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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (17 page)

BOOK: Esperando noticias
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Pensó que quizá debería apostar un coche ante la casa durante las fiestas. Si David Needler iba a volver, la Navidad parecía un momento propicio, una época de paz y amor y todo eso. Esperaba que lo hiciera; le habría gustado llevarse un vehículo de respuesta inmediata, arrancar al jefazo de sus festejos navideños para que diera la orden de matar a tiros a ese cabrón.

Le sonó el teléfono. Patrick. Estaría preguntándose dónde se había metido. Ella misma se lo preguntaba. Miró el reloj. Jesús, las seis en punto. A la porra los suflés horneados dos veces, los cuñados tendrían que conformarse con una tortilla.

—¿Louise?

—Sí.

Le pareció que sonaba eficiente, quizá incluso un poco cortante. Debería estar diciéndole «Lo siento muchísimo, te estoy fallando», etcétera, pero no parecían dársele bien las concesiones mutuas, los tira y afloja, el compromiso y la negociación que entrañaba una pareja. Le daba la sensación de llevar toda la vida haciendo eso con Archie, y no podía empezar otra vez con un hombre adulto. A Patrick no parecía importarle en realidad, pero podía apostar hasta el último centavo a que algún día sí le importaría.

Debería haber comprado las flores. Con ellas habría parecido que todo aquello le importaba. Y le importaba. Pero posiblemente no lo suficiente.

—Voy de camino a casa —dijo—. Lo siento.

—Ahora no estás de servicio, ¿no? —le recordó él con suavidad.

—Ha surgido algo.

—¿Dónde estás? Estás en Livingston, ¿verdad? Sentada en el coche ante la casa de esa mujer. Lo tuyo es una obsesión, cariño.

—No, no lo es. —Sí lo era, pero bueno—. Y se llama Alison, no «esa mujer».

—Perdona. Hace mucho que él se ha ido, ¿sabes? Needler no va a volver.

—Sí va a volver. ¿Te apuestas algo?

—No soy de los que andan haciendo apuestas.

—Ya lo creo que sí, eres irlandés. En todo caso, no tardaré en llegar a casa. —Y añadió, por si acaso—: Lo siento. —Últimamente parecían pasarse un montón de tiempo disculpándose. Quizá era buena cosa, demostraba que tenían modales.

La cortina de Alison Needler se abrió unos centímetros y apareció su rostro, pálido e incorpóreo, con el humo de un cigarrillo formando volutas en torno a su cabeza, como un aura. No solía fumar cuando estaba con los niños; antes ni siquiera fumaba, antes había tenido una vida normal, como administrativa a media jornada en Napier, con tres hijos, un marido, una bonita casa en Trinity, no aquel sitio deprimente de granito gris y con basura en el jardín vecino. En realidad, no era normal en absoluto; solo parecía normal. Corriente. La cortina se cerró y Alison desapareció.

A Louise le importaban Alison Needler y Joanna Hunter. A Jackson Brodie le preocupaban las chicas desaparecidas, quería encontrarlas a todas. Louise, para empezar, no quería que se perdieran. Había muchas maneras de perderse, y no todas ellas implicaban desaparecer. No todas implicaban esconderse; a veces, las mujeres se perdían allí mismo, a la vista de cualquiera. Como Alison Needler, haciendo concesiones, desapareciendo en el seno de su propio matrimonio, un poco más cada día. La hermana de Jackson bajando de un autobús y perdiendo la vida una noche, bajo la lluvia. Gabrielle Mason, desaparecida para siempre una tarde de sol radiante.

Al pensar en Jackson Brodie, el corazón le dio un pequeño vuelco culpable. Mala esposa.

Ya no había presencia policial constante ante la casa de los Needler. Solo Louise se acercaba con el coche para montar guardias a horas perdidas del día y de la noche; hasta que el tramo de la M8 entre Edimburgo y Livingston formó un surco en su mente. Había algo meditativo en vigilar a Alison. Un día, David Needler iba a volver. Y cuando lo hiciera, Louise lo atraparía.

Puso en marcha el motor y Alison Needler reapareció en la ventana. Louise levantó la mano, pero Alison no contestó a su gesto de despedida.

