—¡Muy bien! Por favor —Steve se dirigió a Sofia—, siéntate aquí.
Había pasado a tutearla sin más preámbulos. El tipo del otro lado del cristal apretó el botón del interfono. Su voz, ligeramente distorsionada, llegó a la sala.
—Intenta quedarte lo más quieta posible. Muy bien, así. Sonríe… —Sofia sonrió. Se oyeron una serie de ruidos metálicos—. Muy bien, perfecta —continuó la voz desde el otro lado—. Gírate un poco hacia tu izquierda… —Sofia se dio cuenta de que el taburete daba vueltas y siguió las indicaciones—. Bien, así, sonríe… Perfecta. Ahora haz como si tuvieras un piano delante y estuvieras tocando… —Sofia extendió las manos y simuló tocar unos acordes—. Muy bien, pero tienes que simularlo, no que tocar. Aunque me imagino que debes de hacerlo bastante bien. —Sofia se volvió hacia Marina. Ella también sonrió. Entonces sí que sabían algo de toda su historia, al menos que sabía tocar—. Muy bien, perfecto. ¿Queréis ver si han quedado bien?
Dentro de la salita, en unas pantallas bastante grandes, proyectaron varias imágenes. Dentro de unos cuantos teatros, se veía a mujeres que tocaban, sentadas al piano, con centenares de personas delante. Sobre sus cuerpos habían montado la cara de Sofia. Todas aquellas imágenes resultaban perfectamente verosímiles. Aumentadas, reducidas, vistas de lado… Todas aquellas mujeres siempre eran Sofia. Se acercó con curiosidad. Habían montado las fotos que acababan de hacerle en aquellas imágenes y, además, habían elegido todos los detalles con extrema precisión: los vestidos, los anillos, los collares: todo lo que llevaba en la época en que daba conciertos, elementos recuperados de viejas filmaciones para crear la nueva versión virtual de Sofia.
Miró la última imagen con más atención.
—Por desgracia, esta pulsera la perdí hace tres años. No podría llevarla.
El chico del otro lado del cristal hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Entró directamente en la imagen y, poco a poco, hizo desaparecer la pulsera bajo sus ojos, igual que había sucedido en la realidad. Sofia examinó las otras imágenes. Todo el material estaba relacionado con diversos momentos de su vida: sus primeros éxitos, los viajes al extranjero, los últimos años durante los que tocó. Se preguntó cuántas cosas más tenían, además de aquellas fotos, pero no tuvo tiempo de continuar pensando.
—Pues ya podemos irnos…
—Sí, sí, claro. Adiós.
Sofia saludó a Steve y al chico del panel, cuyo nombre no conocía.
—Yo soy Martino… —dijo precisamente en aquel momento.
—Sofia, adiós. —Y luego salió de la habitación.
Marina Recordato la acompañó a la salida.
—Tenga, éste es su contrato… —Le pasó una carpeta rígida—. Dentro también encontrará mi número de teléfono personal por si tuviera algún problema, dudas, temores o necesitara alguna aclaración. Puede llamarme a cualquier hora. Sería muy útil si pudiera meter en la maleta los vestidos que se puso en aquellos conciertos, los que ha visto en las pantallas. Haría que las filmaciones en las que trabajaremos y que se colgarán en la red fueran más creíbles. Si no los tiene, háganoslo saber. Buscaremos la manera de hacernos con otros idénticos en poco tiempo.
—No se preocupe. Los llevaré.
—Estupendo. Pasado mañana le haremos llegar a su casa por DHL los billetes de ida y vuelta para el viaje. ¿A qué hora prefiere que se los entreguen?
—Me va bien entre las nueve y las doce, gracias.
—Perfecto… —Después se despidieron y Sofia salió del edificio.
Dio algunos pasos e inspiró profundamente. Le parecía como si hubiera escapado de un extraño sueño, o mejor, de una realidad virtual. Y, sin embargo, no era así. Todo aquello era verdad. Sólo había un pequeño detalle: en casa tendría que contar todo lo que no iba a suceder nunca.
