Esperanza del Venado (11 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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Orem había supuesto que su trabajo era bueno, pero jamás sospechó que su educación hubiese concluido.

—No soy un hombre.

—Eres un hombre —replicó Dobbick—. Eres la criatura más sobresaliente de la Casa de Dios. ¿Acaso podemos seguir llamándote niño?

—No soy sabio.

—Jamás dijimos que pudiésemos enseñarte sabiduría. Sólo que podíamos enseñarte lo que escribieron los hombres sabios.

—No puedo tomar los votos.

Ah. Allí estaba lo que tanto había temido decir, lo que pensó que no tendría que decir en muchos años.

—¿Por qué no? —preguntó Dobbick en voz baja—. La vida no es mala aquí. Has sido feliz junto a nosotros.

Orem miró por la ventana.

—¿Es el ancho mundo? ¿Es eso lo que te atrae? No tienes que quedarte dentro de la Casa. Puedes ser mendicante…

—No. Yo…

—O incluso un monje viajero u ocuparte de las compras, o te podríamos enviar al Gran Templo de Inwit. Estarían contentos de tenerte allí, y nosotros estaríamos contentos de verte regresar.

—No lo entiende…

—¿Crees que no? —repuso Dobbick—. Te preocupas porque piensas que no crees lo suficiente para ser sacerdote. Es una enfermedad propia de los quince años. Cuando la carne se estremece, el espíritu parece irreal.

—Si mi carne se estremece, pues, no lo sé —dijo Orem—. Mi problema no es la falta de fe.

Mi problema es creer demasiado.

Los ojos de Dobbick se entrecerraron.

—Eras un niño cuando llegaste aquí. ¿No te has librado aún de la necia superstición?

—En el mundo hay magia. Las mujeres que aman a las Dulces Hermanas no niegan a Dios. ¿Por qué los hombres de Dios niegan a las Hermanas y al Venado?

—El mundo es más complicado de lo que crees.

—No, sacerdote Dobbick. El mundo es más complicado de lo que usted cree. No viviré en un tercio del universo cuando puedo andar por todas partes.

—De modo que dejarás los salmos, la bendición y la oración para rendir culto a algún duende doméstico…

Orem se echó a reír. No podía evitarlo cuando Delbbick apelaba a la ironía y Dobbick lo sabia.

—Ven, Orem. No hay elección alguna que hoy podamos tomar. Mientras no te aburra, hay miles de copias por hacer. Cuando un hombre recibe la certificación de clérigo maestro, por lo general toma los hábitos o se marcha, pero podemos hacer que seas un hermano sin juramentar: es un lugar honorable, y te reconoce si no como un par en santidad, como igual en sabiduría. Pero ya no pretenderé ser tu maestro. No leo tus

manuscritos para corregirlos… Los leo para aprender las cosas nuevas y brillantes que les has hecho significar.

Entonces Orem dijo la cruda verdad, aunque sabia que lastimaría a Dobbick.

—¿Cómo puede observar mi trabajo y hallar verdad en él cuando no hice más que jugar? Si mis chanzas, mis acertijos y mis enigmas parecen verdad a sus ojos, ¿qué puedo pensar si no que todas sus otras verdades son chanzas, enigmas y acertijos?

Dobbick calló una vez más y finalmente dijo:

—Tal vez eres demasiado joven para saber que la única verdad que poseemos son enigmas y acertijos, y que por eso nos son tan preciados.

Avergonzado por haber herido a su maestro, Orem fue nuevamente hasta la ventana y miró hacia afuera. No era día de mercado pero así y todo había entre la gente que iba y venía una cierta agitación, cierta prisa. Y luego se escucharon trompetas en la distancia, cada vez más fuertes. ¿Entonces era el ejército, que llegaba más temprano? ¿Y

cabalgaría el rey Palicrovol al frente de las tropas? Era lo único que realmente interesaba a Orem en esa época: la sola mención del nombre del Rey despertaba algo en el niño.

