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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (14 page)

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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—Primero, estimados ignorantes, voy a explicarles por qué Baltasar Quiñones pese a estar tal vez con vida no ha aparecido a la luz pública en los últimos veinte años.

Hizo una pausa y miró a sus interlocutores uno por uno. Los otros habían dejado momentáneamente de burlarse y lo escuchaban atentos. Me sorprendió gratamente su elocuencia, la riqueza de los matices de su voz, su amplio vocabulario. Tal vez si a alguien le fuere dado alguna vez leer estas páginas, su forma de hablar no le parecerá gran cosa. Pero yo, que debí emplear inconmensurables esfuerzos para dotarme de una educación más o menos aceptable, valoro mucho la cualidad de un vocabulario florido, sobre todo en regiones tan pobres como en la que vivimos.

—Digo «tal vez», porque no tengo certeza alguna de que hoy por hoy Quiñones siga con vida. Sólo sé de seguro que Quiñones no murió en ese accidente. —Alzó los brazos para contener los primeros gestos de fastidio de su escaso auditorio—. Atiendan, por favor: no sólo no murió allí, sino que ese accidente le dio la oportunidad de iniciar la vida con la cual hacía años venía soñando.

De nuevo se detuvo para dejar que sus palabras calaran en las tres cabezas que seguían sus pasos de ida y vuelta por el costado de la mesa de billar. Yo, por mi parte, debí admitir que sus ideas no tenían nada que ver con las especulaciones que había escuchado hasta entonces.

—Tengan en mente esta noción esencial: Baltasar encontraba difícil vivir en nuestra patria. Nosotros éramos unos críos entonces, pero imagínate Antonio: ¿cómo salir con amigos?, ¿cómo asistir a conciertos, a restaurantes?, ¿cómo llevar a los niños al parque?, ¿cómo evitar un enjambre permanente de fanáticos a su alrededor?

—Supongo que viviendo retirado en una mansión grande como un estadio, Miguelito —contestó Antonio.

—Error, amiguito, error. Baltasar... —aquí Miguel abrió uno de los biblioratos en una página ya señalada y levantó un recorte con la diestra— no se sentía a gusto en lugares exclusivos, ni le agradaba codearse con personas ricas y elegantes.

—Eso lo dices tú, para que tu héroe parezca un Robín Hood, niño inocente.

—De nuevo te equivocas, Antonio. ¿Recuerdas que mi primo mayor, Roberto, viajó a Europa el pasado enero? Pues le encargué que se diera una vuelta por la casa que ocupó Baltasar mientras estuvo en Milán. ¿Y adivina qué encontró? Un departamento sencillo, en un barrio sencillo. Y para entonces no me negarás que ya era el hombre más rico del país, ¿no es cierto?

—Pues lo haría de tacaño, Miguelillo. —Los otros tres rieron.

—Muérete. —Miguel decidió ignorarlo—. El hombre vuelve a su tierra, pero la gloria se interpone entre él y el mundo que quiere para sí. Lo había dicho una y mil veces, «el fútbol no es mi vida, es sólo un hermoso trabajo que me ha permitido mejorarla». ¿Te das cuenta, niño, te das cuenta? Baltasar quiere vivir tranquilo. Y quiere hacerlo en su país. No quiere ser un exiliado de lujo en los barrios altos o en un país europeo, o en la misma Norteamérica.

Los otros habían vuelto a callar.

—¿Comprenden? El hombre vuelve rodeado de gloria. Pero no tiene un solo árbol donde guarecerse del sol del amor público. ¿Cuáles son sus ambiciones? Tomemos un recorte al azar. Aquí está: semanario
La Hora
, publicado en Santa Catalina, febrero de 1981, cuatro meses antes de su desaparición. Tú me dirás que soy fanático, José, pero una vez tuve oportunidad de hablar con el periodista que hizo esta nota. Ahora es un cincuentón con cara de murciélago triste. Pero cuando le pregunté por esta nota se le iluminaron los ojos. Me dijo que Quiñones era un señor como no quedan. Que el semanario para el cual escribía era una publicación de mala muerte de aquella región perdida, pero que Baltasar jamás despreciaba a quien lo convocaba para un reportaje. Agregó que lo invitó a su casa a la hora en que su mujer y sus hijos hacían la siesta: «No lo tome a mal, pero no quiero robarles a los niños y a María más horas que las que les arrebaté todos estos años». El periodista le había contestado que claro, que faltaba más. Y en las dos horas siguientes Quiñones lo atendió como si el mundo se hubiese acabado y fueran los últimos dos sobrevivientes sobre la Tierra. Evitó los lugares comunes, pensó cada una de sus respuestas, convidó al periodista con refrescos y galletas, y antes de despedirlo le presentó a su familia.

