Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (13 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...

Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: «A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?». Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: «Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?». Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.

Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.

Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo finalmente las cosas en orden. La pucha.

La hipotética resurrección de Baltasar Quiñones

Cuando la discusión empezó a acalorarse, y algunos gritos destemplados rompieron como un ladrillazo los cristales blancos de la siesta, dejé de escribir y levanté la vista. A esa hora, y con ese calor, en el bar no había más de una decena de parroquianos. En torno al billar, cuatro muchachos vociferaban en medio de grandes ademanes y de gestos teatrales. Me tranquilicé al reconocerlos: eran buena gente, que vivían con sus padres a pocas calles de mi casa.

—Deja de decir estupideces, Miguel, te lo pido por lo que más quieras. —El que hablaba tenía los brazos levantados al cielo, como pidiendo a Dios que se apiadara de ese tonto que tenía frente a sí.

—¡Que no es ninguna estupidez, te digo! —El otro hablaba adelantando las manos sobre el billar, como si de ellas se derramara la verdad a chorros.

—Ves cualquier imbecilidad en la tele y la crees a pies juntillas, Miguel. No seas inocente, ¿quieres?

—¡Qué la tele ni qué ocho cuartos, Antonio! Que lo que digo no tiene nada que ver. ¿Acaso no tengo toda una caja llena de cosas y cosas sobre Baltasar Quiñones? ¿Acaso no me has visto desde niño rastrear cada recorte, cada retrato, cada rastro por insignificante que fuera?

—Y por eso te digo lo que te digo, hombre. Estás tan embotado con esas teorías sobre Baltasar que apenas cualquier idiota aparece diciendo porquerías en la tele tú sientes que por fin alguien te entiende, muchacho.

Yo había amagado con retomar la escritura. Cuando salgo de mi trabajo en el Registro paso por allí y escribo los que llamo mis «apuntes inútiles», hasta que el plomo del sol se apacigua y me permite volver a casa y sentarme en la galería fresca a tomar café y platicar con Magdalena. Pero cuando escuché el nombre de Baltasar Quiñones comencé a prestar atención.

Aquel al que habían llamado Miguel resoplaba con los brazos apoyados en el borde del tapete, buscando aliento para serenarse. Era un muchacho joven, de no más de veinte años, moreno y pequeño. El otro, el tal Antonio, era algo más alto, de cabello castaño claro y nariz ganchuda. Era una nariz inusual para nuestros pagos serranos, en los que casi todos tenemos narices chatas y anchas que nos vienen de nuestros antepasados indios. Enseguida Miguel retomó la discusión.

—Aquí mismo tengo mis recortes, y voy a demostrarte lo que te digo, para que de una vez por todas veas que tengo razón y dejes de hacerte el sabelotodo.

—¡No, por favor, los recortes no! ¡Piedad! —protestaron Antonio y los otros dos a coro. Se burlaban poniéndose de rodillas alrededor de su amigo y levantando sus manos hacia él, como si el otro fuese a torturarlos o algo por el estilo.

—¡Cualquier cosa menos los recortes, Miguel, te lo suplicamos! —Era evidente que en discusiones como ésa el muchacho solía echar mano a su archivo.

—Son una manada de idiotas, ¿lo saben? —Miguel carraspeó algunas veces para aclararse la garganta y dar cierta solemnidad a su tono de voz—. Voy a demostrarles cabalmente que lo que digo es cierto: Baltasar Quiñones está vivo, goza de buena salud, y desde algún punto de la patria se ríe a carcajadas de todos los imbéciles (como los aquí presentes) que se empeñan en creer que murió hace veinte años.

Si necesitaba algo para abandonar definitivamente mi cuaderno de notas eran esas palabras. Pedí otro café y me dispuse a escuchar al muchacho con vivísima curiosidad. Varias veces en esos años había escuchado en la radio o en la televisión a ciertos charlatanes desconocidos repitiendo la misma cantilena. Y me había hecho siempre el propósito de oír con atención aun a los más ineptos. Pero siempre recurrían a los mismos argumentos gastados y endebles, de modo que escucharlos me conducía antes al aburrimiento que al desasosiego. Pero nunca me había sucedido presenciar una exposición como la que se avecinaba. Y el jovencito parecía serio. Se había tomado el trabajo de recopilar un buen número de datos y registros de todo tipo sobre Baltasar Quiñones. De modo que valía la pena.