¿Qué clase de hombre es el Rey, se preguntaba Orem, qué clase de hombre es quien habla y las tropas obedecen, quien da su orden y mil sacerdotes oran por el?

—Parece que la ventana te atrae.

—Las banderas llaman mi atención. Puede cerrar la ventana.

—Lo cual significa que quieres dejarla abierta. ¿Crees que no te conozco?

—No, no me conoce.

—No eres distinto de los otros niños. Sueñas con Palicrovol y con su perversa y vana aspiración por una ciudad que él mismo comenzó por robar.

—Es un Enviado de Dios, ¿no es así? —replicó Orem.

—Solo de nombre. Mantiene unos pocos sacerdotes para conservar las apariencias. Es con hechiceros que se protege de la Reina, con lo cual se pone aún más en ridículo.

Más allá de la ventana se abría el portal de la aldea: si, se acercaba el Rey, ya que al otro lado de la cerca había soldados montados y a pie, resplandecientes con sus corazas y cascos de acero. Era un espectáculo cautivante, pero no eran los soldados los que atraían a Orem. Era la magia lo que cautivaba sus sueños. No la de las Dulces Hermanas sino la magia de la cabeza de cien puntas, de la Corona de Asta. Era el rey Palicrovol, cuyos magos libraban diario combate contra la Reina. Y mientras pensaba una vez más en el Rey, Palicrovol cruzo a caballo las puertas de Banningside, sobre una alta montura en un gran corcel gris y sobre su cabeza lucia la dorada Corona de Asta de Burland. Era un rey de pies a cabeza. No giraba el rostro en lo más mínimo: miraba hacia adelante mientras la multitud vitoreaba y le arrojaba rosas.

Se fue acercando, y Orem parpadeó cuando el sol reverberó en los ojos del rey Palicrovol. Es decir, en los dos cuencos de oro que los cubrían y que brillaban bajo la luz del sol. El rey no podía ver nada.

—Hoy la reina ve a través de los ojos de Palicrovol —dijo Orem—. ¿por qué lo hace, si tiene su Ojo Inquisidor?

Dobbick se mostró sorprendentemente enfurecido al responder:

—Si has aprendido algo de Dios, sabrás que su Ojo Inquisidor no puede penetrar los templos ni la Casa de Dios, ni el séptimo círculo de los siete círculos. ¿Por qué crees entonces que Palicrovol no se rodea de sacerdotes para mantenerla alejada? Porque él también posee un corazón negro. Porque es la clase de hombre que deshonra a una niña sobre la escalinata del Salón de los Rostros para usurpar la corona que era el único don que podía ofrendar. Dios no es parte de él, Orem. Y Dios no será parte de ti si te apegas a la magia del modo en que…

Pero ahora fue Dobbick el que interrumpió la conversación y se volvió para mirar por la ventana, ya que la multitud había enmudecido. Cuando Orem dirigió la vista al sitio que

contemplaba el sacerdote, vio que el rey Palicrovol se había detenido, se había quitado la Corona de Asta y la sostenía ante él.

El Rey paseó sus ojos ciegos de un lado al otro como si pudiera ver lo que buscaba.

—¡No! —gritó una voz extraña y gimiente, y Orem tardó un instante en comprender que era el Rey quien hablaba con tal dolor—. ¡Oh, Inwit, no aquí, no a través de mis ojos!

Y luego el Rey alzó la vista y sus cálices de oro parecieron posarse sobre Orem, y el Rey señaló el corazón de Orem y gritó:

—¡mío, mío, mío!

Los soldados rompieron filas, y de pronto Orem se sintió arrastrado por una mano que lo hacia entrar en la Casa de Dios. Era Dobbick, y su voz estaba transida por el miedo.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, siete veces siete los oscuros días que provoca el descuido!

¡Oh, Dios, Orem, te quiere a ti, quiere que…!