Sofia deambuló por la ciudad con aquella carpeta en la mano. La apretaba fuerte, como si tuviera miedo de perderla y, sobre todo, se preguntaba cómo lo haría, qué iba a decirle a Andrea cuando se la enseñara. Pero la pregunta que más la atormentaba era: ¿la creería? Aquello caía sobre ella con todo su peso. En todos los sentidos. Tal vez porque era la primera vez que se veía obligada a decir una mentira de aquellas proporciones. Sí, de hecho, últimamente habían ocurrido muchas cosas que la habían cambiado, pero aquello era distinto. Viajaría a otro país, fingiría que iba a tocar en cinco conciertos por los cuales le pagaban cinco millones de euros, y, por encima de todo, pasaría cinco días con un hombre desconocido que la haría suya.
Se sonrojó y, de repente, le entró calor. Notó que la embargaba una excitación increíble. Se detuvo en un pequeño bar, como una turista extranjera, y se sentó fuera, a una mesa. Dejó la carpeta con los contratos sobre ella y se quedó con los ojos cerrados, imaginando. Y entonces vio a Tancredi, después de tanto tiempo, sonreía, la invitaba a beber algo, charlaba, le contaba cosas, levantaba una ceja al ver su indecisión…
Tancredi. Era un hombre muy guapo, pero frío, cínico a veces, distante. Un hombre lleno de fascinación y misterio, un hombre impenetrable. Aquello era: un hombre que no quería amar. Casi sonrió ante aquella repentina imagen. ¿Qué le habría ocurrido en la vida? ¿Por qué era así? ¿Demasiado dinero? ¿Un amor fracasado? Se echó a reír. «Soy demasiado romántica.»
Sencillamente debía de ser un hombre que se aburría.
—¿Puedo traerle algo?
Sofia abrió los ojos. Frente a ella había un chico joven que llevaba una bandeja con vasos sucios en la mano.
—Sí, gracias, un té.
—¿Lo quiere con leche o con limón?
—Con limón, gracias.
El chico desapareció dentro del bar y regresó al poco rato con una tetera caliente y, aparte, unos sobrecitos.
—Le he traído dos o tres: de melocotón, de arándanos y té negro inglés; así podrá elegir el que más le guste.
—Gracias. —Sofia pagó y dejó también una pequeña propina. Se quedó esperando tranquilamente a que el sobrecito de melocotón fuera tiñendo poco a poco el agua caliente de la taza. Luego le añadió una rodaja de limón y azúcar y empezó a bebérselo a pequeños sorbos. Tenía tiempo antes de la clase de música.
Sin poder evitarlo, volvió a sus pensamientos de antes. ¿Por qué era así aquel hombre? ¿Dónde pasarían los cinco días? ¿Qué iba a ocurrirle? ¿Y si ya no regresara, y si desapareciera para siempre? Empezó a preocuparse. Nadie conocía aquella historia. Entonces, mientras saboreaba el té, se le ocurrió una idea. Tenía que informar a alguien.