II

El nuestro es un país muy pequeño, y aún más pobre. Amamos el fútbol hasta la adicción, hasta la enfermedad, hasta la saturación. Un país pequeño, pobre y casi desconocido, si no fuese precisamente por Baltasar Quiñones, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Por lo menos así se piensa aquí.

Baltasar nació en una aldea rural en 1950. Debutó en Primera División a los quince años. Su equipo, gracias a sus goles, se coronó campeón durante cinco temporadas consecutivas. En 1970 fue vendido a Europa en una cifra similar a la mitad del producto bruto interno de mi patria para el mismo año. Jugó allí diez temporadas en medio de un éxito resonante. Hasta consiguió que mi país clasificara para un campeonato del mundo. Un milagro, si se consideran lo exiguo de nuestros recursos y las limitaciones de nuestras habilidades. Sin embargo, no pudo jugarlo a raíz de una fractura que lo tuvo seis meses en cama. En sus años europeos Baltasar no perdió el tiempo. Entendiendo que la vida le había brindado una oportunidad única, se dedicó a educarse con el mismo tesón que ponía en los entrenamientos. Eligió un tutor francés que, si dejó de lado para economizar tiempo las ciencias matemáticas y naturales, lo educó pacientemente en las humanidades y las ciencias del espíritu. Y no fue un esfuerzo inútil. Antes de cumplir los veinticinco Baltasar había sido capaz de rendir libre sus estudios secundarios, y por su porte y su léxico bien podía pasar por un joven de clase media acomodada, educado en alguno de los buenos colegios confesionales que tenemos en la Capital.

Se casó sin estridencias con una jovencita de su pueblo de la sierra. Tuvo tres hijos, una niña y dos varones, y volvió de Europa cuando cumplió los treinta y un años, advirtiendo tal vez antes que el resto la fatiga incipiente de sus músculos y sus huesos. Durante esa década pasada en tierras lejanas, la adoración del pueblo para con él había desbordado ya cualquier límite. El día de su regreso se decretó feriado nacional y se tapizó de flores la Plaza de la República, se sucedieron los discursos y las manifestaciones callejeras y el presidente de la Nación lo saludó con los honores que sólo se habían visto en la histórica visita de Su Santidad el Papa. Cuando lo del secuestro de su familia, el país entero estuvo durante nueve días con el alma pendiente de un hilo. La televisión transmitía comunicados gubernamentales en los cuales se daba cuenta de los avances del caso. Los diarios publicaban enormes fotografías de su mujer y sus hijos, y ofrecían fantásticas recompensas a quienes suministraran datos fehacientes para hallarlos sanos y salvos. El presidente de la Nación convocó para el rescate a una fuerza norteamericana especializada que llegó montada en seis helicópteros monumentales.

Sé que Quiñones pasó los nueve días sentado en una silla mirando una pared blanca y rezando rosarios. La culpa le comía las entrañas. No sólo era el hombre más célebre de mi patria. También era el más acaudalado. ¿Cómo había sido tan cándido de ignorar el peligro? ¿Cómo había sido tan estúpido como para volver al país, a nuestro pobre, a nuestro miserable país, sin tomar en cuenta el tamaño fabuloso de su riqueza? En nueve días no probó bocado. Apenas aceptó agua de vez en cuando y dormitó algún que otro rato sentado en esa silla frente a esa pared blanca.

La noticia de la liberación le llegó a las diez de la mañana del día noveno, y el alivio fue tal que se consideró nacido de nuevo.

La historia pública de Quiñones no culminó entonces. Como se avecinaban las eliminatorias para el mundial de 1982, se organizó un plebiscito para solicitarle, fervor popular mediante, que retornara al fútbol. Los opositores al proyecto no sumaron siquiera el uno por ciento. Baltasar había asegurado que no volvería a jugar en ningún club de la patria, pues temía ofender a los simpatizantes de los restantes. Pero siendo la selección y luego del plebiscito, se sintió en la obligación de aceptar. Su rol en esos partidos de eliminatorias fue decisivo. Nuestra selección ganó dos por penales cometidos contra él. Y otros dos con goles anotados por él mismo.