Orem estaba confuso, pero no se resistió cuando Dobbick lo hizo salir de la sala. Orem estaba tan acostumbrado a la obediencia que no tenía estrategia con que escapar del puño del sacerdote que lo arrastraba arriba y abajo por las escaleras, a través de puertas que siempre habían estado cerradas, hasta que llegaron a una puerta oculta que conducía a un sendero escondido.

—La Casa de Dios es antigua —dijo Dobbick—. Data de los oscuros días antes de que Dios lograra Su victoria sobre todos los extraños y todos los poderes. Este camino desemboca cerca del río, bien lejos de la empalizada. Ve a tu casa. ¡Ve a la granja de tu padre, di adiós a tu familia y luego huye. Lejos, al mar, a las montañas, a cualquier sitio donde el Rey jamás pueda hallarte!

—¿Pero qué significa esto?

—Significa que el Rey quiere valerse de ti de algún modo en su batalla. Y esto tenlo por seguro: será a tu costa. Un hombre como Palicrovol no ha vivido tres negros siglos pagando sus propias penas. En los juegos del poder, hay sólo dos jugadores; el resto es carne de cañón. Oh, Orem… —El sacerdote estrechó al niño en la puerta secreta—. Orem, si hubieras dado un solo paso dentro de los siete círculos, sólo uno, no habrías tenido qué temerle. Dios sabe que no deseo dejarte ir.

—¿Qué está sucediendo conmigo? —preguntó Orem, atemorizado por la súbita expresión de amor y remordimiento de Dobbick y por lo acontecido con el Rey.

—No lo sé. Sea lo que fuere, no es lo que tú quieres.

Pero en ese instante Orem comprendió que si lo deseaba. En ese instante supo que la seguridad de la Casa de Dios era en si lo que más odiaba. En la Casa de Dios jamás se haría un nombre, jamás encontraría un lugar, ni se haría acreedor de un poema. Aquí en la puerta escondida estaba al borde de ir rumbo a estas tres cosas, y así lo sintió en el temor de su vientre y en la claridad de su visión.

—Tienes quince años. Eres sólo un niño —dijo Dobbick. Pero Orem sabia que era la edad en que los soldados ingresan en el ejército, en que un hombre puede tomar esposa. Sólo en la Casa de Dios se era joven a los quince años.

—Ah, si —continuó Dobbick, trazando con dedo afectuoso los siete círculos sobre la frente de Orem—. No me equivocaba. Tú no eres instrumento de la guerra de Palicrovol, Orem.

Eres instrumento de Dios.

Orem se enfureció.

—No soy ningún instrumento.

—Oh, todos somos instrumentos. Todos. No quieres servir a Dios, ¿verdad? Bien, entonces sírvete a ti mismo, Orem, y creo que de todas formas terminarás por servir a Dios.

Y luego vino el Dios-sea-contigo y la despedida, y la puerta se cerró tras él. Orem bajó un corto trecho de lo que parecía ser una alcantarilla pero no lo era, y luego salió por el final de la tubería, donde quedó enredado entre malezas y arbustos. Escuchó que el sacerdote le gritaba desde el otro extremo del tubo:

—¡A cualquier parte menos a Inwit, Orem!

¿A cualquier parte excepto Inwit? Oh, no, respondió Orem en silencio. Para mi ser sólo Inwit. El dedo del Rey apuntando hacia él sólo podía significar esto: Orem tenía un poema en el Rey y su decisión era ganárselo. Y si el hombre de Dios decía que no debía ir a Inwit, Orem supo que era Inwit la ciudad que le llamaba. Primero a casa, había dicho Dobbick, para decir adiós y no afligir a su padre. Luego a Inwit, hacia donde fluían todas las aguas del mundo.

Soy veloz como una gacela, se dijo Orem mientras corría por las sendas del campo.

