Espía de Dios (27 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

BOOK: Espía de Dios
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Boi hizo una mueca de asco ante la comparación. Paola se regocijó al verlo, porque había oído chillar de rabia el ego del director. Había sido un poco dura con él, pero su jefe se lo merecía por haberla tratado como a una mierda todos estos meses.

—Como usted quiera,
dottora
Dicanti. Yo seré otra vez el jefe irónico y usted la guapa novelista.

—Créeme, Carlo. Así es mejor.

Boi sonrió, triste y despechado.

—De acuerdo, entonces. Veamos el disco.

Como si dispusiera de un sexto sentido (y para ese entonces Paola ya estaba segura de que lo tenía) llegó el padre Fowler con una bandeja de algo que podría pasar por café sólo si el consumidor jamás en su vida hubiera probado esa infusión.

—Aquí tienen. Veneno de máquina con cafeína. ¿Debo suponer que ya podemos reanudar la reunión?

—Claro, padre —respondió Boi. Fowler les estudió disimuladamente. Boi parecía más triste, pero también detectó en su voz ¿alivio? Y a Paola la vio más fuerte. Menos insegura.

El director se colocó unos guantes de látex y extrajo el disco de la bolsa. Los del laboratorio le habían llevado una mesita con ruedas desde la sala de descanso. La mesita tenía una televisión de 27 pulgadas y un DVD de los baratos. Boi prefería ver allí la grabación, ya que en la sala de juntas las paredes eran de cristal, y habría sido como mostrárselo a todo el que cruzara por el pasillo. Para entonces los rumores sobre el caso que estaban llevando Boi y Dicanti circulaban por todo el edificio, pero ninguno se acercaba a la verdad. Ni de lejos.

El disco comenzó a reproducirse. La película se inició directamente, sin pantallas de título ni nada parecido. El estilo era chapucero, la cámara se movía histéricamente y la iluminación era lamentable. Boi había ajustado el brillo de la televisión casi al máximo.

—Buenas noches, almas del mundo
.

Paola dio un respingo al escuchar la voz de Karoski, la voz que le había atormentado con aquella llamada tras la muerte de Pontiero. En la pantalla, no obstante, aún no se veía nada.

—Ésta es una grabación de cómo voy a eliminar de la faz de la tierra a los hombres más santos de la Iglesia, cumpliendo la labor de las Tinieblas. Mi nombre es Viktor Karoski, sacerdote renegado del culto romano. Durante años abusé de los niños, protegido por la estulticia y connivencia de mis antiguos jefes. Por esos méritos he sido escogido por Lucifer en persona para la tarea, en estos momentos en los que nuestro enemigo el Carpintero elige a su franquiciado en ésta bola de barro
.

La pantalla pasó del negro absoluto a una penumbra. En la imagen aparecía un hombre ensangrentado, con la cabeza caída, atado a lo que parecían las columnas de la cripta de Santa María in Traspontina. Dicanti apenas pudo reconocerlo como el cardenal Portini, la primera víctima. Aquel cuyo cadáver ni siguiera habían visto porque la Vigilanza lo había incinerado. Portini gemía ligeramente, y todo lo que se veía de Karoski era la punta de un cuchillo que rozaba la carne del brazo izquierdo del cardenal.

—Este es el cardenal Portini, demasiado cansado para chillar. Portini hizo mucho bien al mundo, y mi Amo abomina de su carne fétida. Ahora veréis cómo acabo con su miserable existencia
.

El cuchillo se apoyó en la garganta y la cortó, en un solo tajo. La cámara volvió a quedarse negra, para luego enseñar a una nueva víctima atada al mismo lugar. Era Robayra, y estaba muy asustado.

—Este es el cardenal Robayra, lleno de miedo. Tenía una gran luz en su interior. Es hora de devolver su luz a su Creador
.

Ésta vez Paola tuvo que apartar la vista. La cámara mostró cómo el cuchillo vaciaba las cuencas de los ojos de Robayra. Una solitaria gota de sangre salpicó el visor. Era el espectáculo más horrendo que la criminalista había contemplado jamás, y sintió cómo se le revolvía el estómago. La imagen cambió una vez más y mostró lo que ella estaba temiendo ver.

—Éste es el subinspector Pontiero, un seguidor del Pescador. Le pusieron en mi búsqueda, pero nada puede contra la fuerza del Padre de la Oscuridad. Ahora el subinspector sangrará despacio
.

Pontiero miraba de frente a la cámara, y su cara no era su cara. Tenía los dientes apretados, pero la fuerza de sus ojos no se había extinguido. El cuchillo le cortó la garganta muy despacio, y Paola volvió a apartar la mirada.

—Éste es el cardenal Cardoso, amigo de los desheredados de la tierra, los piojos y las pulgas. Su amor era para mi Dueño tan repugnante como las entrañas podridas de una oveja. También ha muerto
.

Un momento, allí había una discrepancia. En vez de imágenes, estaban viendo unas fotografías del cardenal Cardoso en su lecho de dolor. Había en total tres fotos, de colores verdosos y desvaídos. La sangre era de un antinatural color oscuro. Las tres fotos duraban en pantalla unos quince segundos, cinco segundos por cada una de ellas.