Pero ¿a quién? ¿A su amiga Lavinia? Impensable. ¿A Olja? No era justo que cargara con un peso tan grande y, además, ¿cómo la habría juzgado? ¿Qué pensaría de ella? Su relación era como la que tienen una abuela y una nieta. Olja la había visto crecer, siempre había tenido una excelente opinión de ella, la comprendió incluso cuando dejó de tocar. Pero en aquella ocasión no la entendería. ¿A sus padres? Todavía menos. Sería difícil de explicar, y su madre pensaría que al final ella tenía razón. Sonrió. Qué difícil es a veces meterse en la mente de los demás y hacer que entiendan tu punto de vista. Y de aquel modo se dio cuenta de que no tenía a nadie en quien confiar. La única solución era escribir toda aquella historia y enviársela a sí misma. Prepararía un sobre y se lo daría a Olja. Aquello no sería complicado. Le diría que se trataba de una sorpresa que quería darle a Andrea. Olja se lo creería. En caso de que no regresara, dos días después aquel sobre llegaría a su casa y descubriría todo lo que había pasado. Llevaría la fotocopia de los programas, de los billetes del viaje, la dirección del bufete, los números de teléfono que tenía y la historia de cómo habían ido las cosas desde el encuentro en la iglesia hasta aquel día. Sí, ya estaba más tranquila. Se acabó el té. Sacó la agenda del bolso y empezó a escribir. Una hora más tarde, entró en una copistería e hizo algunas fotocopias. Compró un sobre y lo metió todo dentro. Lo cerró, escribió su nombre y apellido y su dirección en el anverso. Se dirigió a toda prisa a la escuela y buscó a Olja.
—Tendrías que enviar este sobre el 28 de junio.
—¡Por supuesto! —Olja lo cogió y leyó el nombre del destinatario—. Pero si es para ti.
—Sí, es una broma que quiero gastarle a Andrea.
—Ah —sonrió, divertida—. Tú siempre tienes ganas de bromear… Claudio Porrini está abajo, en la sala.
—Es verdad. —Miró la hora—. Voy en seguida. —Se dirigió a la planta baja, donde solía dar clase, y encontró al niño que la estaba esperando.
—Perdóname.
—Oh, no pasa nada. Estaba jugando a la Nintendo DSI…
Entonces se encogió de hombros y la apagó.
—Empecemos.
Aquel día las clases le parecieron más llevaderas que de costumbre. Uno tras otro, sus alumnos se fueron sucediendo. Cuando Elena, una de las mejores, interpretó el
Vals en la bemol mayor
de Chopin, el famoso
Gran vals brillante
, Sofia la interrumpió en seguida. Se sentó en su sitio y empezó a tocar.
—Mira —dijo.
Como maestra, a menudo corregía a sus alumnos o recreaba con la mano un pasaje concreto para que entendieran mejor cómo tenían que hacerlo, pero nadie la había visto sentada al piano. Todavía fue más impactante el hecho de que Sofia no girara las páginas de la partitura. Había memorizado a la perfección todos los valses de Chopin. En cualquier caso, lo más impresionante fue su toque, el uso del pedal, el fraseo, en resumen, todo lo que hace que incluso los pasajes más fáciles de las piezas de Chopin sean complicadísimos. Sofia, con una clase innata, los interpretó al teclado como si fuera un juego de niños. A la octava de sol que cerraba el pasaje la siguió un silencio sobrecogedor. Los ojos se le humedecieron.
—Maestra, pero ¿por qué llora? ¡Ha sido increíble!
Sofia le acarició el pelo a Elena.
—¿Tú no te emocionas nunca? ¿Cuando, por ejemplo, habías perdido algo importante que te gustaba mucho, como unos pendientes que te habían regalado tus padres, y de pronto los encuentras?
—¡Sí, es verdad!
—A veces lloras porque estás contenta. Venga, vete de aquí, que ya se ha acabado la clase.
Un rato después, ya estaba en el coche, de regreso a casa. Acababa de contarle a Olja, tal como le había sugerido Guarneri, que el bufete la había vuelto a llamar para proponerle dar cinco conciertos en otro país por una cantidad que no había podido rechazar. Aquel dinero iba a servir para hacer realidad su único deseo: devolverle a Andrea el uso de las piernas.
—Un gran cirujano japonés está estudiando nuevas intervenciones que conllevan el uso de células estaminales. Parece que es capaz de hacer milagros. Naturalmente, es muy caro. Ésa es la única razón por la que volveré a tocar, Olja. Con lo que gane Andrea tendrá la oportunidad de hacerse la operación.
—Sí. —Olja la miró con mucha ternura y le acarició la mejilla—. Te mereces todo lo que desees. —Vio que aquella vez ella no entraba en los planes, así que simplemente le dijo—: Pensaré en ti.