Cuando Miguel hizo una nueva pausa, pasé mis ojos por los de sus tres improvisados alumnos. No había burla en sus miradas.

—Atiendan por favor a este recuadro pequeño. —Les marcó un breve apartado al pie de una página, destacado con un grueso marcador anaranjado y titulado «El sueño del héroe». El periodista interrogaba al astro sobre qué deseaba hacer ahora, cuando su retiro era cuestión de un par de años a lo sumo. «Quiero vivir tranquilo», respondía la estrella. «Quiero un pueblo tranquilo donde mis hijos crezcan sanos. Donde yo consiga un trabajo modesto y silencioso. Creo que eso es todo.»— ¿Me van siguiendo? Un hombre que no soporta la fama, y que sólo desea un futuro pacífico y anónimo. El periodista le pregunta, por supuesto, cómo piensa lograrlo. Y Baltasar, es claro, responde que no tiene la menor idea. No obstante, confía en que la pasión de la gente se calme con los años. «En el país han existido otros jugadores destacados, y con el tiempo la fama los ha dejado un poco de lado, ¿no le parece?» A lo que el periodista se permite replicar que, sin desmerecer a las viejas glorias, ninguna es comparable con Baltasar Quiñones. —«En todo caso», había respondido Baltasar, «el asunto demorará algún año más, eso es todo». Miguel guardó el recorte en su sitio.

—¿Continúo? —Los otros seguían mirándolo atentos—. Baltasar quiere vivir en el país, y quiere llevar una vida sencilla y silenciosa. Confía en que tarde o temprano la gente lo deje en paz. Sabe que no será fácil. Pero algún día podrá lograrlo. Y ahí surge el problema del dinero. Baltasar Quiñones es el hombre más rico de la patria. No hablo de que tema que sus amistades y sus familiares lo esquilmen, nada de eso. Baltasar es, a su regreso, un hombre educado. No es presa fácil para los embusteros. El problema es otro. Y el secuestro de su mujer y sus hijos se lo demuestra. No importa si pagó o no pagó una fortuna para que se los devolvieran, o si nuestra policía es magnífica y los liberó sin gastar un centavo. Baltasar ha sufrido como un condenado durante esos nueve días de cautiverio. Se culpa por no haberlos protegido. Se culpa por no haber sido él el secuestrado. Se culpa por haber ganado dinero. Se odia como nunca nadie lo ha odiado ni lo odiará en el futuro. Eso es lo que piensa mientras mira esa pared blanca frente a la cual se ha sentado a esperar la liberación o la muerte.

Hizo otra pausa. Por un minuto sólo se escucharon sus pasos sobre el piso de madera. Adiviné que yo no era el único que contemplaba con atención la escena. Los cuatro o cinco parroquianos que se hallaban desperdigados por el local estaban absortos en el discurso del muchacho.

—Cuando su familia aparece, toma a su mujer y a sus tres niños y se manda mudar de la capital. Pero no es una solución. Su pueblito de la sierra siempre será demasiado pequeño para que quepa en él toda su fama. Vuelve a la ciudad sólo cuando la última convocatoria para el seleccionado, pero para el caso da igual. Vean las fotos de esa época. Por primera vez Baltasar Quiñones es un hombre triste. ¿Lo ven aquí, en ésta, bajando del avión que lo trae del partido en Guatemala? ¿O en esta otra, en la entrega de premios a los deportistas de la década del 70? Baltasar Quiñones está preso. Preso de su gloria y de su dinero. Preso de la gratitud de cinco millones de compatriotas que siguen esperándolo todo de él. Preso de su decadencia física. Esa decadencia que los demás no conocen aún porque su genialidad le permite ocultarla y porque su entereza le obliga a exigirle a su cuerpo esfuerzos insoportables.