Patrick había encargado un «banquete para cuatro» en un restaurante chino de la zona. Habían probado varias veces la comida de ese sitio y a ella siempre le pareció bien, pero ahora, bajo la nariz larga y algo bulbosa de la hermana mayor de Patrick, Bridget, el contenido de los pegajosos envases de aluminio se veía menos apetecible.

En el trayecto de vuelta, Louise estaba tan muerta de hambre que estuvo a punto de ceder a sus genes escoceses y pararse en un puesto de pescado frito, pero en cuanto cruzó el umbral de su casa («su casa», no «su hogar»), se quedó de algún modo sin apetito.

—Lo siento, me han entretenido —les dijo a sus nuevos cuñados al entrar por la puerta.

Lo que deseaba hacer era desnudarse y darse una ducha caliente, pero ya estaban todos sentados a la mesa, esperándola. Se sintió como una adolescente recalcitrante al volver tarde a casa. Imaginó que algo parecido debía de sentir Archie y sintió una punzada en algún lugar de las entrañas. Deseó tener allí a su hijo, deseó estrecharlo entre sus brazos. No al Archie de ahora, sino al del pasado. A su niñito.

Patrick sirvió una copa de vino tinto y se la tendió. A ella le vino a la cabeza una antigua balada escocesa: «El rey se sienta en la ciudad de Dunfermline, a beber vino rojo como la sangre». El vino tinto no pegaba con la comida china, ¿parecería grosera si iba a la cocina y sacaba una cerveza de la nevera? (La obvia respuesta era «Sí».) Patrick llenó su propia copa y brindó con ella.

—Bienvenida a casa —le dijo con una sonrisa.

Louise ya veía el fondo de su copa.

Bridget picoteó con los palillos de una bandeja de pollo agridulce y probó un bocado. La comida se veía aún menos apetecible ahora que Patrick la había servido en los platos Wedgwood de su vajilla de bodas. De su primera vajilla de bodas, de cuando se casó con Samantha. La primera señora De Winter, su última duquesa.

Bridget debía de haber comido montones de veces en aquella vajilla Wedgwood. Buena comida casera preparada con esmero por Samantha, porque a ella le importaba hacer feliz a Patrick. («No era así, qué va —decía Patrick—. Sam era anestesista. Trabajaba casi tanto como yo.»)

¿Qué estaba haciendo? Estaba viviendo con los objetos de una mujer muerta. Pero no en la casa de una mujer muerta, no estaba tan loca. Patrick seguía viviendo en «el hogar familiar» cuando se conocieron, una casa realmente preciosa en Dick Place, la clase de casa en que la pequeña Louise solía imaginar que viviría cuando compartía con su madre un pisito de dos habitaciones en la última planta. Aun así, Patrick no dudó en vender la casa de Dick Place —por una suma increíble de dinero—, y se compraron un dúplex nuevo y pijo cerca del hospital Astley Ainslie. Por fuera era espantoso, con molduras de madera y balcones metálicos, pero el interior rezumaba cierto lujo empresarial y anodino que Louise encontraba extrañamente atractivo. Al principio parecía tan esterilizada como un quirófano, pero no tardó en llenarse con las cosas de la antigua casa de Patrick y perdió su neutralidad. La primera señora De Winter seguía presente en sus pertenencias. Patrick le había ofrecido cambiarlo todo, «hasta la última cucharilla de café», y Louise le contestó: «No seas tonto», aunque eso era exactamente lo que habría querido que hiciese, pero sin que ella hubiese tenido que pedírselo. Antes de que te cases, mira lo que haces.

Patrick y Samantha tenían cosas bonitas: la Wedgwood, la cubertería de plata, los manteles de damasco, los servilleteros, la cristalería. Regalos de boda, el ajuar de un matrimonio tradicional. Sus posesiones parecían las de una refugiada al lado de las de Patrick; una refugiada que pasaba mucho tiempo en Ikea. Cuando abrió por primera vez el baúl de la ropa blanca (un baúl de la ropa blanca, ¿quién tenía un baúl de la ropa blanca? Patrick y Samantha, quiénes si no), se había alarmado ante el contenido pulcramente planchado y almidonado, como si no lo hubiesen aireado desde que Samantha se sentó por última vez al volante de su coche.