Y luego la catástrofe. La que el gobierno definió como «la peor desgracia jamás sufrida por la patria desde su independencia». El accidente aéreo sobre la Cordillera, al retornar del partido contra Costa Rica. Toda la selección y el cuerpo técnico. El duelo nacional por todos los muchachos, es cierto. Pero el dolor inocultable, el desgarramiento, el vacío imperecedero por Quiñones. A los treinta y dos años, un mes y doce días de vida. Capricho inconsolable del destino. Después, la semana de duelo, el mausoleo, el entierro con pompas idénticas a las de nuestro último dictador vitalicio. El feriado nuevo el 10 de mayo, por el aniversario de su nacimiento. Las calles y los hospitales con su nombre. La condecoración póstuma a sus deudos. Su joven viuda y sus tres niños ocupando páginas y páginas de nuestros semanarios, desgarrando el alma del país entero con sus rostros de huérfanos célebres. El nuestro es un pueblo emotivo y creyente. Estaba todo dado: el héroe plagado de virtudes; su papel estelar en las batallas futbolísticas nacionales; su muerte trágica en la flor de la juventud y en el cumplimiento del deber. Bastó que un par de ancianas declararan haber sido sanadas de males incurables a partir de la mediación celestial de Baltasar para que el lugar del accidente aéreo se convirtiera en un altar de peregrinación, para que proliferasen las estampas, para que brotaran de la nada las velas con su nombre grabado en doradas letras góticas, para que los retratos ganaran las paredes de las casas y los cristales de los buses, de los camiones y de los automóviles. Varios escritores mediocres se llenaron los bolsillos publicando biografías suyas; y el gobierno emprendió la filmación de un largometraje épico sobre la vida y tragedia del prócer, que se estrenó con toda pompa en el aniversario de nuestra independencia.

Nuestra gente se resigna mal a la chatura de lo cotidiano. De modo que brotaron por doquier teorías varias que fuesen capaces, si no de eliminar la realidad, al menos de embellecerla. Se dijo entonces que el avión había sido víctima de un atentado dinamitero encargado por el gobierno, ya que nuestro actual presidente vitalicio temía que Baltasar fuese elevado a la presidencia perpetua por aclamación popular. Una variante de esa teoría aducía que los responsables del atentado eran, en realidad, miembros de la CÍA, porque nuestros rivales en las eliminatorias habían conseguido el apoyo norteamericano para clasificar para el campeonato mundial, y Baltasar era un obstáculo insalvable. Cuando llegó el informe oficial que declaraba que el accidente se había debido a un desperfecto técnico (cosa bastante creíble con nuestras aeronaves obsoletas), hubo quienes siguieron insistiendo con las teorías conspirativas, pero en general los ánimos se calmaron.

No faltaron tampoco quienes aventuraron la hipótesis que negaba la muerte del legendario Baltasar Quiñones. Se basaban en la circunstancia de que, a raíz de la magnitud del accidente, sólo unos pocos cuerpos pudieron ser reconocidos, y entre ellos no estuvo el de nuestro astro. En esa fuente abrevaron aquellos charlatanes de los cuales hablé más arriba. Salvo detalles superfluos, todas coincidían en que Baltasar había sobrevivido al accidente de algún extraño modo milagroso, ajeno a todas las leyes de la naturaleza. La animada charla de los muchachos tenía que ver, evidentemente, con la última aparición pública de uno de estos charlatanes de feria, que aseguraba haber encontrado a Baltasar Quiñones predicando el Evangelio en los arenales de la Ensenada. Había sido el miércoles por la noche. Era natural que un viernes a la hora de la siesta la cuestión siguiese generando ciertos ecos tardíos. Como siempre, el asunto acabaría por silenciarse con las noticias frescas del lunes.

III

El muchacho pequeño, Miguel, puso la caja sobre el tapete del billar, pese a las protestas que desde barra y sin mayor convicción ensayó el encargado del local. Sacó de ella dos grandes biblioratos que a duras penas lograban contener un fárrago descomunal de recortes de periódicos y revistas. Con movimientos cuidadosos, casi tiernos, los depositó sobre la pana verde. Era emocionante ver una devoción como aquella. Porque si bien, como ya he dicho, todos en mi patria comparten ese fanatismo por Baltasar Quiñones, ese chico no tenía más de veinte años, con lo que para la época del accidente apenas acababa de nacer. Toda su admiración la había construido de mentas, con los cuentos de sus mayores, con los pocos documentales disponibles con los goles del astro, con esos papeles amarillos que había recolectado y ordenado con obsesiva dedicación. Tal vez parezca imposible que un solo hombre, y para colmo un sencillo futbolista, sea capaz de suscitar sentimientos de semejante hondura. Pero así es mi pueblo.

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