Sofia leyó en sus ojos el dolor por no poder asistir a su regreso a los escenarios. Con una sonrisa, Olja se limitó a dejar que se fuera, demostrando así que el verdadero amor sabe poner por delante a la persona amada.
Sofia deambuló por la ciudad antes de volver a casa. Estaba nerviosa. Quería tenerlo todo previsto para no equivocarse. Se preguntó: «¿Qué harías si de verdad tuvieras que dar esos conciertos? ¿Cómo te prepararías? Sólo será creíble si te muestras natural. —Entonces volvió atrás con la mente, borró todos los acontecimientos de la mañana e intentó vivir aquella situación de la manera más verdadera posible. Lo descubrió en seguida—: Estaría sorprendida, estaría contenta y entusiasmada. Volvería a creer en la vida y en sus infinitos recursos que, cuando menos te lo esperas, consiguen asombrarte.» Y de aquella manera, pensó en todo lo que haría. Al final, se marchó a casa.
—¡Cariño! ¡Tengo una noticia increíble!
—¿Qué ha pasado?
Andrea estaba en el salón viendo la televisión.
—¡Lo he conseguido! ¿Te acuerdas de que te hablé de una importante organización que me quería a toda costa para un festival ruso? Bueno, hoy han vuelto a llamarme. Están en contacto con unos árabes que se han mostrado muy interesados. Yo me he mantenido firme en el precio y ellos han aceptado: daré cinco conciertos y me darán cinco millones de euros. Parece un sueño. Pero es verdad. Es todo verdad.
Se arrodilló delante de él, lo abrazó con fuerza, estrechándolo contra sí, y empezó a llorar. No estaba fingiendo, simplemente era ella misma. Era Sofia frente a un error cometido mucho tiempo atrás, feliz por haber encontrado la manera de ser perdonada. Y, sobre todo, de volver a vivir. Lo besó en los labios. Andrea le sonrió.
—Cariño, no llores.
—Soy demasiado feliz. —Se levantó del suelo, recogió el bolso y fue a coger la carpeta. Andrea, mientras tanto, apagó la tele—. Aquí está, mira. —Se lo pasó. Andrea lo abrió y empezó a leer atentamente. Mientras tanto, Sofia fue a la cocina. Andrea siguió leyendo al tiempo que oía el ruido de la nevera—. ¿No es increíble? —La voz de Sofia le hacía compañía desde la otra habitación—. Es lo que necesitábamos… —Entonces entró en el salón—. Y volveré a tocar, por ti, por nosotros… Por todo lo que vendrá después.
Andrea dejó las hojas encima de sus piernas. Permaneció un instante en silencio.
—No quiero que vayas.
—¿Cómo? —Sofia acercó una silla, se puso frente a él y le cogió las manos—. Pero ¿qué dices, amor mío, qué quieres decir?
Andrea la miró a los ojos.
—No puedo creer que vaya a volver a caminar.
—¿Por qué no, cariño? ¿Por qué no iba a ser así? ¿No te parece posible? Hemos leído mucho sobre ese médico; Stefano también nos ha hablado de él. Ha tenido éxito en todo lo que ha intentado, es un genio de la cirugía. ¿Por qué no iba a ser posible también contigo?
Cogió las hojas con la mano.
—Porque todo esto me parece una broma del destino, es como si se estuviera riendo de mí. En la otra punta del mundo aparece un médico que, por casualidad, se ocupa de mi problema y cobra un montón de dinero. Entonces llegan unos millonarios árabes que están dispuestos a pagar mucho dinero precisamente por ti, por una pianista que no toca desde hace más de ocho años. Y, fíjate tú, están dispuestos a desembolsar justamente cinco millones de euros, una cantidad imposible, sin querer desmerecer tus cualidades. ¿Por qué iba a creérmelo? ¿No te parece una burla, una broma de pésimo gusto?