Recordaba una balada o un poema ambientado en una época lejana, en que se celebraba una boda en una gran casa y todos los invitados jugaban al escondite como parte de la fiesta (imagínate algo así ahora). La recién casada se había escondido en un enorme baúl, en una parte recóndita de la casa donde a nadie se le ocurrió buscarla. La tapa del baúl tenía un muelle oculto y solo podía abrirse desde fuera; la joven se asfixió allí dentro antes de haber pasado siquiera la noche de bodas. Encontraron su esqueleto años después, ataviado con el traje de novia. Enterrada viva, pero algunas relaciones eran también así. Quién sabía, a lo mejor a la pobre novia le había ido mejor muerta. Alison Needler decía que su ex marido la habría tenido «encerrada en una caja de haber podido». «La novia de Mistletoe», así se llamaba el poema. Si esperabas el tiempo suficiente, tu memoria venía a tu encuentro. Un día dejaría de hacerlo.

—¿Cariño?

Patrick estaba de pie a su lado, sonriéndole. Había abierto otra botella de vino y rodeado la mesa como un camarero, rellenando las copas. Le pellizcó levemente el hombro, y Louise le devolvió la sonrisa. Era, con mucho, demasiado bueno para ella. Demasiado simpático. Hacía que sintiera deseos de portarse mal, de comprobar hasta qué punto podía empujarlo, aplastar toda aquella simpatía. ¿Tienes quizá algún pequeño problema con la intimidad, Louise?

—Bueno, brindemos de nuevo —dijo Patrick cuando se hubo sentado.

Hicieron entrechocar las copas y el cristal resonó como una campanilla. Llamándola a casa. No a aquella casa, sino a otra que no había descubierto todavía.

—Salud —brindó Tim.

Y Louise lo repitió en gaélico, solo para recordarles que ahora se hallaban en su tierra. Resiguió con un dedo el borde de la copa. La copa de Samantha.

—¿Louise?

—¿Mmm?

—Estaba diciéndole a Patrick —explicó Bridget— que deberíais venir a visitarnos este verano.

—Sería estupendo, no he estado nunca en Eastbourne. ¿Estáis cerca de la playa?

—Es Wimborne, en realidad. No está en la costa —respondió Bridget.

Dentro de aquel cuerpo pagado de sí mismo, metido en carnes y de clase media de Bridget podía haber un ser humano perfectamente decente. O no.

Louise apuró la copa de vino y hurgó en busca de su propia adulta interior. La encontró. Volvió a perderla.

—Hay helado en la nevera —dijo Patrick, y añadió, dirigiéndose a Bridget—: Cherry Garcia, ¿te gusta?

—¿Qué significa eso? —preguntó ella con voz quejumbrosa—. Nunca lo he entendido.

—Es por Jerry Garcia, del grupo Grateful Dead —explicó Patrick—. Nunca fue tu estilo de música, Bridie. Creo recordar que tú eras fan más bien de
Mamá y sus increíbles hijos
.

—¿Y tú no lo eras? —intervino Louise—. No me parece que tengas pinta de haber sido fan de los Dead.

—A veces me pregunto con quién crees que te has casado —contestó él.

¿Qué significaba eso? Patrick se levantó y empezó a recoger los platos. La comida, fría y solidificada, tenía ahora un aspecto asqueroso.

—Voy a buscar el helado —dijo Louise, levantándose tan deprisa que estuvo a punto de volcar la copa de Tim. Se las apañó para cogerla justo a tiempo.

—Buena parada —murmuró él.

Qué inglés era. Una clase de persona muy diferente de ella. Tuvo una reacción visceral instintiva ante el acento de aquella cultura dominante. Era gracioso cómo te percatabas a veces de que estabas sola en una habitación llena de gente. Bueno, con cuatro personas, una de las cuales eras tú. Una extraña en tierra extraña, una Ruth espigando en un campo ajeno de clase media.

