Espía de Dios (17 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

BOOK: Espía de Dios
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—Creo que tiene usted mucho que contarme, padre.

Instituto Saint Matthew

Silver Spring, Maryland

Abril de 1997

TRANSCRIPCIÓN DE LA ENTREVISTA NÚMERO 11 ENTRE

EL PACIENTE NÚMERO 3643 Y EL DOCTOR FOWLER

DR. FOWLER:

Buenas tardes, padre Karoski.

#3643:

Pase, pase.

DR. FOWLER:

He venido a verle porque usted se ha negado a hablar con el padre Conroy.

#3643:

Su actitud era insultante y le he pedido que saliera, en efecto.

DR. FOWLER:

¿Exactamente qué le pareció insultante de su actitud?

#3643:

El padre Conroy cuestiona verdades inmutables de nuestra Fe.

DR. FOWLER:

Póngame un ejemplo.

#3643:

¡Afirma que el diablo es un concepto sobrevalorado! Encontraré muy interesante ver cómo ese concepto le clava un tridente en las nalgas.

DR. FOWLER:

¿Piensa usted estar ahí para verlo?

#3643:

Era una forma de hablar.

DR. FOWLER:

Usted cree en el infierno, ¿verdad?

#3643:

Con todas mis fuerzas.

DR. FOWLER:

¿Cree merecérselo?

#3643:

Soy un soldado de Cristo.

DR. FOWLER:

Eso no quiere decir nada.

#3643:

¿Desde cuando?

DR. FOWLER:

Un soldado de Cristo no tiene garantizado el cielo o el infierno, padre Karoski.

#3643:

Si es un buen soldado, si.

DR. FOWLER:

Padre, he de dejarle un libro que creo que le resultará de muchísima ayuda. Lo escribió San Agustín. Es un libro que trata sobre la humildad y la lucha interior.

#3643:

Estaré encantado de leerlo.

DR. FOWLER:

¿Usted cree que irá al cielo cuando muera?

#3643:

Estoy seguro.

DR. FOWLER:

Pues ya sabe más que yo.

#3643:


DR. FOWLER:

Quiero plantearle una hipótesis. Supongamos que se encuentra a las puertas del cielo. Dios sopesa sus actos buenos y sus actos malos, y el fiel de la balanza está equilibrado. Por tanto le propone que llame a quien usted desee para que le ayude a despejar las dudas. ¿A quién llamaría?

#3643:

No estoy seguro.

DR. FOWLER:

Permítame que le sugiera unos nombres: Leopold, Jamie, Lewis, Arthur…

#3643:

Esos nombres no me dicen nada.

DR. FOWLER:

…Harry, Michael, Johnnie, Grant…

#3643:

Cállese.

DR. FOWLER:

…Paul, Sammy, Patrick…

#3643:

¡Le digo que se calle!

DR. FOWLER:

…Jonathan, Aaron, Samuel…

#3643:

¡¡¡BASTA!!!.

(Se escucha de fondo un confuso y breve ruido de lucha)

DR. FOWLER:

Lo que estoy apretando entre los dedos índice y pulgar es su tráquea, padre Karoski. Huelga decir que será aún más doloroso si no se tranquiliza. Haga un gesto con la mano izquierda si me ha comprendido. Bien. Ahora repítalo si se encuentra más tranquilo. Podemos esperar el tiempo que sea necesario. ¿Ya? Bien. Tenga, un poco de agua.

#3643:

Gracias.

DR. FOWLER:

Siéntese, por favor.

#3643:

Ya estoy mejor. No sé lo que me ha pasado.

DR. FOWLER:

Ambos sabemos lo que le ha pasado. Igual que ambos sabemos que los niños de la lista que he citado no hablarán precisamente en su favor cuando se encuentre ante el Todopoderoso, padre.

#3643:


DR. FOWLER:

¿No va a decir nada?

#3643:

Usted no sabe nada del infierno.

DR. FOWLER:

¿Eso piensa? Se equivoca usted: lo he visto con mis propios ojos. Ahora voy a apagar la grabadora y le contaré algo que seguramente le interesará.

Sede central de la UACV

Via Lamarmora, 3

Jueves, 7 de abril de 2005. 08:32

Fowler apartó la mirada de las fotos desperdigadas por el suelo. No hizo ningún ademán de recogerlas, simplemente pasó por encima de ellas con elegancia. Paola se preguntó si aquello en sí mismo significaba una respuesta implícita a las acusaciones de Dante. A lo largo de los próximos días, Paola sufriría muchas veces la sensación de estar ante un hombre tan insondable como educado, tan equívoco como inteligente. Fowler en si mismo era una contradicción y un jeroglífico indescifrable. Pero en aquella ocasión a ese sentimiento acompañaba una sorda cólera, que le asomaba a los labios en forma de temblor.

