicio Final no tendría lugar hasta que absolutamente todo sobre el planeta hubiese sido destruido: cada árbol, cada flor, cada río. Hasta la última águila, el último búho y el último panda, las ovejas en los campos, las hojas en los árboles, la salida del sol y las carreras de los ciervos. Todo. Y la señorita MacDonald estaba deseando que sucediera. («Qué mundo este», habría dicho mamá.)

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