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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (18 page)

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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De nuevo está inmóvil con la pelota en los pies. De nuevo las piernas le pesan como plomos. De nuevo el marcador central sale a atorarlo a la carrera. Y de nuevo levanta los ojos hacia Gomita, que naufraga, brazos en alto, en medio de aquel mar de camisetas blancas. Pero esta vez, esta única vez, esta primera vez en cincuenta y cinco años, el sueño es más claro, es muchísimo más preciso. Cuando Nicoletti levanta la mirada enfoca directamente a la cara de Roberto «Gomita» Meneguzzi, el mejor centroforward de la Liga italiana en la década del 40, y ve con claridad sus ojos y sus labios. Lo escucha (porque todos los demás sonidos se acallan súbitamente) cuando le dice: «Para vos, Nicola, jugála para vos». Nicoletti duda. Es como si en el propio sueño estuviese ya acostumbrado a la rutina del sueño. Por eso vuelve a demorarse y a mirarlo fijo. Pero es cierto: Roberto «Gomita» Meneguzzi le insiste que sí, que dale, Nicola, por lo que más quieras, jugatelá, hermanito, jugatelá. Y por eso Nicoletti, cuando en el sueño le toca cubrir el balón y ponerse de espaldas al arco para protegerlo, cambia el libreto para siempre y encara. Por única vez en cincuenta y cinco años, desde que lo soñó por primera vez en su piecita de Ensenada, Nicoletti toca con otra caricia del pie derecho e inclina el cuerpo hacia la izquierda para que el back no se lo lleve puesto. Segundo caño. Tal vez ese ruido que se escucha es la gente en la tribuna, que aprecia ese doble túnel memorable. Pero no tiene tiempo de detenerse a pensarlo.

Nicoletti va lanzado hacia la valla. Apenas tiene ángulo. Con la zurda la aleja de la raya porque desde ahí el arco no existe, es apenas una línea vertical, un caño blanco con una red colgada al costado. Piensa qué bueno esto de jugar en una cancha con las líneas pintadas. Porque en Gorriti hay que adivinar cuando uno ya está cerca de la nieta. Acá no. Acaba de cruzar la línea del área grande y un poco más allá está la del área chica. Parece mentira lo fácil. Porque ahora el toque de zurda lo deja a metro y medio de la línea de fondo, y el arquero lo enfrenta medio encorvado y tapando casi todo pero no todo; y si la tira de chanfle al segundo palo seguro que se la saca, pero como eso es lo que el tipo está esperando a lo mejor, quién sabe, si le pega de puntín con la derecha capaz que la pelota sale como una flecha y se clava a media altura entre el arquero y el palo.

Nicoletti tiene miedo. Pero ya no teme fracasar ante el destino, sólo teme despertarse. Salirse de su sueño antes de poder ponerle fin después de cinco décadas de impotencia. Igual no se apura. Sólo cuando está seguro sacude un derechazo temible con la punta de su dedo gordo y ve la pelota que sale como si le hubiesen trazado la trayectoria con regla, y la ve finalmente colándose por el agujero quirúrgico que queda entre el palo y el muslo del arquero.

Nicoletti siente la tentación de tirarse al piso a disfrutar de cara al cielo ese momento sublime. Pero el sueño puede terminar en cualquier momento y debe apresurarse. Necesita buscarlo a Gomita. No sabe para qué, pero en el sueño sabe que eso es lo que necesita. No tiene que buscar demasiado. Gomita corre hacia él y le pega un abrazo como nunca. Nicoletti se afloja y llora, y escucha en el oído las palabras de su amigo: «Por fin, Nicola. Por fin. Hace años que espero que mi sueño termine con este golazo, y hoy por fin me hiciste caso». En su sueño, Nicoletti da un respingo: «Pero... ¿cómo?, ¿vos también?...», alcanza a preguntar. Pero apenas Gomita amaga con mover afirmativamente la cabeza, su imagen se desintegra y el sueño se extingue abruptamente. Nicoletti se incorpora en la cama. No está sudada. No toma mate ni enciende la radio. Decide salir a la calle para calmar su asombro y su maravilla. Deambula por ahí toda la mañana y termina recalando en el café. Me cuenta que está contento, se corrige y me dice que está feliz. Yo, turbado, guardo silencio. El agrega que tiene la esperanza de que, en el futuro, este sueño nuevo reemplace al anterior.

Luego, callados, bebimos el café. Yo no sabía qué decir y él no parecía necesitar mis palabras. Salió del bar temprano. Me explicó que quería caminar otro rato antes de acostarse. Sentí la frenada y un tremendo ruido a fierros rotos. Venía de la esquina de Corrientes. «El 67», me dije. Salí con los otros. Nos movía menos el interés que la inercia. Cuando vi que era Nicoletti me entristecí de veras. Supongo que a algunos de los otros les pasó lo mismo.

En los días siguientes dediqué largos ratos a pensar en los sueños de Nicoletti. Las escuetas obsesiones de ese pobre hombre me ofrecían la extraña alternativa de escapar por un rato de las mías. Volvía, de hecho, sobre ese cambio postrero, ese desenlace repentinamente distinto. ¿Por qué en ese momento? —me preguntaba—. ¿Por qué después de cinco décadas de suplicio, Nicoletti encuentra puertas nuevas en su laberinto viejo? La respuesta me llovió por casualidad, supongo. Una semana después del accidente se publicó la noticia en Buenos Aires. Yo la leí en la sexta; no era el título principal, pero le habían dedicado un buen espacio. En una clínica de la ciudad de Turín, a los setenta y dos años de edad, acababa de morir quien fuera «una de las máximas glorias futbolísticas a ambos lados del Atlántico: Roberto Meneguzzi, uno de los más grandes delanteros de las décadas del 40 y el 50, tricampeón en Argentina y quíntuple goleador del campeonato italiano».

Y ahí sumé dos más dos y me dio cuatro y estuve a punto de maravillarme. Pero después me di cuenta de que ya no me da el cuero para semejante despliegue de emociones.

Los traidores

Que nadie se haga cargo de

esta historia, ni de sus

apellidos ni de sus

cuadros. Lo único cierto es Ella.

¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodate. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la mueve. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio, cuando le ofrecen dos mangos, se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil este y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa. Se muda al Centro y listo, si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.

Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te habrías chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña inolvidable, va y firma con Chicago. Fue el acabóse, pibe, el acabóse. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en el que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginas, pibe.

Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero lo mejor, lo mejor...

¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece la Primera. Bueno, entonces te cuento: ¿Qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?

¿Sabes qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. ¿Y todo sabés por qué? Por una mina. Todo por una mina, te das cuenta. No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejame que te explique.

A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era tarde, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de esas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color gris. Y zapatos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de esta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menuda pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando la vi a la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos de cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mira que me he acobardado a veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ese, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?

Cuando me acerqué medio que entre dos de los varones me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a esa hora, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «vos no serás uno de esos negros de Morón, ¿no?» Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce de la Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabes: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte.» Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».

Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabes donde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... (me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia)... resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha» (Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso). «“Yo vivo en Morón”, seguí, “es cierto, pero... (los tipos me clavaban los ojos) Pero volví a caminar recién hace cuatro meses”».

Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacia dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por la derrota de la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.

«Me llamo Mercedes, encantada». Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella (gracias a Dios, pensé) y el coso ese Alberto era «un amigo» (me cacho en diez, será posible, el muy maldito, me lamenté). Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré que el papá de ella era miembro de la Comisión Directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de no se qué. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?

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