El sacerdote se sentó frente a Paola, dejando a un lado de la silla su gastado maletín negro. Llevaba en la mano izquierda una bolsa de papel con tres cafés. Le ofreció uno a Dicanti.

—¿
Capuccino
?

—Odio el
capuccino
. Me recuerda al vómito de un perro que tuve —dijo Paola—. Pero lo aceptó de todos modos.

Fowler permaneció en silencio durante un par de minutos. Finalmente Paola dejó de simular que leía el expediente de Karoski y decidió enfrentarse al sacerdote. Tenía que saberlo.

—¿Y bien? ¿Es que no va a…?

Y se paró en seco. Desde que Fowler entró en su despacho no le había mirado a la cara. Pero al hacerlo, descubrió que estaba a miles de kilómetros de allí. Las manos llevaban el café a la boca inseguras, vacilantes. Minúsculas gotas de sudor perlaban la calva del sacerdote, a pesar de que aún hacía fresco. Y sus ojos verdes proclamaban que su dueño había contemplado horrores indelebles y que los volvía a contemplar.

Paola no dijo nada, cayendo en la cuenta de que la aparente elegancia con la que Fowler había pasado por encima de las fotos era solo fachada. Esperó. Al sacerdote le llevó unos cuantos minutos recuperarse, y cuando lo hizo la voz le salió distante y apagada.

—Es duro. Crees que lo has superado, pero luego vuelve a aparecer, como un corcho que intentas hundir inútilmente en una bañera. Se escurre, flota hasta la superficie. Y allí te lo encuentras de nuevo…

—Hablar le ayudará, padre.

—Puede creerme,
dottora
… no lo hace. No lo ha hecho en ninguna ocasión. No todos los problemas se resuelven hablando.

—Curiosa expresión para un sacerdote. Increíble para un psicólogo. Aunque apropiada para un agente de la CIA entrenado para matar.

Fowler reprimió una mueca triste.

—No me entrenaron para matar, no más que a cualquier otro soldado. Fui adiestrado en tácticas de contraespionaje. Dios me dio el don de una puntería infalible, cierto, pero yo no solicité ese don. Y, anticipándome a su próxima pregunta, no he matado a nadie desde 1972. Maté a 11 soldados del Vietcong, al menos que yo sepa. Pero todas esas muertes fueron en combate.

—Usted fue quien se alistó voluntario.


Dottora
, antes de juzgarme permita que le cuente mi historia. Nunca le he dicho a nadie lo que le voy a decir a usted, así que por favor, sólo le pido que acepte mis palabras. No que me crea o que confíe en mí, ya que eso es pedir demasiado. Simplemente acepte mis palabras.

Paola asintió, despacio.

—Supongo que toda ésta información le habrá llegado cortesía del superintendente. Si es el expediente del
Sant'Uffizio
se habrá hecho una idea muy aproximada de mi historial. Me alisté voluntario en 1971, debido a ciertas… discrepancias con mi padre. No quiero hacerle un relato de terror acerca de lo que significó para mí la guerra, porque las palabras no alcanzarían a describirlo. ¿Ha visto usted
Apocalipsis Now
,
dottora
?

—Si, hace tiempo. Me sorprendió su crudeza.

—Una pálida farsa. Eso es lo que es. Una sombra en la pared, comparada con lo que aquello significó. Vi dolor y crueldad suficientes para llenar varias vidas. También allí apareció ante mí la vocación. No fue en una trinchera en plena noche, con el fuego del enemigo silbando en los oídos. No fue mirando a la cara a niños de diez años con collares hechos de orejas humanas. Fue en una tranquila tarde en retaguardia, junto al capellán de mi regimiento. Allí supe que tenía que dedicar mi vida a Dios y a sus criaturas. Y eso hice.

—¿Y la CIA?

—No se adelante… No quise volver a Estados Unidos. Allí seguían mis padres. Así que me fui lo más lejos que pude, hasta el borde del telón de acero. Allí aprendí muchas cosas, pero alguna de ellas no tendría cabida en su cabeza. Usted sólo tiene 34 años. Para comprender lo que significaba el comunismo para un católico en Alemania en los años 70 tendría que haberlo vivido. Respirábamos a diario la amenaza de la guerra nuclear. El odio entre mis compatriotas era una religión. Parecía que cada día estábamos más cerca de que alguien, ellos o nosotros, saltara el Muro. Y entonces todo habría terminado, se lo aseguro. Antes o después, alguien habría pulsado «El Botón».

Fowler hizo una breve pausa para tomar un sorbo de café. Paola encendió uno de los cigarrillos de Pontiero. Fowler tendió la mano hacia el paquete pero Paola negó con la cabeza.

—Son míos, padre. He de fumármelos yo sola.

—Ah, no se preocupe. No pretendía coger uno. Sólo me preguntaba por qué de repente usted había vuelto.