—Espera un minuto, Miguel. —Ahora la voz de Antonio no era burlona, sino reflexiva y profunda—. ¿Recuerdas esa película que veíamos todos los años en la escuela? Hablo de esa en la que Baltasar aparece entrenando con la Selección, poco antes del accidente. Pues bien, ¿recuerdas que Baltasar Quiñones, shoteando desde la medialuna del área, hace rebotar la pelota diez veces seguidas en los palos? ¿Recuerdas la forma en que la pelota le vuelve más o menos al mismo punto y que él, sin acomodar el balón ni siquiera un poco, vuelve a mandarla a los postes una vez y otra vez como si tal cosa? Entonces, ¿de qué decadencia física me estás hablando, niño? ¡Si Baltasar Quiñones, a los treinta y dos, era más jugador y más hombre que todos los potrillos que le han pegado a una pelota desde entonces hasta esta mañana!

Antonio se había puesto de pie. Mientras hablaba, se veía que no era demasiado distinto de Miguel. Tal vez su carácter no lo inclinaba a la alocada y utópica búsqueda de vestigios emprendida por su amigo, pero en sus ojos se advertía esa misma admiración ciega, absoluta, completa. Yo me los imaginé a ambos, vestidos de colegiales, sentados en el piso del salón de actos, saliéndose de la vaina por que terminara de una vez por todas la propaganda oficial de
Hechos nacionales
y empezara de una buena vez
Baltasar Quiñones, el orgullo de la Patria
. Y a juzgar por la cara de los otros dos muchachos, tenían guardadas las mismas imágenes en el mismo rincón de sus almas: Baltasar Quiñones danzando con una pelota, disparando a los arcos como si tuviera un cañón teledirigido en la pierna izquierda, eludiendo rivales como si fueran estatuas de sal.

—Como quieras —siguió Miguel—. Pero tú no estabas dentro de sus rodillas, de sus tobillos, de sus pulmones. Baltasar era un hombre demasiado inteligente como para creerse todo lo bueno que decían de él.

—De acuerdo, Miguel. —El que habló era Damián, uno de los dos que hasta entonces se habían mantenido en silencio—. Tenemos que Baltasar quería una vida distinta a la que tenía. Te lo concedo. Pero... ¿qué tiene que ver eso con el accidente?

—A eso voy, criatura, a eso voy. —Miguel lucía una expresión satisfecha. Los tenía a los otros discutiendo y sopesando sus argumentos. Pero ninguno impugnaba la verosimilitud de lo que había dicho hasta el momento.

—¿Podemos coincidir —prosiguió— en que, de haber tenido una oportunidad, Baltasar hubiese con gusto abandonado su gloria, su trascendencia, su fama, para refugiarse en una vida anónima? No hablo del cómo, ya llegaremos a eso. Digo si-se-hubiese-dado-la-ocasión —dijo remarcando palabra por palabra— ... ¿Es posible?

—Está bien, muchacho, está bien. —Antonio se veía ahora ansioso de seguir adelante.

—Pues entonces, ¿parecer muerto no es una excusa inmejorable para lograrlo?

—¿Te olvidas de lo que fue ese accidente? ¿Del modo en que quedaron los cadáveres? ¿De la velocidad del impacto? Ahora sí te pareces al charlatán televisivo del otro día.

—No, criatura, no te precipites. No digo que Baltasar no murió en ese avión. —Miguel extrajo un recorte que tenía guardado en el bolsillo de la camisa, como si fuese demasiado especial para archivarlo en los biblioratos. Levantándolo, agregó—: Digo que Baltasar no subió a ese avión.

IV

El bar quedó envuelto en un silencio catedralicio. Sólo se escuchaba el goteo de una canilla mal cerrada. El muchacho exhibió la fotografía. Baltasar Quiñones, vestido de uniforme deportivo y llevando en su mano derecha un bolso gigantesco, saludaba sonriente a la cámara que lo estaba tomando, mientras caminaba por una umbría galería de árboles frondosos.

—Observen —recomenzó Miguel—: 22 de junio de 1981. Última fotografía de Baltasar mientras camina, al salir del hotel de Costa Rica, rumbo al vuelo que terminará por estrellarse en la Cordillera.