Corrió y corrió sin cansarse, y luego anduvo hasta que volvió a sentir el aire y luego volvió a correr. Las piernas no le dolían; pero si el costado y el dolor en el abdomen se hizo más intenso, hasta casi matarlo, y luego desapareció, sin más. Y mucho antes de lo pensado llegó a su casa. Tantos años deseando regresar y pensar que quedaba tan cerca…

—¿Por qué no quedarte aquí? —preguntó su anciano padre—. Me sentiré feliz contigo.

Pero era un ofrecimiento vacío, ya que Avonap no viviría eternamente. Sus hermanos lo miraban con ceño fruncido, y Molly se limitaba a contemplar el fuego. Orem se echó a reír.

—Contigo me quedaría para siempre, padre. ¿Pero tú te quedarías para siempre conmigo?

—¿Qué harás entonces? Puedo indicarte el camino hacia Scravehold. Fui allí una vez, con mi padre.

—No es ese el fuego que busco.

El hermano mayor de Orem se rió al escucharlo.

—¿Qué sabe del fuego un ceniciento como tú?

—Más que la paja —replicó Orem, ya que no temía a su hermano, quien nada sabia de números y astronomía, ni era capaz siquiera de escribir su propio nombre.

—Inwit —dijo la madre de Orem.

Orem la miró sorprendido, y por primera vez su entusiasmo se enfrió. Su madre no podía desearle nada bueno. ¿O era realmente posible que su madre compartiera un sueño con él?

—Es a Inwit —dijo Molly— adonde debe ir el décimo hijo y el séptimo varón.

—Calla, Molly —ordenó el padre, angustiado.

—Inwit —insisted Molly—. Inwit.

De modo que Orem no partió volando como había llegado a su casa, sino que echó a andar, a paso lento y con hondos pensamientos. ¿Qué podía significar que su madre también quisiera un poema para él?

Se detuvo a orillas del río, en el sitio secreto de su misma madre, a la espera de algún bajel que viniera y lo llevase lejos por la corriente. Y mientras aguardaba escribió en el fango de la orilla, preguntándose qué haría su madre con esos extraños signos cuando regresara a bañarse:

Orem en Banningside

Libre y volando.

Palicrovol

Viendo, suspirando.

Y hacia abajo la suma de los números decía:

Viéndome ser grande

No advirtió lo que Dobbick habría visto, que los números sumados hacia arriba decían:

Mi hijo muriendo

Aún no sabia que un hombre puede estar jugando a los acertijos y accidentalmente dar con la verdad.

Casi anochecía cuando apareció la balsa de un mercader, manteniéndose tímidamente cerca de la orilla del Banning, en un tramo traicionero donde la corriente era demasiado rápida. El mercader iba por el margen opuesto, con aspecto temeroso y luchando con las aguas. Orem lo detuvo.

—¿Quieres una mano que te ayude durante la travesía?

—¡Sólo si sabes nadar! —fue la respuesta dada a gritos.

De modo que Orem se quitó la camisa y se la ató alrededor del pecho. Sostuvo la bolsa de arpillera entre los dientes y nadó de espaldas atravesando la corriente. Calculó bien, y su mano golpeó el borde de la balsa en una brazada. Arrojó los bultos por encima de su cabeza y trepó a bordo. El mercader lo observó, hizo una mueca y dijo:

—Tu voz me engañó. Pensé que eras un hombre.

Orem se limitó a sonreír. Tomó el pequeño remo mientras el mercader se mantenía en la pértiga, y juntos guiaron la nave por entre la caverna de hojas hasta que el río se ensanchó y la corriente se hizo más lenta y segura. Entonces Orem dejó el remo, se desató la camisa y se cubrió de nuevo. Volvió el rostro al mercader y le dijo:

—Bueno, si no he hecho el trabajo de un hombre, entonces dilo y me marcharé ahora mismo.

El mercader frunció el ceño pero no le dijo nada. Ha comenzado mi aventura, pensó Orem. Ahora soy mi propio amo, y puedo hacer que mi nombre signifique lo que yo quiera.

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