—Ahora voy a matar a otro hombre santo, el más santo de todos ellos. Habrá quien intente impedírmelo, pero su final será el mismo que el de éstos que habéis visto morir ante vuestros ojos. La Iglesia, cobarde, os lo ha ocultado. Ya no podrá seguir haciéndolo. Buenas noches, almas del mundo
.

El DVD se paró con un zumbido, y Boi apagó la televisión. Paola estaba blanca. Fowler apretaba dientes muy fuerte, furioso. Los tres permanecieron unos minutos en silencio. Era necesario recobrar la cordura tras ver aquella sanguinaria brutalidad. Paola, que había sido la más afectada por la grabación, fue sin embargo la primera en hablar.

—Las fotografías. ¿Por qué fotografías? ¿Por qué no video?

—Porque no podía —dijo Fowler—. Porque en la Domus Sancta Marthae no funcionaban las cámaras, ni en general «nada más complicado que una bombilla». Eso dijo Dante.

—Y Karoski lo sabía.

—¿Qué me dicen del jueguecito de la posesión diabólica?

La criminalista sintió que de nuevo algo no encajaba. Aquel vídeo le lanzaba en direcciones totalmente diferentes. Necesitaba una buena noche de sueño, descanso y un sitio tranquilo en el que sentarse a pensar. Las palabras de Karoski, las pistas dejadas en los cadáveres, todo el conjunto tenía un hilo conductor. Si lo encontrase, podría tirar del ovillo. Pero hasta entonces carecían de tiempo.

Y, por supuesto, se va al carajo mi noche de sueño
.

—Los devaneos histriónicos de Karoski con el demonio no son lo que más me preocupa —apuntó Boi, anticipándose a los pensamientos de Paola—. Lo más grave es que nos está retando a detenerle antes de que acabe con otro de los cardenales. Y el tiempo corre.

—¿Pero qué podemos hacer? —preguntó Fowler—. En el funeral de Juan Pablo II no dio señales de vida. Ahora los cardenales están más protegidos que nunca, la Domus Sancta Marthae está cerrada a cal y canto, al igual que el Vaticano.

Dicanti se mordió el labio. Estaba cansada de jugar según las reglas de aquel psicópata. Pero ahora Karoski había cometido un nuevo error: había dejado un rastro que ellos podrían seguir.

—¿Quién ha traído esto, director?

—Ya he encargado a dos chicos que sigan el rastro. Llegó por mensajería. La agencia fue Tevere Express, una empresa local que reparte en el Vaticano. No hemos conseguido hablar con el jefe de ruta, pero las cámaras del exterior del edificio han captado la matrícula de la moto del mensajero. La placa está registrada a nombre de Giuseppe Bastina, de 43 años. Vive por la zona de Castro Pretorio, en la Via Palestra.

—¿No tiene teléfono?

—El teléfono no figura en la relación de Tráfico y no hay teléfonos a su nombre en Información Telefónica.

—Quizás figure a nombre de su mujer —apuntó Fowler.

—Quizás. Pero por ahora es nuestra mejor pista, así que se impone dar un paseo. ¿Viene usted, padre?

—Después de usted,
dottora
.

Piso de la familia Bastina

Via Palestra, 31

02:12 horas

—¿Giuseppe Bastina?

—Si, soy yo —dijo el mensajero. Ofrecía una curiosa estampa, en calzoncillos y con un niño de apenas nueve o diez meses en brazos. A esa hora de la madrugada no era extraño que hubieran despertado al crío con el timbre.

—Soy la
ispettora
Paola Dicanti y éste es el padre Fowler. No se preocupe, que usted no tiene ningún problema ni le ha ocurrido nada a nadie de los suyos. Sólo queremos hacerle unas preguntas muy urgentes.

Estaban en el rellano de una casa modesta pero muy bien cuidada. En la puerta, un felpudo con la imagen de una rana sonriente daba la bienvenida a los visitantes. Paola supuso que aquello no les incumbía a ellos también, y acertó. Bastina estaba bastante molesto con su presencia.

—¿No puede esperar a mañana? El crío tiene que zampar, ya sabe, tiene un horario.

Paola y Fowler negaron con la cabeza.

—Sólo será un momento, señor. Verá, usted ha hecho una entrega ésta tarde. Un sobre en la Via Lamarmora. ¿Lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo, oiga. ¿Qué se piensa? Tengo una memoria excelente —dijo el hombre, dándose unos golpecitos en la sien con el índice de la mano derecha. La izquierda seguía llena de niño, aunque por suerte éste no lloraba.

—¿Podría decirnos dónde recogió el sobre? Es muy importante, se trata de una investigación de asesinato.

—Llamaron a la agencia, como siempre. Me pidieron que acudiera a la oficina de Correos del Vaticano, que sobre la mesa del bedel habría unos sobres.

Paola se sorprendió.

—¿Más de un sobre?