—Padre, si no le importa, prefiero que continúe. No quiero hablar de esto.

El sacerdote intuyó una gran pena en sus palabras y siguió con su historia.

—Por supuesto… Yo quería seguir ligado a la vida militar. Amo el compañerismo, la disciplina y el sentido de la vida castrense. Si lo piensa no es muy distinto del concepto de sacerdocio: se trata de entregar la vida por los demás. Los ejércitos en sí mismos no son malos, lo que son malas son las guerras. Pedí ser destinado como capellán a una base norteamericana, y, al ser yo sacerdote diocesano, mi obispo cedió.

—Que quiere decir diocesano, ¿padre?

—Más o menos que soy un agente libre. No estoy sujeto a una congregación. Si quiero puedo solicitarle a mi obispo que me asigne a una parroquia. Pero si lo creo conveniente, puedo iniciar mi labor pastoral donde lo crea oportuno, siempre con el beneplácito del obispo, entendido como aquiescencia formal.

—Comprendo.

—Allí, en la base, conviví con varios miembros de la Agencia que estaban impartiendo un programa especial de formación en actividades de contraespionaje para militares en activo que no pertenecieran a la CIA. Me invitaron a unirme a ellos, cuatro horas al día cinco días por semana durante dos años. No era incompatible con mis labores pastorales, sólo me restaba horas de sueño. Así que acepté. Y resultó que fui un buen alumno. Una noche, al acabar las clases, uno de los instructores se acercó a mí y me propuso unirme a la Compañía. Así se llama a la Agencia en los círculos internos. Yo le dije que era sacerdote y que sería imposible. Tenía una labor tremenda por delante con los centenares de jóvenes católicos de la base. Sus superiores dedicaban muchas horas al día a enseñarles a odiar a los comunistas. Yo dedicaba una hora a la semana a recordarles que todos somos hijos de Dios.

—Una batalla perdida.

—Casi siempre. Pero el sacerdocio,
dottora
, es una carrera de fondo.

—Creo que he leído esas palabras en una de sus entrevistas con Karoski.

—Es posible. Nos limitamos a ir anotando pequeños puntos. Pequeñas victorias. De vez en cuando se consigue alguna de las grandes, pero son contadas las ocasiones. Vamos sembrando pequeñas semillas, con la esperanza de que parte de la simiente fructifique. Muchas veces no es uno mismo quien recoge los frutos, y eso desmoraliza.

—Eso si que tiene que ser jodido, padre.

—Una vez un rey paseaba por el bosque y vio a un pobre viejecito que se afanaba en un surco. Se acercó a él y vio que estaba plantando nogales. Le preguntó porqué lo hacía y el viejecito le respondió: «Me encantan las nueces». El rey le dijo: «Anciano, no afanes tu encorvada espalda sobre ese hoyo. ¿Acaso no ves que cuando el nogal crezca tu no vivirás para recoger sus frutos?». Y el anciano le respondió: «Si mis ancestros hubieran pensado como vos, majestad, yo nunca hubiera probado las nueces».

Paola sonrió, sorprendida ante la verdad absoluta de aquellas palabras.

—¿Sabe qué nos enseña esa anécdota,
dottora
? —continuó Fowler—. Que siempre se puede seguir adelante con voluntad, amor a Dios y un empujoncito de
Johnnie Walker
.

Paola parpadeó ligeramente. No se imaginaba al recto y educado sacerdote con una botella de whisky, pero era evidente que había estado muy solo toda su vida.

—Cuando el instructor me dijo que a los jóvenes de la base podría ayudarlos otro sacerdote, pero a los miles de jóvenes tras el telón de acero no podría ayudarlos nadie, comprendí que tenía una importante parte de razón. Miles de cristianos languidecían bajo el comunismo, rezando en el retrete y escuchando misa en lúgubres sótanos. Ellos podrían servir a la vez a los intereses de mi país y a los de mi Iglesia, en aquellos puntos en los que coincidían. Sinceramente, entonces pensé que las coincidencias eran muchas más.

—¿Y ahora qué piensa? Porque ha vuelto al servicio activo.

—Enseguida responderé a su pregunta. Se me ofreció ser un agente libre, aceptando sólo aquellas misiones que yo creyese justas. Viajé por muchos lugares. A algunos fui como sacerdote. A otros como ciudadano normal. Vi mi vida en peligro alguna vez, aunque valió la pena casi siempre. Ayudé a gente que me necesitaba, de una forma u otra. A veces esa ayuda tomaba la forma de un aviso a tiempo, un sobre, una carta. Otras veces era necesario organizar una red de información. O sacar a una persona de un embrollo. Aprendí idiomas, e incluso me sentí suficientemente bien como para viajar de vuelta a Estados Unidos. Hasta que ocurrió lo de Honduras…

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