—La conocemos, niño, la conocemos. —Damián adoptaba un tono estudiadamente aburrido para fastidiar al otro. Me sorprendió el modo en que todos la recordaban. Yo no la tenía presente en absoluto.

—Observa bien, Damián, observa lo que tienes ante tus narices. —Miguel marcaba un punto algo borroso, en segundo plano—. ¿Qué es esto, muñequito?

—¡Un campanario, señorita, un campanario! —Los otros ahora jugaban a hacerse los escolares aplicados.

—Muy bien, clase, muy bien, sigan así. Pero en ese campanario, potrillos míos, hay un reloj. Un reloj que marca, si miran con atención y si saben leer la hora, las doce y cuarto. Retengan este dato. —Miguel volvió hacia sí el recorte, para leer el epígrafe—. «Ultima fotografía del astro. Baltasar Quiñones sale apresuradamente del hotel donde se encontraba concentrada la Selección Nacional para alcanzar el vuelo de sus compañeros en el aeroclub de Canigasta.» —De inmediato, prosiguió—: ¿Por qué el diario habla de «alcanzar»? Porque Baltasar se había quedado en el hotel grabando una entrevista televisiva para la B.B.C. y debió alquilar un auto para alcanzar al resto. Ese auto que quedó finalmente abandonado en el aeropuerto. ¿Me siguen hasta aquí? Pues bueno: lo cierto es que el aeroclub desde donde despegó el catafalco aquél queda en Canigasta y el hotel en Cerrillo. ¿Saben a qué hora despegó el avión?

—A la fatídica hora de las 13.05 —Los otros tres remedaban los comunicados oficiales que llovieron sobre el país los días siguientes a la catástrofe, y que quedaron luego inmortalizados en los filmes biográficos.

—Muy bien, veo que han estudiado. Pero adivinen: ¿cuánto se tarda desde Cerrillo hasta Canigasta en automóvil? En esa época el único camino que había pasaba bordeando la ladera de los montes, no estaba pavimentado y era de una sola mano. Si no saben la respuesta, no se preocupen. Cuando viajé a Costa Rica el mes pasado, hice el viaje de ida y de vuelta para tomar el tiempo. Si corres como un loco y te arriesgas a matarte en cada curva, puedes hacerlo en una hora y veinte, una hora y quince como mínimo.

Los otros habían callado y se habían puesto serios.

—Eso nos da las 13.30, o las 13.35 cuanto menos.

Miguel los miró uno por uno. Los otros estaban pasmados. Los dejó rumiar esos datos unos minutos, mientras guardaba todos sus papeles en los carpetones y a éstos en la caja.

—¿Cómo nunca nos dijiste nada, hombre? —lo interrogó el cuarto de los muchachos (creo que los otros lo habían llamado Mario).

—Porque sólo lo confirmé en el viaje que te he dicho. Y como soy un buen amigo —se ufanó— vine a contárselo a ustedes antes de que me vean en la tele y me escuchen por la radio explicando cómo fueron las cosas. ¿Se dan cuenta? Imaginen los hechos. Baltasar se apresura por la ruta de montaña. No le gustan los privilegios. Está autorizado, si quiere, a tomar un avión particular por cuenta y orden del gobierno. Pero quiere viajar con el resto. Vuela por el camino de tierra y piedras. Al volver el último recodo del camino donde la ruta se abre al valle de Canigasta, el avión con sus compañeros le pasa por encima de la cabeza. Contrariado, malhumorado, vuelve sobre sus pasos y emprende el retomo a Cerrillo. Por la radio, antes de llegar, escucha las primeras noticias de la tragedia. Horrorizado, detiene el auto y baja para tomar aire y ordenar sus emociones. Llora, eso es seguro, por todos sus amigos que iban a bordo. Llora por todos, pero ¿imaginan ustedes sus lágrimas por Benito Paredes, por Juan Losada, por el Balín Zambrano? Un pensamiento lo asalta: su familia. Su mujer debe estar desolada, mientras el teléfono suena sin cesar. Los niños, pobrecitos, deben estar aún durmiendo la siesta. Debe llamar de inmediato y avisar que está con vida.

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