—Si, eran doce sobres. El cliente pidió que entregáramos primero diez sobres en la sala de Prensa del Vaticano. Después otro en las oficinas del
Corpo de Vigilanza
, y por último otro a ustedes.

—¿Nadie le hizo entrega de los sobres? ¿Simplemente los recogió? —preguntó Fowler, con gesto de fastidio.

—Si, a esa hora en la oficina de Correos no hay nadie pero dejan la puerta exterior abierta hasta las nueve. Por si alguien quiere echar algo a los buzones internacionales.

—¿Y cómo se efectuó el pago?

—Dejaron un sobre más pequeño, encima de los demás. En ese sobre había trescientos setenta euros, 360 para pagar el servicio urgente y 10 de propina.

Paola alzó los ojos al cielo, desesperada. Karoski lo tenía todo pensado. Otro puñetero callejón sin salida.

—¿No vio usted a nadie?

—A nadie.

—¿Y qué hizo entonces?

—¿Qué cree que hice? Dar toda la vuelta hasta la sala de Prensa y después volver a entregar el sobre en la
Vigilanza
.

—¿A quién iban dirigidos los sobres de la sala de Prensa?

—Iban a nombre de varios periodistas. Todos extranjeros.

—Y los repartió entre ellos.

—¿Oiga, a qué vienen tantas preguntas? Yo soy un trabajador serio. Espero que esto no sea todo porque hoy cometí un desliz. De verdad que necesito el trabajo, por favor. Mi hijo tiene que comer, y mi mujer tiene un bollo en el horno. Quiero decir que está embarazada —aclaró ante las miradas de incomprensión de sus visitantes.

—Escuche, esto no tiene nada que ver con usted pero tampoco es ninguna broma. Díganos lo que ocurrió y punto. O si no le prometo que hasta el último policía de tráfico se sabrá de memoria su matrícula, señor Bastina.

Bastina se asustó mucho, y el crío se echó a llorar ante el tono de Paola

—Está bien, vale. No se ponga así o asustará al crío. ¿Es que no tiene corazón?

Paola estaba cansada y muy irritable. Lamentaba hablarle así al hombre en su propia casa, pero no encontraba más que obstáculos en aquella investigación.

—Lo siento, señor Bastina. Por favor, ayúdenos. Es un asunto de vida o muerte, créame.

El mensajero relajó el tono. Con la mano libre se rascó la barba incipiente y meció al niño con cuidado para que dejara de llorar. El bebé poco a poco se relajó, y el padre también.

—Le di los sobres a la encargada de la sala de Prensa, ¿de acuerdo? Las puertas de la sala ya se habían cerrado y para entregarlos en mano hubiera tenido que esperar una hora. Y las entregas especiales hay que efectuarlas en la hora siguiente a la recogida, o no se cobran. Tengo problemas en el trabajo últimamente, ¿saben ustedes? Si alguien se entera de que he hecho esto, podría perder el trabajo.

—Por nosotros nadie lo sabrá, señor Bastina. Créame.

Bastina la miró y asintió.

—La creo,
ispettora
.

—¿Sabe el nombre de la encargada?

—No, no lo sé. Tenía una tarjeta con el escudo del Vaticano y una banda azul en la parte superior. Ahí ponía Prensa.

Fowler se alejó unos metros por el pasillo junto con Paola y volvió a susurrarle al oído, de aquella manera tan particular que a ella le encantaba. Procuró concentrarse en sus palabras, y no en las sensaciones que le producía su proximidad. No fue fácil.


Dottora
, esa tarjeta que describe éste hombre no es de personal del Vaticano. Es una acreditación de Prensa. Los discos no llegaron nunca a sus destinatarios. ¿Sabe por qué?

Paola intentó pensar como un periodista durante un segundo. Imaginarse que recibía un sobre mientras estaba en una sala de Prensa, rodeado de todos los medios rivales.

—No llegaron a sus destinatarios, porque si los hubieran recibido su contenido estaría en todas las televisiones del mundo ahora mismo. Si todos los sobres hubieran llegado a la vez, no se habrían marchado a casa a comprobar la información. Probablemente habrían acorralado al portavoz del Vaticano allí mismo.

—Exacto. Karoski ha intentado emitir su propia nota de Prensa, pero le ha salido el tiro por la culata, gracias a las prisas de éste buen hombre y a la más que presumible falta de honradez de la persona que recogió los sobres. O mucho me equivoco, o abrió uno de los sobres y se los llevó todos. ¿Para qué compartir esa buena suerte que le había caído del cielo?

—Ahora mismo, en algún lugar de Roma, esa mujer está redactando la noticia del siglo.

—Y es muy importante que sepamos quién es ella. Lo antes posible.

Paola comprendió lo que significaba la urgencia en las palabras del sacerdote. Ambos volvieron junto a Bastina.

—Por favor, señor Bastina, descríbanos usted a la persona que recogió el sobre.

—Bueno, era muy guapa. Pelo castaño claro que le llegaba a los hombros, unos veinticinco años o así… ojos azules, chaqueta de color claro y pantalones beige.

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