En lugar de ir derecha a la cocina, corrió escaleras arriba hasta su dormitorio (el dormitorio de los dos) y sacó los anillos de la caja fuerte. La caja había sido una condición de la compañía de seguros dado el valor del brillante. Cuando cambió la póliza, la nueva compañía insistió en que instalara cámaras de seguridad y una caja fuerte. «Por el anillo, señora Brennan», le dijo la chica al otro lado de la línea telefónica. Nunca en la vida la habían llamado «señora Brennan», y no pudo creer la cantidad de bilis que corrió de pronto por sus venas al oír la palabra «señora», y no solo por eso, pues, por si fuera poco, la chica la había llamado por el apellido de Patrick, como si fuera uno de sus enseres. La desconcertaban las mujeres que se cambiaban el apellido al casarse; el apellido era lo más cercano al propio ser que una tenía. A veces, el apellido era lo único que tenías. Joanna Hunter se cambió el apellido al casarse, pero cualquiera lo habría hecho, ¿no? Al menos podía aferrarse al título de «doctora» para tener una identidad. Si ella estuviera en el pellejo de Joanna Hunter, se habría cambiado el apellido mucho antes de casarse. No habría querido que la conocieran para siempre como la niñita que se perdió en aquel maldito campo de trigo. Louise podía no haber tenido una infancia idílica, pero había sido muchísimo mejor que la de Joanna Hunter.

—Soy la inspectora jefe Monroe —le dijo con frialdad a la chica de la compañía de seguros—, no la señora Brennan.

Solo más tarde, se enteró de que Patrick había comprado el anillo de brillantes con parte del dinero del seguro de vida de Samantha. Bien mirado, se trataba en efecto de un diamante manchado de sangre.

No llevaba con frecuencia el gran brillante, solo a veces, cuando salían a algún sitio. Patrick la hacía ir a sitios, al teatro, restaurantes, la ópera, conciertos, cenas, e incluso, que Dios la ayudase, a funciones benéficas para recaudar fondos, en las que los ricos y los más ricos se codeaban a dos mil libras el cubierto. Faldas escocesas y danzas tradicionales, la idea de Louise del infierno. Aun así, la ayudaba a comprender hasta qué punto había dejado que su vida se volviese limitada: hasta entonces, había consistido tan solo en Archie, el trabajo y el gato, aunque no necesariamente en ese orden. Y ahora el gato estaba muerto y Archie desplegaba las alas.

—Vive tu vida, Louise —le decía Patrick—, no te limites a soportarla.

Tampoco llevaba la alianza de boda. Patrick llevaba la suya. Nunca mencionaba que ella no la llevase, ni el brillante de la caja fuerte. Tendida en la cama por las noches, veía los anillos lanzar destellos en la oscuridad, incluso con la caja cerrada. Un anillo de oro. Un anillo que le oprimía el corazón. El corazón de las tinieblas. Tinieblas para siempre.

En cierta ocasión había habido otro hombre. La clase de hombre con el que se habría imaginado hombro con hombro, un compañero de armas; pero habían sido tan castos como los protagonistas de una novela de Austen. Todo sentido y ninguna sensibilidad, sin la más mínima persuasión. Había mantenido un vago contacto con Jackson, pero la cosa no había llegado a ningún sitio, porque no tenía adónde ir. Él tenía una novia embarazada y ninguno de los dos había hablado de las consecuencias de ese bebé en sus ocasionales y ebrios mensajes de texto de madrugada. Entonces la novia embarazada lo dejó y le dijo que el bebé no era suyo, y tampoco habían hablado de las consecuencias de eso. Quizá solo había sido ella la que estaba borracha. En realidad no era bebedora («Solo los días que acaban en “s” o en “o”»); nunca recorrería la misma senda que su madre, pero a veces, antes de conocer a Patrick, se había encontrado deseando servirse la primera copa de la velada con un ansia que iba más allá de la agradable expectativa. Ahora su ingesta de alcohol seguía el civilizado régimen de Patrick: una copita o dos de buen vino tinto con las comidas. Ya le iba bien, era de las que se ponían sensibleras cuando bebían.

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